Llegué temprano, así que me tocó
esperar. En realidad lo hago aposta. Desde siempre lo he preferido, pues no llevo
bien que me tachen de impuntual. Además, me gusta pasar un rato a solas,
ordenando mis pensamientos, antes de ver a alguien.
La tarde estaba desapaciblemente
gris y húmeda, con las nubes a punto de descargar y un viento frío aconsejaba
esperar con una taza de café en la mano, pero el ambiente del bar no me
gustaba, y preferí quedarme fuera, oliendo la lluvia en el aire. No era la única
que pensaba de esa forma pues, en la plaza, varias personas disfrutaban del
soportable frío. Algunos críos jugaban en los columpios, o con las bicis. Un
par de amigos fumaban bajo un toldo, supongo que para no tener que dejar sus
cigarrillos a medias si comenzaba a llover. Gente iba y venía por los bares,
animando aquel mustio atardecer de domingo.
Una familia entera captó mi
atención, pues se movían en bloque, de un árbol a otro. Un padre, una madre,
una hija, un hijo, y una tía, o quizás amiga, deambulaban mirando por entre las
ramas de los olivos que adornan aquel lugar. Mi curiosidad iba en aumento, pues
no lograba descubrir qué buscaban ¿aceitunas? ¿una pelota? Un dedo acusador me
informó al fin:
—
¡Allí! Ha volado hacia ese árbol. — Y allí que se
encaminaron todos.
¡Un pájaro! Buscaban un pájaro. Satisfechas
mis ansias de saber, seguí observando divertida sus idas y venidas. Las de
ellos y las del pajarillo: un inseparable que revoloteaba nervioso y asustado
de olivo en olivo.
El personal comenzaba a
impacientarse, pues no lograban dar caza al minúsculo ave, así que la madre,
con actitud decidida, se quitó el abrigo y escaló por el tronco, intentando
hacerse con el animal.
Al salir volando de nuevo, la
madre, harta ya de la infructuosa persecución, echó a volar tras él, y les
perdí la pista a los dos.
—
¡Hola! ¿Llevas mucho tiempo esperando?
—
¡Hola! No, unos cinco minutos. ¿Tomamos un café? Hace
frío.
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