Os hablo ahora de un juego de cartas narrativo, Érase una vez, que edita Edge Entertainment, y en el que cada jugador es un narrador y las cartas propias y ajenas le ayudarán a crear una historia.
Admite un máximo de ocho jugadores y su coste es de 24,95 euros.
Muy apropiado para regalar en estas fechas...
martes, 24 de diciembre de 2013
Software para escritura
Hola escritores y escritoras del Ateneo de Valencina en particular y del mundo en general.
Acabo de tener noticias sobre un programita de ordenador para aquellos afortunados que estáis inmersos en la escritura de un libro (no es mi caso).
En el blog Tinta al sol, nos hablan de Scrivener, un software que ayuda a tener todo el material del libro bien ordenado.
Se puede probar de forma gratuita durante treinta días y, si finalmente os gusta, tiene un coste de 32 euros en la versión para Windows.
Acabo de tener noticias sobre un programita de ordenador para aquellos afortunados que estáis inmersos en la escritura de un libro (no es mi caso).
En el blog Tinta al sol, nos hablan de Scrivener, un software que ayuda a tener todo el material del libro bien ordenado.
Se puede probar de forma gratuita durante treinta días y, si finalmente os gusta, tiene un coste de 32 euros en la versión para Windows.
sábado, 21 de diciembre de 2013
17 de diciembre de 2013 - Descansa, pequeño.
Otra vez aquí. ¿Cuántas veces he
estado ya en este sitio tan feo? Sólo sé contar hasta dieciséis, pero creo que
no, que no han sido tantas. ¿Nueve? ¿Diez? ¿Once veces? No lo sé, no me acuerdo.
Le preguntaré a mamá cuando la vea.
No me gusta este sitio. Siempre
hace frío, y sólo me tapan con una sabanita. Ellos sí van tapados. Hasta
gorros, y cosas en la cara y en los pies llevan.
Creen que estoy dormido porque he
cerrado los ojos. Es que estoy mejor así, porque esa luz del techo no me deja
ver nada.
En la boca me han puesto algo que
echa aire. Me clavo un poco la goma que lo sujeta a mi cara, pero no tengo
ganas de hablar, y ellos no se dan cuenta.
Mamá me dijo ayer que hoy me
traería un coche nuevo. Qué bien. Estoy deseando verlo. Yo quiero uno
teledirigido. A ver si esta vez me lo compra.
Qué frío. Menos mal que ya me
está entrando el sueño ese tan raro, que me da calorcito. Seguro que cuando
despierte, ya estaré en la cama que sube y baja. Qué divertido es dormir en esa
cama. Aunque papá ayer escondió el mando, porque subí tanto la parte de abajo,
que casi me hago un sándwich conmigo mismo. Aprovecharé cuando no esté para
buscarlo.
No para de entrar gente. Y ya han
traído los cuchillos finitos. Lo sé porque hacen ruidito al mover el carrito
donde están puestos. Tengo mucho miedo. Y no veo ni a mamá ni a papá por ningún
lado, como las otras veces. Nunca están aquí. Quiero dormirme ya, no quiero ver
lo que hacen con esos cuchillos.
Ya viene el sueño…
Uy. Qué bien se ve todo desde
este árbol. No me acuerdo bien de cómo me he subido en él, pero lo veo todo.
Por fin veo a mamá y a papá. ¿Qué les habrá pasado? ¿Por qué llorarán tanto? No
pasa nada, si me traéis una escalera puedo bajarme. Os prometo que tendré
cuidado de no caerme, de verdad, no hace falta ponerse así.
Cuánta gente hay ahí abajo. Por
ahí he visto a los abuelos. Y a la tía Carmen. Cuánta gente. ¡Y la seño!
¡Señooo! Nada, no se entera. No me extraña, con tanto jaleo… Y de verdad, cómo
se han puesto porque me he subido en el árbol. Qué exagerados. Aunque mucho
llorar, mucho llorar, pero ni siquiera me miran…
Ahí viene un coche. ¡Qué grande!
Y tiene cortinas y todo. Qué raro es. ¿Qué llevará dentro? Ya lo abren. Mmmm.
Hay una caja blanca y alargada. Ooooh. Ahora sí que lloran todos. ¿Pero qué les
pasa? Papá y un señor han cogido la caja. ¡Mamáááá! Mamá se ha caído de
repente. ¿Se habrá hecho daño?
Parece que van a meter la caja en
ese agujero en la pared. Qué cosa más rara. ¿Y qué lleva la tía Carmen en la
mano? ¡Es un coche teledirigido! ¡Por fin! ¡Nooo, tita, no lo metas en el
agujero!
lunes, 16 de diciembre de 2013
La figura de barro
–Son las veinte horas, cuarenta y cinco minutos. Les contamos
las noticias más relevantes del día….– Se oye en la radio que mientras trabaja en su taller de
cerámica escucha Aurora cada tarde, embutida en su bata blanca con miles de
manchas de colores que se asemeja a
cualquier cuadro abstracto. Esta tarde no se decide entre la arcilla blanca o
la roja para lo que tiene en mente.
En ese momento, al escuchar a la locutora, sus ideas se
difuminan por el espacio quedando en su cabeza unas líneas definidas.
