lunes, 31 de marzo de 2014

En el río de la vida

Mi madre fue concebida por una zíngara y un ángel. El abuelo Gabriel era el hombre más bueno que he conocido jamás. Su paciencia no conocía límites. Jamás le oímos discutir ni murmurar de nadie y jamás reclamó nada para si mismo. La mayor parte del año vivían él y mi abuela Paca en la sierra. A pesar de ser un humilde hombre de campo, siempre le recuerdo con un libro entre las manos y poseía una extraña sensibilidad. Era un “contador de historias”. A mí me fascinaban. Sobre todo las que contaba sobre los lobos. Las cosas que decía sobre ellos me transportaban a un mundo onírico de frías noches de invierno frente al fuego de la chimenea, un mundo prehistórico, humano-animal, misterioso e inquietante. Aquella mezcla de hechizo y temor me hace temblar aún de emoción cuando lo recuerdo.
Una vez al año bajaban hasta el pueblo y yo los veía llegar cargados con leche en polvo y un saco de piñas, dos tesoros que yo esperaba anhelante. Me encantaba el sabor y la textura tan especial de la leche adherida al paladar y era estupendo cuando los niños desgranábamos los piñones en el zaguán de la casa a la hora de la siesta. Aún hoy estos sabores evocan en mí la vida de los lugares puros, de hombres, animales, aire y tierra sin contaminar. Yo sé que el abuelo Gabriel no era de este mundo y, en cierta forma su esposa, la abuela Paca, tampoco lo era. Era ella quien llevaba la batuta en aquel hogar, cosa rara para aquella época y que al abuelo en absoluto parecía importarle. Tampoco ella criticaba la actitud de su marido. Él se ausentaba a veces de sus tareas y lo encontraba sentado junto a un arroyo, contemplándolo en silencio. Llegaba donde él y se iban lentamente de la mano. Él jamás tenía prisa, lo cual me parece que es una de las características esenciales de los seres angelicales e inherente a la condición de “iluminado”.
La abuela era quien mayormente manejaba a los animales de los que vivían, mulos y cerdos sobre todo, la que preparaba la tierra, organizaba el trabajo con los gañanes que les echaban una mano y dejaba en paz al abuelo. Puede parecer inconcebible pero no había problema con esto. Parecía un “pacto de almas”. Tal era su amor por él y el respeto a su camino. Imagino que efectivamente el abuelo era uno de esos seres iluminados que viven en actitud meditativa desde que nacen. Como una especie de santón hindú, así lo imagino. Como digo, creo que él no estaba hecho para este mundo.
A mi abuela Paca la llamaban la rubia. Tenía unos hermosos ojos azules y el cabello largo y dorado. Mi madre, en razón a su espíritu errante, la llamaba la zíngara, pues le parecía menos duro que llamar a su madre la gitana. Ella acababa de elevar bastante su nivel social al casarse con mi padre y rechazaba totalmente las costumbres liberales de mi abuela. Sin embargo, lo que para mi madre era detestable, a mi me parecía de lo más atrayente. A la abuela la recuerdo joven aún, con un precioso moño rubio y una figura armónica y esbelta, como la de una bailarina. Vestía con colores alegres y según mi madre, sin ninguna elegancia. Durante toda la vida luchó para someterla a los dictados de la mejor sociedad, siempre mirando por establecer unas normas educativas entre todos, estableciendo “lo que es correcto”, pero ella se escabullía escapándose con su hombre a la sierra. Y yo, que había heredado su sentido de la libertad, la improvisación y el vivir intensamente cada momento sin importarme en absoluto la opinión de la gente, lo pasaba mal, porque sentía que se doblegaba en mí la herencia y tendencia natural de mi abuela. No es el momento de valorar si mi madre obraba bien. Al final siempre hice lo que quise, por encima de esos convencionalismos. Total, simplemente así fueron las cosas.
Tenían una casa en el pueblo cerca del río y cuando por temporadas bajaban de la sierra hasta ella, yo vivía uno de los mayores disfrutes de mi infancia: mi abuela la zíngara y yo nos metíamos en la orilla medio desnudas, reíamos y chapoteábamos felizmente. Pero a veces alguien iba con el cuento a mi madre: “medio desnudas” y entonces ella me castigaba a estar una temporada sin verla.
Gran parte del dinero que mis abuelos ganaban con sus animales lo gastaban ayudando a personas más desvalidas que ellos. Aquella casa del río siempre estaba llena de gente: primos, cuñados, niños, desconocidos, todos se acercaban en los días en que ellos aparecían y comían, cantaban y bailaban hasta el amanecer —como una zíngara— sí. Y de noche se zambullían en el río. El abuelo sonreía y permanecía al margen. Tras el jolgorio, cuando ya tocaba, recogían sus cosas y dejaban de nuevo el pueblo.

Eran, mi abuelo y mi abuela maternos, dos personajes singulares. Siempre soñé con heredar la fuerza, la alegría de vivir y el espíritu libre de mi abuela la gitana y la bondad y la imaginación de mi abuelo el ángel contador de historias. Pasaron por este mundo para mayor disfrute y felicidad de quienes los conocimos. 

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