Juan era mirado como un bicho
raro por el resto del barrio, y lo sabía. De hecho, contribuía a las
habladurías vecinales con alguna que otra manía inventada, como la de saltar en
cada charco que se encontrara en su camino sin importar su extensión o profundidad,
o levantar el sombrero a modo de saludo cada vez que se cruzaba con alguien,
fuera o no conocido. Pequeñas extravagancias que le ayudaban a que su verdadera
obsesión pasara desapercibida: las ventanas de su casa.
Juan era un hombre tímido,
solitario, al que no se le había conocido nunca pareja estable o pasajera. Ni
amigos, ni familia. Tan sólo un perrillo callejero lo acompañaba a veces en sus
escasas incursiones al cercano robledal.
Juan está hoy de buen humor. El
cielo amenaza lluvia, lo que significa que no tendrá más remedio que volver a
limpiar las ventanas en cuanto cese el aguacero.
Las primeras gotas le sorprenden
aún en la calle, de regreso de la tienda de telas, donde ha adquirido nuevas
muestras para hacer paños. Paños que sequen bien los cristales, sin arañarlos,
empañarlos o dejarles marcas.
Disfruta de la lluvia en la cara,
en la ropa. Ya se dará un baño para entrar en calor al llegar a casa. Aunque la
imagen de la bañera le hace apresurar el paso. Un baño…Sí, será un buen
comienzo, unos preliminares perfectos.
Cuando llega al domicilio, el
agua cae torrencialmente, aunque algunos claros se vislumbran entre las nubes
grises. Escampará pronto. Abre la puerta, suelta las llaves y las bolsas en el
recibidor y sube hasta el baño saltando unos escalones sí y otros no.
Se para en seco al entrar en la
habitación… “Las prisas no son buenas”, se dice en conversación consigo mismo. “Primero
crearé el clima adecuado.”
Vuelve a bajar las escaleras,
conteniéndose las ganas del baño. Coloca unos troncos en la chimenea y la
prende. Busca entre los cedés, decidiéndose por uno de Barnakústica. Baja las
persianas, propiciando una penumbra anaranjada gracias a las lámparas de sal y
la chimenea.
Ahora sí, sube al baño. Los
acordes étnicos de los instrumentos le han acompañado e inundan el impoluto
cuarto. Abre el agua caliente y vierte sales aromáticas. Se va despojando de la
ropa lentamente, deleitándose en cada prenda, tirándolas desordenadas unas
sobre otras y, ya completamente desnudo, se sumerge en la gran bañera con patas
doradas herencia de la abuela Casilda.
Transcurre así un buen rato,
demorando el momento. Cuando por fin sale, se enfunda en un albornoz blanco,
cálido, y prepara todo lo necesario para limpiar las ventanas. Para limpiar
exactamente una ventana: la de su
estudio, la de su santuario desde que la también solitaria Eva apareciera en la
casa de al lado.
Para esta ocasión elige un paño
negro, suave, y un jabón de romero. Al abrir la ventana, el olor a tierra
recién mojada penetra en la casa y en él, excitándolo, pues siempre ha
imaginado que así olería ella: a tierra mojada, a hierba, a nubes cargadas de
agua…
Enjabona el cristal con la mano, despacio,
dibujando una silueta de mujer con los dedos. La cabeza, las extremidades, las
curvas…y va besándola toda, manchando sus labios de jabón. Comienza a secar el
vidrio con el paño negro, lentamente, amorosamente, mientras nota cómo su sexo
se abulta bajo el albornoz, abriéndolo un poco.
Repite la misma operación con el
otro cristal entre jadeos, cada vez más excitado, dominándose a duras penas,
pues aún tiene que limpiarlos por dentro.
Cierra la ventana y se deshace
del albornoz. Con una mano llena de jabón empieza a masajear su sexo, mientras
con la otra termina de limpiar los cristales por dentro. Les susurra dejándoles
los labios marcados, los acaricia dulcemente y los enjabona, para después
volver a pasar el paño negro, cada vez más mojado, como él mismo.
Juan llega al clímax pegado a la
ventana, marcando sus huellas en ella. Justo cuando cree morir de placer,
divisa a través de los empañados cristales a Eva, pegada también a su ventana,
desnuda, su cuerpo acariciado por un par de manos masculinas.
Un relato muy original y sugerente. Dan ganas de limpiar los cristales.
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