Se sienta en su taburete delante de una mesa llena de cientos de cachivaches y utensilios junto al gran ventanal que, cuando mira a
través de los cristales, le recuerda que existe un mundo detrás de los cristales,
las arcillas y los esmaltes.
Sus manos empiezan a modelar una figura femenina que se pliega en posición fetal, con un mechón de pelo
ocultando parte de su cara, que se
enrosca sobre sí misma.
Con la yema de los dedos, suavemente alisa la superficie de
la figura, deteniéndose con esmero en la espalda encorvada, en los muslos
apretados contra el pecho y en el hombro que queda a la vista, mientras siente
que su mirada se nubla, se vuelve acuosa y sus mejillas sienten el tibio
líquido que las recorren.
– ¿Cuántas figuras parecidas he modelado en los últimos
cinco años?– Se pregunta mientras hace un recorrido por su memoria sintiendo un
escalofrío recorriendo su espalda, notando en su piel la fría piedra sobre la
que yace su figura de barro.
– No volveré a modelar más esta figura. Me lo juro – y
estrujando el barro entre las palmas de sus manos siente que en la nueva textura se va diluyendo formas, pliegues,
curvas, piel, cabellos y dolor.
Ahora tiene de nuevo ante sí un trozo de barro amorfo,
redondeado, cálido por el enérgico majase de sus manos y de muy sugerente textura
que le trasmite, como si se lo soplara al oído, su deseo de ser.
Aurora comienza de nuevo a modelar una figura femenina; esta
vez está en vertical, el cuerpo se apoya en un par de fuertes piernas, una más adelantada que la otra, que le dan el equilibro que necesita para
sostenerse, rematadas por pies firmes y descalzos.
La espalda erguida, el pecho hacia delante, los cabellos
rebeldes caen hacia la espalda por detrás de una cara despejada que está algo
inclinada hacia arriba; los brazos en alto por encima de su cabeza y unas manos
abiertas que saludan al mundo.
Mira con detenimiento su nueva creación, acerca el flexo
para rematar algún detalle, le da vueltas en la piedra donde la ha estado
modelando…
– Pasan treinta minutos de las dos de la madrugada, estas
escuchando Hablar por hablar…–
Aurora toma conciencia de la hora y del tiempo que lleva en el taller y decide irse a dormir.
Después de una ducha y un
vaso de leche caliente se mete en la cama, apaga la luz y exclamando –¡Mierda!– se levanta y corre hacia al
taller descalza, quita con cuidado la tela húmeda que ha dejado
sobre la figura y tomando un utensilio de la mesa, manchándose de barro su
pijama blanco, modela una sonrisa en el
rostro de su figura, unas diminutas rayas en sus muñecas y traza su firma.
Araceli Míguez Salas
Noviembre 2013
Intento de Iceberg
La carta de Caperucita.
Hacía un día nublado, en la clase de quinto todos
estábamos un poco revueltos e inquietos porque si llovía no podíamos jugar en
el patio y eso era toda una catástrofe a nuestra edad. Don José, explicaba en
la pizarra cómo se hacía un análisis morfológico y no paraba de añadir trazos
de tiza con golpecitos enérgicos mientras unos y otros nos afanábamos por
copiar lo que escribía, sacando de un lado a otro el cuello como tortugas, pues el maestro no era precisamente
transparente.
En esas estábamos cuando aparece por arte de magia
un papelito doblado en mi mesa que yo inmediatamente oculté por puro instinto
de supervivencia. Don José usaba un palo cuadrado y corto de madera que no sé
de donde lo había sacado y aunque yo era bastante aplicada y atenta, tenía
pánico a aquel trozo de madera que era el terror de la clase, así que teníamos
que andarnos con mucho cuidado si no queríamos que el susodicho objeto cayera
sobre nuestras palmas dejando además del desagradable picor, la vergüenza de
ser humillada ante todos los compañeros.
Abrí el papel con las manos debajo del
pupitre y apareció una letra inclinada y una ilustración de caperucita roja en
una esquina, muy sonriente, con sus trenzas rubias, capucha roja y cestita en
la mano.
La notita decía: “Eres muy guapa y me gustas mucho”.
Sentí de repente un rubor a las mejillas que
se expandía hata las orejas y más allá de la punta del pelo y no quería ni mirar
alrededor por si alguien me estaba mirando.
En ese preciso momento Don José me pregunta
por lo que acababa de explicar y debido a mi estado de alelamiento no me había
enterado de nada; lo miré con cara de quien rompe un plato y lo oculta debajo
de la alfombra; así que irremediablemente me tocó poner la palma hacia arriba,
cara compungida y suplicante para que se apiadara de una pobre e indefensa niña
que se había despistado de la explicación y otro sonrojo mayúsculo por las
miradas de toda la clase concentradas en mi.
Volví a mi pupitre con la cabeza gacha y la
mano calentita, pensando que había sido lo menos malo, no quería imaginar la
escena si me hubiera pillado el papelito y lo hubiera leído ante todos, como
había hecho en otras ocasiones.
Cuando regresaba a casa sólo tenía la imagen
de la caperucita que llevaba en el bolsillo, y que en vez de llevar en su cesta
leche y miel llevaba mi primera carta de
amor.
