Aquella contienda
había convertido a valientes guerreros en indefensos fugitivos que se veían
obligados a esconderse como ratas hambrientas en cuevas oscuras o casas
abandonadas, para evitar ser apresados.
Conforme Noa avanzaba
por el sendero que conducía al antaño bonito pueblo de Bertiche, la noche se
hacía cada vez más fría y cada vez más negra. Parecía una noche sin lugar para
la esperanza. Sus dientes castañeaban y le temblaba todo el cuerpo.
Habían acordado que
ella llevaría, colgado del cuello, por si era descubierta, una imagen de la
virgen de los Desamparados y que él colocaría, casi enterrado bajo un ladrillo,
a la puerta de su refugio, un trozo de pañuelo rojo, sin saber que era el que
ella le había regalado hacía tres veranos para los Sanfermines.
Cuando llegó hasta la
entrada del pueblo lo que vio le desgarró el alma. Aquella destrucción no
parecía obra de mano humana. Era una escena dantesca.
Pero siguió adelante.
Hay sentimientos que son más fuertes que el miedo y sabía que su hombre
desfallecía. Por eso llevaba consigo, apretado contra su pecho, como si del
hijo de ambos se tratara, un atillo con queso rancio y pan amargo.
Quién era el culpable
de tanto dolor no era asunto que en esos momentos ocupara la mente de Noa. En
su alma solo había sitio para el amor, no cabía el odio. Ya habría tiempo para
las reflexiones. Ella solo tenía un objetivo y no había titubeado cuando alguien
le dijo que estaba vivo ¡vivo! y que le enviaba un mensaje de amor.
¿Dónde? ¿Dónde estaba?
Su insistencia doblegó la resistencia de aquel muchacho amigo y se hicieron
cómplices de aquella locura.
Así pues, lo tenía
claro. Permanecería con él también en esta abrumadora desgracia, hasta que la
muerte los separara si fuese preciso, tal como le juró cuando le fue arrebatado
y llevado al frente por su mando.
Ni él ni ella tenían
conocimientos ni edad para decidir nada. Eran casi unos niños que se amaban y
pretendían haberse casado ese mismo año. Hasta entonces no habían conocido más
que risa, verbenas, besos y campos verdes.
La guerra, como un
monstruo sin consciencia, lo cambió todo.
Ella apenas sabía de caminos
de derecha o caminos de izquierda. Su sendero era recto, de frente, y tan
apasionado que, como el frío, le quemaba y le hería por dentro.
A lo lejos divisó unas
luces. Se agachó y dejó que pasaran. Ni siquiera volvió la vista atrás para
comprobar de qué bando se trataba.
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