Mi madre fue concebida por una zíngara y un ángel. El
abuelo Gabriel era el hombre más bueno que he conocido jamás. Su paciencia no
conocía límites. Jamás le oímos discutir ni murmurar de nadie y jamás reclamó
nada para si mismo. La mayor parte del año vivían él y mi abuela Paca en la
sierra. A pesar de ser un humilde hombre de campo, siempre le recuerdo con un
libro entre las manos y poseía una extraña sensibilidad. Era un “contador de historias”. A mí me
fascinaban. Sobre todo las que contaba sobre los lobos. Las cosas que decía
sobre ellos me transportaban a un mundo onírico de frías noches de invierno
frente al fuego de la chimenea, un mundo prehistórico, humano-animal, misterioso
e inquietante. Aquella mezcla de hechizo y temor me hace temblar aún de emoción
cuando lo recuerdo.
Una vez al año bajaban hasta el pueblo y yo los veía
llegar cargados con leche en polvo y un saco de piñas, dos tesoros que yo
esperaba anhelante. Me encantaba el sabor y la textura tan especial de la leche
adherida al paladar y era estupendo cuando los niños desgranábamos los piñones
en el zaguán de la casa a la hora de la siesta. Aún hoy estos sabores evocan en
mí la vida de los lugares puros, de hombres, animales, aire y tierra sin
contaminar. Yo sé que el abuelo Gabriel no era de este mundo y, en cierta forma
su esposa, la abuela Paca, tampoco lo era. Era ella quien llevaba la batuta en
aquel hogar, cosa rara para aquella época y que al abuelo en absoluto parecía
importarle. Tampoco ella criticaba la actitud de su marido. Él se ausentaba a
veces de sus tareas y lo encontraba sentado junto a un arroyo, contemplándolo
en silencio. Llegaba donde él y se iban lentamente de la mano. Él jamás tenía
prisa, lo cual me parece que es una de las características esenciales de los
seres angelicales e inherente a la condición de “iluminado”.
La abuela era quien mayormente manejaba a los
animales de los que vivían, mulos y cerdos sobre todo, la que preparaba la
tierra, organizaba el trabajo con los gañanes que les echaban una mano y dejaba
en paz al abuelo. Puede parecer inconcebible pero no había problema con esto. Parecía
un “pacto de almas”. Tal era su amor por él y el respeto a su camino. Imagino
que efectivamente el abuelo era uno de esos seres iluminados que viven en
actitud meditativa desde que nacen. Como una especie de santón hindú, así lo
imagino. Como digo, creo que él no estaba hecho para este mundo.
A mi abuela Paca la llamaban la rubia. Tenía unos
hermosos ojos azules y el cabello largo y dorado. Mi madre, en razón a su
espíritu errante, la llamaba la zíngara, pues le parecía menos duro que llamar
a su madre la gitana. Ella acababa de elevar bastante su nivel social al
casarse con mi padre y rechazaba totalmente las costumbres liberales de mi
abuela. Sin embargo, lo que para mi madre era detestable, a mi me parecía de lo
más atrayente. A la abuela la recuerdo joven aún, con un precioso moño rubio y
una figura armónica y esbelta, como la de una bailarina. Vestía con colores
alegres y según mi madre, sin ninguna elegancia. Durante toda la vida luchó
para someterla a los dictados de la mejor sociedad, siempre mirando por
establecer unas normas educativas entre todos, estableciendo “lo que es
correcto”, pero ella se escabullía escapándose con su hombre a la sierra. Y yo,
que había heredado su sentido de la libertad, la improvisación y el vivir
intensamente cada momento sin importarme en absoluto la opinión de la gente, lo
pasaba mal, porque sentía que se doblegaba en mí la herencia y tendencia
natural de mi abuela. No es el momento de valorar si mi madre obraba bien. Al
final siempre hice lo que quise, por encima de esos convencionalismos. Total, simplemente
así fueron las cosas.
Tenían una casa en el pueblo cerca del río y cuando
por temporadas bajaban de la sierra hasta ella, yo vivía uno de los mayores
disfrutes de mi infancia: mi abuela la zíngara y yo nos metíamos en la orilla medio
desnudas, reíamos y chapoteábamos felizmente. Pero a veces alguien iba con el
cuento a mi madre: “medio desnudas” y entonces ella me castigaba a estar una
temporada sin verla.
Gran parte del dinero que mis abuelos ganaban con
sus animales lo gastaban ayudando a personas más desvalidas que ellos. Aquella
casa del río siempre estaba llena de gente: primos, cuñados, niños,
desconocidos, todos se acercaban en los días en que ellos aparecían y comían, cantaban y bailaban hasta el amanecer —como una
zíngara— sí. Y de noche se zambullían en el río. El abuelo sonreía y permanecía
al margen. Tras el jolgorio, cuando ya tocaba, recogían sus cosas y dejaban de
nuevo el pueblo.
Eran, mi abuelo y mi abuela maternos, dos personajes
singulares. Siempre soñé con heredar la fuerza, la alegría de vivir y el
espíritu libre de mi abuela la gitana y la bondad y la imaginación de mi abuelo
el ángel contador de historias. Pasaron por este mundo para mayor disfrute y
felicidad de quienes los conocimos.
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