La modelo
Elisa Gherardini era la modelo
ideal, con su paciencia y sus grandes dotes para posar horas en la misma
postura sin casi pestañear, me permitía recrearme durante horas en su
voluptuosa figura, en su suave y aterciopelada piel y sus recovecos ocultos, tan
apreciados por mi pincel, que se entretenía en los misterios de los tonos
marrones, azules y negros. Los amplios y oscuros ropajes ocultaban ese bello
cuerpo, que aun habiendo albergado cinco vidas, seguía luciendo joven y hermoso.
Creo que desde el primer momento
en que nos vimos ella supo de mis gustos por los pectorales masculinos, y en
realidad a mi me interesaba que se supiera de mis inclinaciones en la adinerada
sociedad florentina, pues no estaba dispuesto a interrupciones en mi trabajo
por los celos u ordinarios ataques masculinos de propiedad.
Ella llegaba siempre puntual,
ataviada con los más bellos y sedosos tejidos en consonancia con su posición y
con la moda; se despojaba detrás del
biombo de sus ropajes y se tumbaba en el diván donde, desde hacía meses posaba desnuda para mi, con un brazo bajo su cabeza
y otro reposando sobre su blanco muslo.
Cuantas tardes, sin mediar
palabra entre los dos, compartimos el mismo espacio; yo plasmando cada poro de
su piel desnuda sobre el diván, ella sintiendo un suave calor recorriendo su
cuerpo allá donde se posaba mi mirada.
Ese era nuestro gran secreto,
nuestro pacto oculto al mundo. Yo trabajaba en dos lienzos al mismo tiempo con
mi musa, eso era lo acordado entre los dos. Su marido me había encargado un retrato
para la nueva casa en la que viviría la familia; quería que reflejara a la gran dama que tenía
a su lado, esposa fiel, madre de sus cinco vástagos, vistiendo los mejores
tejidos elegidos por él, que para eso era un comerciante de telas de renombre
en la región, por lo que mi obra tenía que reflejar su buena posición social, mostrar
a su noble y casta esposa y prestigiar su casa palacio, apellidos y riquezas.
Elisa, fue obligada a casarse por
sus padres con el comerciante de tejidos a los quince años para remontar la
economía familiar a la que le sobraba apellido y le faltaba efectivo; ahora con veintitrés y cinco hijos, cuando se enteró que su marido
quería encargar un retrato suyo para presidir la gran escalinata de mármol de
la nueva vivienda, ella aceptó con una
idea que sólo comentó conmigo, haciéndome jurar que jamás su secreto sería
revelado.
Quería que la pintara desnuda,
que todo su cuerpo sirviera para demostrar su existencia como mujer, más allá
de esposa y madre, que tanto sus senos como su sexo fueran retratados tal y
como eran; reales, y su pose invitara a disfrute de lo que la
iglesia y la sociedad prohibía.
Ella insistía en que su rostro tuviera
la misma expresión en los dos lienzos,
tanto en el desnudo con en el encargado por su marido, expresión que según
ella, indicaría a cada cual que la mirara lo que quisiera ver.
Cuando acabé el cuadro del diván Elisa
me tenía preparada otra sorpresa; me pidió que enviara de forma muy discreta el
lienzo del desnudo a un violinista de Florencia del que estuvo enamorada
siempre y que se había convertido en su amante antes de su último embarazo. Era
un regalo que quería hacerle como muestra de su amor por él, a cambio yo
seguiría cobrando para que el trabajo sobre el lienzo donde aparecía con los
ropajes y el velo se alargara en el tiempo; ella diría que tenía que seguir posando porque
las texturas de las telas eran muy difíciles de plasmar y esta excusa fuera la
tapadera para reunirse con su músico durante unas horas a la semana, a cambio
me prometió que cobraría cada semana como si siguiera trabando en su retrato.
Al cabo de unos años su marido
murió y Elisa me regaló el cuadro por mi
silencio y lealtad.
No sé si conseguí que su amante
viera en su sonrisa el amor que sentía Elisa, pero sé que su marido, el Sr.
Giacondo, nunca pudo ver en su casa
colgado el lienzo de su casta esposa.
Leonardo.
Araceli Míguez, diciembre de 2013
Ejercicio: Mirar un cuadro (La Mona Lisa)
martes, 26 de noviembre de 2013
lunes, 25 de noviembre de 2013
Micros
Salí
corriendo, estaba a punto de suceder algo importante y no quería perdérmelo,
llegué con el tiempo justo a ese preciso punto de la algaida para contemplar
una tarde más la puesta de sol sobre los olivares.
***
Ella miró el reloj y su imagen en el espejo,
encendió las velas y corrigió la posición de los enseres que esperaban a ser
usados sobre la mesa.
Al rato, ella miró el reloj y su imagen en el
espejo, apagó las velas y corrigió la posición de sus deseos que ya no
esperaban ser satisfechos ni siquiera sobre la mesa.
***
Tropezó con una pequeña piedra que le hizo
caer y se quejó por la existencia de la misma, siguió adelante y mirando a su
alrededor se sintió perdido por no encontrar ninguna piedra que le indicara el
camino.
***
Lo divisé a lo lejos mientras esperaba
sentada en uno de los bancos del aeropuerto leyendo el periódico y la emoción
me apretó la garganta.
