En el número 11 de la calle del Ciprés transcurrió
mi infancia de los ocho a los once años. Vivíamos en el piso superior de una
casa fría y destartalada, con un pasillo largo y oscuro como la garganta de una
serpiente pitón.
Abajo vivía la señora Lidia con su pequeña hija Pepita,
su marido Manuel, imposibilitado de cintura para abajo tras sufrir un accidente
y su hermana Paca “Un bicho” —solía decir mi madre— “Igualita que la hermana.”
Pepita y yo éramos de la misma edad y nos llevábamos
estupendamente. La señora Lidia potenciaba nuestra amistad invitándome a menudo
a merendar en su piso, cosa que mamá sobrellevaba con disgusto.
Me encantaba estar en aquella casa. Exceptuando la
cara desencajada del señor Manuel, tan serio en su silla de ruedas, allí todo
era alegría. Cantaba la radio, alborotaba el perrito cuando lanzábamos el
diábolo al aire, silbaba la olla exprés y las dos hermanas cantaban,
cuchicheaban o se desternillaban de risa. Mi madre decía “Esas brujas se ríen
de mí.”
Allí nada parecía perturbar la existencia. La puerta
siempre estaba abierta. Nos sentábamos en el descansillo de la escalera e
intercambiábamos con otras niñas los cromos que venían con aquellas deliciosas
chocolatinas y los pegábamos al álbum .Era estupendo. Pepita y yo estábamos tan
unidas que una vez nos hicimos una pequeña herida en el dedo pulgar, los
juntamos y desde entonces ya éramos hermanas de sangre.
La señora Lidia era modista y lucía lindos y
escotados vestidos de percal que le dejaban la canalilla del pecho al
descubierto. Se pintaba de rojo los labios y se ponía llamativos pendientes y
collares, aunque no fuese domingo.
A menudo me regalaba botones, restos de bobinas de
hilo de seda de todos los colores y trocitos de tejidos de raso y satén con los
que hacíamos vestidos a nuestras muñecas.
Estar allí era delicioso. Sólo me separaban diez
escalones de mi casa, pero al llegar a ella me parecía que entraba en otra
galaxia. Contrariamente a Lidia, mi madre siempre estaba seria. En mi casa
había silencio y ella vestía de oscuro y recatada porque llevaba luto por su
hermano “de por vida.”
Una tarde volvía del colegio y vi la puerta de la
señora Lidia cerrada. Me pareció muy raro. Mientras subía la escalera oí voces.
Al entrar vi a mi madre de pié. Tenía los ojos rojos de llanto o de ira — no
sabría precisarlo— y a mi padre con el semblante muy serio. Mi madre se me
acercó y me zarandeó: “Nunca ¿me oyes? Nunca más entrarás en esa casa ni te
juntarás con esa niña.”
Se me prohibía hablar nunca jamás con mi amiga del
alma y por más que lloré y supliqué nunca jamás pude acercarme a ella.
En las noches de verano la señora Lidia y su hermana
sacaban las sillas a la puerta de la calle y formaban un corrillo bullicioso
con las vecinas y los chiquillos. Entre ellos, naturalmente, estaba Pepita. Al
marido lo colocaba en un extremo del angosto balcón y parecía hacer juego con
el pajarito, porque ambos, al unísono, abrían el pico con dificultad ante los
rigores de la noche. Daba mucha penita verlos.
Lidia seguía luciendo floreados vestidos, más
escotados si cabe y multicolores pulseras y zarcillos que tintineaban
alegremente al movimiento de su cuerpo.
Yo cruzaba cabizbaja camino de nuestro piso de
arriba del brazo de mis padres y ella desplegaba el abanico a nuestro paso y
esbozaba una sonrisa descarada y maliciosa.
Pasados unos meses, para el treinta y cinco
cumpleaños de mamá, mi padre ideó una fiesta sorpresa. Me tomó a mí como cómplice
y comenzamos a enviar a nuestros invitados preciosas invitaciones de nuestro
puño y letra. Al parecer aquel detalle era su modo de compensarla por los tejos
que había tirado a la necesitada señora Lidia, aunque naturalmente en aquella
época yo desconocía este detalle. “Fueron imaginaciones tuyas. Yo te explicaré”.
Al parecer, según supe mucho más tarde, todos los infieles tienen una razonable
explicación bajo el brazo. A papá la explicación parece que no le sirvió de
nada y terminó reconociendo que doña Lidia lo cameló y había sucumbido a sus
encantos. “Sólo dos besos”, reconoció al fin, y mamá prefirió de momento
dejarlo estar. “Menos mal que los sorprendí dándose un beso” decía ella a su
prima y única confidente, dando por hecho que la cosa no había ido a más.
Llegó el día de la fiesta. Como en casa no había
sitio suficiente, papá alquiló un local en una calle adyacente. Hacia ese sitio
encaminó a mamá, ignorante de todo. Yo iba contentísima y miraba de vez en
cuando a los ojos de papá sonriendo nerviosamente y él movía levemente la
cabeza y clavaba severamente su mirada en la mía temiendo que mis gestos nos
delataran. Al llegar, todos los parientes y amigos de mis padres nos esperaban
alegres y engalanados. Papá había invitado a casi toda la familia, a compañeros
de trabajo, amigos y, sobre todo, no podía faltar su mejor amigo, el cura
Antonio, que además de haber sido el sacerdote que ofició la ceremonia de su
boda, se habían criado en el mismo barrio y era una de las pocas personas que
nos visitaban en casa, a causa del carácter algo huraño de mi madre.
