“No te preocupes por mí, Marta, sobreviviré.”
Fueron las últimas palabras que cruzó con ella. Tras
pronunciarlas cerró la puerta tras de sí y se acomodó en la espalda la enorme
mochila que ya tenía preparada desde la noche anterior. La misma mochila llena
de departamentos y recovecos que había comprado cinco años atrás en Decathlon
cuando organizaba los preparativos para el Camino de Santiago.
¿Por qué había echado mano de aquella mochila y no
de una maleta convencional? Cuando subió a la buhardilla por algo donde meter
el equipaje tuvo ese impulso. Ahora, pensándolo bien, sabía por qué. Ella
representaba su nueva casa ambulante; en ella cabían todas sus pertenencias. Recuerda
cuando comentaba con Marta la sensación de libertad que experimentaba llevando
encima, dentro de aquella mochila, cuanto necesitaba para sobrevivir.
Se habían conocido en uno de los albergues del Camino.
Él había salido solo desde Madrid y había hecho
varios amigos en el trayecto de Roncesvalles hasta Pamplona y allí la conoció. El
hecho de haberse encontrado en esa ruta mágica hacía aún más mágica si cabe su
relación. Cinco años de intenso amor. Ella era maravillosa, guapa, culta, alegre.
Sentía que era irreal, que eso no le podía estar pasando a él. De tanto
resistirse a creérselo acabó por suceder. Al final la vida siempre acaba
dándonos la razón en aquello en lo que nos empeñamos, de modo que un día, hacía
apenas un mes, Marta pronunció las palabras del millón: “Tengo que hablar
contigo. Enamorada…Compañero de trabajo”. Sintió una neblina, una atmósfera de
susurrante y abrumadora irrealidad mientras oía lo que Marta le decía.
Así pues, aquella mañana Marta había salido a
despedirle al portal y él tomó el taxi que le llevaría hasta Londres, su
destino inmediato. Entre las personas que había conocido en el Camino de Santiago
estaba Michael y en principio iba a hospedarse en su casa.
Con el dinero que Marta le había dado por su parte
de la casa calculó que tendría para vivir dos o tres años sin trabajar y
también para apuntarse a ese curso de logoterapia que llevaba años soñando con
hacer. La falta de dinero y de tiempo se lo había impedido pero ahora, sin
hipoteca y con todo el tiempo del mundo frente a sí, haría su sueño realidad. Había
pedido una excedencia como profesor titular de Filosofía. Todo estaba bajo
control.
“El hombre en busca de sentido”— aquel libro le
había marcado —.Tenía todos los libros de Victor Frank y su deseo era formarse
en esa materia, pues sentía que lo que el alma de la humanidad necesitaba sobre
todo para sanarse era dar sentido a la vida. Los libros del dr. Frank daban
respuesta a ese anhelo.
¿Qué le depararía la vida? ¿Y Marta? ¿Lograría
olvidarla?
Había llegado al aeropuerto. Se recolocó la
apreciada mochila, pisó fuerte y sacó pecho.
“El pasado no dice quiénes somos” —recordó en ese
momento esta frase, una de sus preferidas (con ella y dos o tres más, introyectadas de verdad, te puedes ahorrar años de terapia
decía un amigo suyo, autor de la frase)— y se encaminó hacia la cola de
facturación con una placentera sonrisa en los labios. La primera en mucho
tiempo.
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