Era él, cuanto tiempo imaginando este encuentro y ensayando
las palabras precisas que se quedaron guardadas en algún centímetro de mi boca.
El corazón me latía con fuerza, venía hacia mí mirando ensimismado el móvil que
traía en la mano. Cuando
estuvo a pocos pasos levanté el periódico a la altura de mi cara fingiendo ante
mi misma que había atraído fuertemente mi atención un artículo muy interesante
en la página de deportes.
Otra vez será.
***
Marco paseaba por el
muelle cuando se paró ante un cuadro que pintaba un hombre mirando al mar, dijo
unas palabras a modo de saludo y el artista correspondió con una voz fuerte y
vibrante.
Sintió una especie
de atracción que le impedía dejar de mirar el cuadro. Una ráfaga de luz surgida de
un rincón de su memoria extrajo de su recuerdo una mirada, el timbre de una voz reconocida, un tacto sedoso... pero su desconcierto era tal que no atinaba a encajar el motivo de
la familiaridad con la imagen que tenía ante sus ojos.
Miró el cuadro de nuevo y
reconoció el paisaje marino que reflejaba. Su mirada quedó anclada en las olas;
su movimiento ondulante le recordaba a una antigua nana cantada en tiempos
ancestrales por las pobladoras de la costa, pero para él ejercían la atracción
del canto de las sirenas que embelesaba a los marineros en aquellas épicas
historias.
Era ese el lugar
donde cada noche se encontraba en sus sueños con Yaiza, la sirena de piel
morena y ojos rasgados que en alguna ocasión le dijo:
– Cuando recuerdes
nuestros encuentros desapareceré de tus sueños –.
***
Araceli
Míguez
Amanece en la sabana
En
el Valle del Omo, mi tribu, la de los bellos y valientes Mursi, empieza a
desperezarse bajo un cielo rosáceo que anuncia otro duro día de trabajo. Nuestra subsistencia depende
completamente de las inundaciones del río Omo, que al igual que el Nilo, al
desbordarse nos ofrece sus ricos limos para obtener una buena cosecha y
alimentar a nuestro pueblo.
Me
llamo Alauri, al amanecer salgo con el
rebaño a la búsqueda de los mejores pastos en las riberas del río, donde mis
animales pueden disfrutar de agua y yerba fresca mientras contemplo el
horizonte o me sumerjo entre juncos para aliviar el calor.
Antes
de salir de mi choza decoro mi cuerpo con los colores y minerales que regala
esta roja tierra
y con lo que la madre naturaleza me quiera agasajar; con mis dibujos doy las gracias al
planeta por proporcionarnos la vida y
homenajeo a mis ancestros, para que me protejan y sepan que les recuerdo con
cada pincelada de mi piel.
He
elegido para la mañana de este día puntos y motivos florales para torso y una
rama con diminutas flores para la cabeza, creo que deleitará a los buenos espíritus.
Mientras
camino junto al ganado me cruzo con jóvenes y esbeltos cuerpos que me hacen silbar alguna canción de amor. En
noches de luna nueva a escondidas y muy apartado de las chozas disfruto de
algún encuentro con alguno de ellos a sabiendas que si me descubren la Jalaba, los
hombres más viejos del poblado, me castigará con saña por amar alguien como yo,
al tiempo que mi esposa y mis hijos serán objeto de burla y escarnio.
Esta
mañana han llegado miembros de las tribus vecinas bodi, kwegu y suri anunciando que todos los habitantes de la ribera tendremos que
abandonar de nuevo nuestros hermosos poblados; los corruptos funcionarios del
gobierno y la
African Parks Foundation atacan de nuevo a nuestra gente. Ya
sufrimos con horror el 25 de noviembre de 2005, cuando nos quemaron más de 450
casas y nos arrojaron de las tierras que ocupábamos para hacerse con el mando
del Parque Nacional de Nechisar.
Hoy
de nuevo quieren arrojar a mi pueblo de sus tierras, en esta ocasión el motivo
es la construcción de la
presa Gibe III , la presa más
destructiva que se está construyendo en África y condenará a más de medio
millón de las personas más vulnerables de la región a la hambruna y arruinará a
más de doscientos mil pastores, que al
igual que yo cuida de los animales y de la tierra para dejarla a nuestros hijos
y nietos como la hemos recibido.
La
presa traerá irremediablemente la sequía y el agua, ahora de todos, será sólo de
unos cuantos ricos que comerciarán con ella a costa del dolor y la miseria de
mi pueblo.
Me
arrojan de mi tierra una vez más, no deseo estar en ningún otro lugar y
resistiré hasta que el cansancio o las balas me conviertan en espíritu; Me
confío a mis ancestros para que la tierra me acoja en sus brazos en cualquier
lugar rumbo al horizonte.
Araceli Míguez
Taller de teatro
Era
finales de mayo cuando Ana, mi vecina, me propuso matricularnos juntas en
aquella escuela de teatro para adultos que tenía un gran prestigio en la
ciudad; se hablaba muy bien de las obras que se mostraban durante el curso y la
profesionalidad del equipo de actores que impartían las clases.