Días antes del cumpleaños papá le había enviado un
precioso vestido a mamá. Aún recuerdo la enorme caja blanca y el papel
transparente que lo envolvía. Era de color melocotón y estaba bellísima con él.
Fue indudablemente la reina de la fiesta, con sus ojos de dulce cielo, su
cabellera rubia y su pequeña boca que apenas sonreía, lo cual la dotaba de un
cierto aire de misterio, como si guardara un gran secreto.
Los mayores bailaron, rieron, algunos incluso
cantaron y a la hora de los postres y el champán ya habían olvidado todos que
eran gente respetable y juiciosa. Todos. Y cuando digo todos es todos. Incluso
el cura Antonio, que por una noche parecía haberse olvidado de su sagrada
condición… Lo recuerdo riendo estrepitosamente y bailando, cosa inaudita para
la época, aunque visto desde hoy parece de lo más natural que un señor joven,
lleno de vitalidad y alegría de vivir, con aquel peso inhumano de la represión
sexual sobre sus hombros, se desbocara un poco. Claro, que no fue un poco lo
que se desbocó. Se desbocó tanto que su boca soltó todo lo que tenía que soltar:
“Ana, te quiero. Anita, que dios me perdone…”
Yo fui testigo muda y solitaria de aquel
despropósito. Lo típico. Cuando entré inocentemente en la cocina no repararon
en mí. Aquella frase me impactó y desconcertó a la vez “Anita, te quiero, no
puedo remediarlo.”
Algo me decía que no estaba bien lo que aquel cura
le acababa de decir a mi madre e iba a intervenir cuando, antes de dar un paso
hacia ellos, mis ojos se desorbitaron. Vi cómo mi madre se aproximaba al
sacerdote, cerraba los ojos abrazada contra su pecho y sellaba aquella
ignominia con un beso en los labios. Salí corriendo hacia el salón y le soplé
sin más a papá lo que había presenciado.
Bueno, ni que decir tiene que se lió. Si ya en seco
la situación habría prometido, imagínense regada por los caldos de la tierra. Y
caldeados los ánimos por ingentes cantidades de vapores de testosterona.
Mi padre cogió por el pechete al cura Antonio. Lo
zarandeó y alguien contuvo su puño en alto. Mi madre, seria pero tranquila,
tomó su bolso y salió con una expresión digna en su rostro.
A los pocos segundos mi padre me tomó de la mano y
nos fuimos para casa sin despedirse de nadie y sin comentar conmigo nada en el
camino.
Los invitados, según se comentó más tarde, se
quedaron en el local hasta altas horas de la madrugada, bebiendo, quizás riendo
y sobre todo cotilleando sobre lo sucedido. Esa exaltación por el mal ajeno de
tus parientes o amigos es una depravación que a veces hace disfrutar mucho a la
gente. Afortunadamente no todos son de ese tipo .algunos abandonaron enseguida
el lugar y se fueron a sus hogares compungidos.
Al llegar a casa mi padre me dirigió al fin la
palabra: “Lávate los dientes, ponte el pijama y acuéstate.”
Al rato se acercó a arroparme tal como hacía cada
noche, con la diferencia de que en esta ocasión, en vez de contarme un cuento,
se limitó a tomarme las manos y apretarlas contras las suyas “Ya hablaremos de
esto hija, tú no te preocupes. Buenas noches” y se fue a su dormitorio.
Como los que estáis leyendo esto sois seguramente ya
adultos y algunos quizá cotillas, os diré que mamá no volvió a casa hasta
pasados unos días, reclamada por papá. Jamás dio explicación alguna sobre dónde
estuvo esas dos semanas, ni papá se las pidió. Yo la observaba atentamente en
busca de indicios que me diera alguna pista de lo que podría haber sucedido. Lo
único que pude observar claramente es que sus ojos ya no rezumaban tristeza y
que su forma de moverse y de vestir se asemejaba a la de la señora Lidia. Era
otra mamá. Ahora ponía la radio y pasados unos días oí reír juntos a mis padres
por primera vez. Se besaban y pellizcaban y los tres comenzamos a jugar
haciéndonos cosquillas en su cama los domingos por la mañana. Era delicioso…
El cura Antonio fue trasladado de parroquia. Al
parecer a un pequeño pueblo del norte. Hoy me da un poco de pena pensar qué
habrá sido de él, pero lo cierto es que a nuestra casa le hizo un gran favor. Nunca
fui tan feliz como en aquella época. Qué cierto es que no hay mal que por bien
no venga.
Al año siguiente nos mudamos de aquella oscura de
alquiler a otra más grande y propia. Recuerdo perfectamente el día de la
mudanza. Mi madre se paseó triunfante delante de doña Lidia y al cerrar por
última vez la puerta tras de sí, le dedicó una leve sonrisa y un lacónico”¡Que
te vaya bien!”. Nunca más volvimos a saber de ella.
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