Dos
tardes a la semana durante dos horas soñaba con ser actriz y disfrutaba de la
actividad mientras mi marido se quedaba con los niños y olvidaba durante ese
tiempo mi condición de ama de casa.
Uno de
los ejercicios que nos pusieron ese día en clase era tocar y dejarse tocar por
el grupo para conocer y acostumbrarnos a manejar las técnicas del tacto en
escena como un recurso expresivo. Cada miembro del grupo iba a experimentar
tanto el tocar como el ser tocado, así que nos dispusimos a emprender el
ejercicio, no sin antes haber usado técnicas de respiración y relajación para
concentrarnos mejor.
Yo había
sido muy prudente tocando a mis compañeros en la mejilla, muslo, nuca o espalda
y ahora yo en el centro del círculo debía estar dispuesta a ser el elemento
pasivo y dejar que las manos de mis compañeros se pasearan por mi cuerpo.
Adriana
me acarició muy lentamente la espalda, recorriendo con sus dedos mi columna
desde la nuca hasta más abajo de mi espalda y volviendo a subir de nuevo hasta
el punto de partida. Sentí su caricia a través del fino tejido y cerré los ojos
para evitar que los demás notaran el pequeño y agradable estremecimiento
que estaba sintiendo.
Jose
empezó a soplarme suavemente debajo de las orejas y girando
alrededor
siguió haciendo lo mismo por todo mi cuello a pocos milímetros de mi piel,
mientras que Ana se plantó delante y con sus manos rodeó mi cintura hasta
completar un círculo.
Sara me
pellizcó los labios pasando sus dedos de un lado hacia el otro y terminó
abriendo mi boca apretando mis mandíbulas entre su pulgar y corazón, y aunque
no me hizo daño sentí cierta turbación.
Por
último le tocó el turno a Antonio que me pidió que cerrara los ojos,
levantara los brazos a la altura de mis hombros y me quedara inmóvil y
acercando su boca casi rozando mi piel inició un lento recorrido desde los
dedos de mi mano derecha hasta los de mi mano izquierda pasando por mis
muñecas, la parte interna de mis brazos y a milímetros de mi pecho que intentaba
con dificultad mantener una respiración pausada. Sentía su aliento en mis
poros, mis vellos se iban levantando sin poderlos controlar y mi libido empezó
a jugar abriendo paso al deseo.
Cuando
abrí de nuevo los ojos encontré los suyos con una mirada satisfecha y una
sonrisa cómplice.
Cada
persona me había provocado distintas sensaciones, todas distintas y reveladoras
y me preguntaba si ellos estarían tan excitados como yo después de la
experiencia. Pensaba en esto mientras me dirigía a los vestuarios notando la
humedad de mi cuerpo, las mejillas ardiendo y un urgente deseo de masturbarme
no se apartaba de mi mente.
Al abrir
la puerta encontré a Sara duchándose, – una ducha fría, buena idea para
calmarme – pensé entrando en la ducha contigua.
Sara me preguntó
por lo que había sentido y si me había gustado que me pellizcara los labios.
– Sí, me
ha sorprendido mucho la turbación que he sentido – le contesté, y con mirada
lasciva y juguetona me dijo –Sé hacerlo mucho mejor en otros labios– y
acercándose a mí comenzó a besarme el cuello mientras sus manos pellizcaban
suavemente mis pezones y recorrían mi cuerpo en busca de mi sexo.
Debajo
del agua tibia se confundían nuestros cuerpos en un abrazo desenfrenado, sus
dedos eran expertos en sacar los jugos de su escondrijo y entre suaves y
frenéticas caricias arrancó de mi cuerpo un intenso orgasmo al mismo tiempo que
un gemido.
Tan
absortas estábamos que no nos percatamos de la presencia de Antonio que después
de las muestras de deseo que había dado mi cuerpo ante la proximidad de sus
labios había decidido ir en mi busca. El ver que no salía del vestuario se
decidió a entrar encontrando nuestra lésbica escena que le había excitado hasta
el último milímetro de su cuerpo.
–¿Me
invitáis?– preguntó quitándose la camiseta y los vaqueros evidenciando su
abultada excitación.
–¿Vas a
poder con las dos?– preguntó Sara con algo de ironía en la voz.
–Lo
intentaré – dijo él, risueño.
Antonio,
Sara y yo no dejamos de jugar a tocarnos, explorando todas las parte imaginables
de nuestros cuerpos tanto de forma activa como pasiva, hasta que los tres
estuvimos satisfechos y exhaustos sabiendo que tendríamos una nota muy alta en
ese ejercicio de clase.
Esa noche
también hice participe de lo que había aprendido con aquel ejercicio a mi
marido que ya se ha ofrecido muy amablemente a quedarse con los niños para el
próximo taller.
Mayo
2013.
Araceli
Míguez.
Me gusta...
Los abrazos de mi hija y sus “te quiero, mama”
Pasear los días de sol en invierno.
Entrever el sol a través de la hojas de los árboles.
El sonido el agua que corre.
Tenderme con los ojos cerrados a escuchar música.
Reír a carcajadas
Emborronar con formas y colores.
La sonrisa de los niños.
Jugar los días de
lluvia alrededor de un brasero.
Imaginarme protagonista de las novelas y cuentos.
Escribir poemas en días negros y violetas.
Ver el arcoíris después de una tormenta.
Las noches de tormenta acurrucada.
Los brazos de mi padre cuando abraza a mi hija.
Los brazos de mi padre cuando me abrazan.
El sonido del viento.
Descubrir sabores, olores, tactos…
Usar las manos para modelar, crear, palpar y acariciar.
Recrearme en la belleza de los detalles.
El café recién hecho.
El sexo, las drogas y el rock.
Recordar los sueños eróticos.
Las palabras que transmiten.
Emocionarme hasta las lágrimas.
Sorprenderme.
Perderme de vez en cuando.
Romper las normas.
Las Hadas, los duendes, los unicornios , las sirenas..
La mezcla de colores, sabores y pieles.
Compartir chuches y chocolates.
El cuerpo, el alma y mis alrededores en armonía.
Las brujas, los monstruos y los seres extraños.
Los juegos de palabras y las rimas.
Los juegos de cama, las batallas y las risas.
Los juegos de magia.
El color del mar, el sonido del mar, el sabor del mar.
martes, 19 de noviembre de 2013
Bandeja de entrada
Fran se había quedado solo en la
redacción maldiciendo el encargo de última hora; un artículo sobre el Día de los Difuntos que
según sus premisas, debían habérselo encargado a cualquier becario, lo que a él le apetecía era cubrir la llegada
a la ciudad de las estrellas del futbol.
Delante del ordenador, con la
radio de fondo, se dispuso a rellenar el hueco destinado con algo entretenido y
pragmático; las ventas de las floristerías, las funerarias que ofrecían como
novedad, esparcir las cenizas de los muertos en forma de fuegos artificiales…
Comenzó a escribir mirando al
teclado y se fijó en la pantalla al oír el sonido anunciando un mensaje
recibido en su bandeja de entrada:
De: rosa@rosa21.net
Enviado el: martes, 31 de octubre de 2013 20:01
Para: franredaccion3@eldiario.es
Para: franredaccion3@eldiario.es
Asunto: Sálvalos
Y en el cuerpo
del mensaje:
Por favor, impide que vengan.
–Otro spam – pensó con fastidio pulsando
la tecla para eliminarlo, pero el mensaje, lejos de borrarse se repetía a cada
golpe de tecla.
Imaginó al informático conectado
por el remoto gastándole una broma acorde con la fecha y el artículo, o quizás fuera
un virus…el teclado quedó bloqueado y la
pantalla fija con el mismo mensaje
repetido una docena de veces.
Marcó el número de recepción y
preguntó por el informático; el vigilante
le informó que se había marchado hacía rato. Buscó su móvil y marcó mientras su
enfado iba en aumento, farfullando que
la broma ya duraba demasiado.
Después del cuarto pitido una voz
contesta
– Si, diga.
– ¿Rubén?
– Sí, soy yo.
– Oye, soy Fran. Tío déjate de bromas
que tengo que terminar el artículo.
– ¿Pero qué te pasa?
– Que te dejes de coñas, que quiero irme a casa.
– ¿Algún problema? Me pillas conduciendo pero cuéntame; llevo el “manos libres”
– Mi trasto se ha bloqueado. Por
favor, vente echando leches.
– ¡No jodas! Me voy de puente para
mi pueblo. Estoy terminando unas compras pero salgo ya, así que no me fastidies por una chorrada. Deja las flores atrás, cariño.
– Te pido que vengas y arregles mi ordenador. Me juego el
puesto si no dejo esta noche el trabajo enviado a la jefa. ¿Qué dices de
flores?
– No era a ti. Fran, voy para allá pero seguro que me
vas a hacer ir para apretar un cable.
– No entiendo de cables, así que
no tardes.
Al cabo de unos minutos el informático y una niña de unos cinco o seis
años aparecieron por la oficina.
– Así que comprando flores. ¿Quién
es la afortunada? – preguntó Fran a modo de saludo a los recién llegados.
– Son para llevar mañana a la
tumba de Rosa, mi mujer, murió hace dos años.
De fondo, la radio daba una
noticia sobre un derrumbe en el túnel de salida de la ciudad.
La pequeña se acercó a Fran ofreciéndole una rosa mientras él, atónito,
miró la pantalla atendiendo al sonido de un nuevo mensaje del mismo remitente
en la bandeja de entrada:
En el Asunto, solo una
palabra:
GRACIAS.
Araceli Míguez
domingo, 17 de noviembre de 2013
Dos días
Treinta
y uno de octubre.
Querido diario:
Se acerca la
fecha. Ese pensamiento certero me atenaza, me paraliza. Dos de noviembre. Dos
de noviembre.
Todas las
personas acuden al cementerio el día uno, el primer día, el festivo, a limpiar
las tumbas de sus muertos, a rezarles, a pedirles perdón por no haber ido más a
menudo a verles, a ponerles jarrones con flores frescas que durarán dos o tres
amaneceres a lo sumo.
¿Por qué mi
padre tiene que ir el día dos al caer la tarde? ¿Por qué tengo que ir con él,
si ni siquiera llegué a conocerlos?
En dieciséis
años, no ha faltado ni una sola vez a su cita con el desierto camposanto. Y,
año tras año, una foto. Dieciséis fotos en total. Este año, será la número
diecisiete.
Me falta el
aire. Dos de noviembre. Quedan dos días. Sólo dos días para que mi sueño vuelva
a llenarse de angustia, de reproches, de vívidas imágenes de aquel día que viví
pero que no recuerdo conscientemente.
Dos días para
que mi abuela se coloque detrás de mí en la foto y me susurre al oído cuánto me
odia por no haber muerto. Para que mi abuelo me describa con abominable
exactitud con cuánto amor me trasladaban desde el hospital hasta casa, y vuelva
a gritarme ¡Desagradecida! con la
helada voz de los muertos.
Dos días para
que mi madre me toque con su gélida mano y me recuerde que fue culpa mía. Que
todos murieron porque vomité y manché la reluciente tapicería y perdieron el
control del coche.
Dos días para
volver a renovar el contrato que me mantiene en deuda eterna con mi padre, al que
dejé viudo y huérfano a la vez, y padre de una hija recién nacida.
Dos días para
colgar otro retrato más en el santuario en el que mi padre ha convertido la
mitad de mi dormitorio.
Dos días para
intentar mantenerme despierta cueste lo que cueste, a ver si esta vez consigo
que se queden en la foto y no se cuelen en mi sueño.
Dos días para
morir un poco más.
Dos días.
viernes, 8 de noviembre de 2013
Conjunción (por el final)
Mara está
sentada en un banco del bullicioso pasillo de la comisaría sin dejar de llorar
con las manos cubriéndose la cara; ahora ya no sabe ni porqué, sólo siente su
garganta anudada y una culpa que inunda todo su ser.
– ¿Cómo
ha podido pasar? ¿Qué he hecho?
Siente entonces una mano que le presiona el hombro y
al levantar la cabeza ve a su jefe de pié junto a ella.
– ¿Cómo
te encuentras?
– Ahora
mejor Pedro. Espero que me traigan a mi hija. Por un momento lo he perdido
todo. Estoy de vuelta del infierno. No sé si me perdonaré algún día.
– Mara, te advertí cuando te quedaste embarazada que
ser madre soltera iba a ser muy duro.
– Te
equivocas, tener a Celeste es lo mejor que me ha pasado. No me arrepiento ni un
segundo. Y tú ¿Cómo llevas ser un padre ausente?
– Perdona
Pedro pero me es imposible recogerte; mi hija ha desaparecido, mi madre está
inmovilizada… No sé cómo voy a salir de esta.
– Mara,
deja de inventar excusas y vete inmediatamente para las oficinas de Promociones
Turísticas del Sur. Yo llegaré en taxi en veinte minutos.
– De
verdad Pedro, no puedo. Créeme. Te dejo, viene la ambulancia y la policía.
El médico
después de reconocer su madre le dice
que tiene los síntomas de un ictus, pero hay que hacer pruebas. La policía le pide que los acompañe a la comisaría,
siente como si la estuvieran acusando de imprudencia temeraria al dejar a una
niña sola en un vehículo y cree ver en la mirada de trabajadora social una
amenaza de que puede perder a su hija por su conducta.
Mara se siente
ofuscada y confusa, cree que está viviendo una horrible pesadilla, que no puede
ser real todo lo que le está pasando.
– No
puedo derrumbarme ahora, tengo que encontrar a mi hija sea como sea.– Se repite
una y otra vez.
Una agente la
coge del codo y le dice que se vaya al hospital, que si hay alguna novedad
sobre su hija la localizarán de inmediato, pero ella se resiste a abandonar la
comisaría. En su interior duda de que se estén movilizando, que a ellos les
preocupe encontrar a su pequeña y perdiendo los nervios comienza a gritar
mientras las lágrimas le resbalan sin contención.
– ¿Es
que no lo entienden? Es mi hija. Mi única hija. Mi vida entera. Por favor,
encuéntrenla. Mi madre está atendida por los médicos pero mi hija estará
sola, asustada, desprotegida...
Mientras ella
sigue gritando un policía se acerca a ellas y le comunica que han encontrado a
su hija. Está en el aparcamiento donde la grúa deposita a los vehículos que
obstaculizan el tráfico y que en breve la llevarán a la comisaría.
Mara se abraza
a la mujer policía y le pide que la lleven rápido a ese depósito, pero el
agente la tranquiliza diciendo que ya está en camino, y que en veinte minutos
tendrá a su hija con ella y la asistente la informa de una llamada del hospital y su madre está respondiendo al
tratamiento; está consciente aunque tiene paralizada la parte izquierda del
cuerpo.
Todo empezó
esa misma mañana en la que Mara salió de casa de prisa, como era habitual en
ella; llevaba el bolso en la mano, rebuscaba las llaves, una galleta en la boca
a medio masticar, el maletín con los documentos de trabajo sujetado a duras
penas entre la barbilla y el hombro y en la otra la pequeña mano de una niña de
unos tres años, muy rubia y pizpireta, con una mochila a la espalda.
Mientras se
dirigía a su coche aparcado frente a la casa sonó su móvil, descargó todos los
bártulos sobre el capó del vehículo para atender la llamada.
Todas las
mañanas se juraba que sería más ordenada y que administraría mejor el tiempo,
sólo que llegaba tan cansada que se le olvidaba hasta la siguiente mañana.
– Si,
Marcos, dime.
– Tienes
que recoger al jefe en el aeropuerto.
– No
puedo, de verdad que no, tengo que dejar a Celeste en la guardería y me coge en
dirección opuesta. Por favor busca otra solución, o…¡que pille un taxi!
– Mara,
sus órdenes han sido muy claras: que vayas a recogerlo, desde allí os vais juntos a una reunión con
un importante promotor.
– No
sé cómo me lo voy a montar…Bueno, ya
veré. Voy para allá
Ayudó a la
niña a subir y le ajustó el cinturón dándole un beso mientras pensaba si le daría
tiempo a llevarla a la guardería o la dejaba con su madre que vivía a dos manzanas.
Optó por llamar
a su madre para avisarle que se dirigía hacia su casa, pero no le respondía,
– Estará
dormida aún – se dijo sin mucha convicción, pues habitualmente era muy
madrugadora.
Puso en marcha
el vehículo y aparcó en doble fila, delante de un bloque blanco con las ventanas
azules, llamó al timbre pero nadie abría. Usó sus llaves y subió apresurada al
segundo piso, obviando el ascensor. Entró llamando a viva voz a su madre y dirigiéndose al
dormitorio la encontró en la cama inmóvil, con los ojos cerrados y hecha un
ovillo. La tocó y respiró tranquila, estaba viva pero inmóvil. Nerviosa y
angustiada marcó el teléfono de emergencias sanitarias y bajó a buscar a
Celeste.
Con horror
comprobó que su coche no estaba donde lo había dejado, miró a ambos lados de la
calle y enloquecida empezó a correr en una dirección y luego en la otra; le
faltaba el aire en los pulmones y lo único que se le ocurrió fue gritar hasta hacerse daño en la garganta
– ¡Ayuda!
¡Socorro! ¡Policía! ¡Por favor ayúdenme! !Mi hija ha desaparecido!
Araceli Míguez. Noviembre 2013
lunes, 4 de noviembre de 2013
En la cama
—
Qué buena noche, ¿verdad? Hacía tiempo que no me reía
tanto.
—
Sí, ha estado bien. Tenemos que repetirlo más a menudo,
que ya casi no hacemos nada juntos.
—
Claro, ya organizaremos otra. Por cierto, he olvidado
comentarte que ingresé cinco mil euros para la Fundación.
—
¿¿Cómo??
—
La Fundación de la que nos hemos hecho socios, ¡pero si
rellenaste tú los papeles! ¿Ya no te acuerdas?
—
Por supuesto que me acuerdo, Juan, pero dejamos claro
que por ahora sólo íbamos a ser socios, que no invertiríamos nada hasta pasados
unos meses. Y, además, ¡cinco mil euros!
—
Sí, cinco mil euros, lo que hablamos.
—
No me líes, no me líes, que eso fue una cantidad que
barajamos entre muchas otras, una posibilidad. Posibilidad, Juan, posibilidad.
Es que me parece increíble que ni siquiera me hayas consultado. Siempre haces
lo mismo. No sé qué pinto yo en esta casa, si aquí se hace siempre tu santa
voluntad.
—
Ya estamos con lo mismo.
—
Lo mismo, sí. Nunca tomas en cuenta mis opiniones, me
llevas a tu terreno para conseguir lo que quieres, y cuando me doy cuenta, ya
es demasiado tarde. ¡Me enredas, Juan! A veces pienso que estás conmigo sólo
por mi nómina. No quisiera pensar así, pero detalles como este me dan la razón.
Tú no me quieres, y yo ya no puedo más.
—
A ver, cariño. Traquilicémonos. ¿De verdad piensas que
no te quiero? Sabes lo que opino sobre la Fundación, y a pesar de ello, he
accedido a formar parte de ella, porque sé que para ti es importante.
—
Importante no, Juan, vital. No veo otra forma de tener
un hijo. En nuestra situación… ya me dirás.
—
Por eso, mi amor. Yo preferiría gastar esos cinco mil
euros en un vientre de alquiler. Seguro que por ahí hay alguna chica que
necesita el dinero más que esos.
—
Pero esto es legal. Y lo otro no. La Fundación
agilizará todo el trámite. Son poderosos. Y yo quiero un hijo, Juan, quiero un
hijo.
—
No llores, Pedro. Tendremos nuestro hijo. Y será
prefecto. ¿Me perdonas por haber adelantado el dinero sin consultarte? Lo he
hecho por ti.
—
Sí, claro. Lo siento. Ahora a esperar.
—
Durmamos, anda.
jueves, 31 de octubre de 2013
Enero (...o: Cómo no hacer lo que la profe pide...)
Habían pasado la tarde hablando
mientras paseaban. Hablando sin concretar nada, sin atreverse a dar un paso,
siquiera una mirada a los ojos.
Durante un segundo, él había tomado
la mano de ella, pero ella se zafó, por lo que él ya no hizo nada más.
La noche caía sobre ellos. El frío
también. Se sentaron en un banco helado. “Que me coja la mano, que me coja la
mano. Esta vez no me soltaré” Pensaba ella. Pero él no le cogió la mano.
Se apresuraron a hablar de sus
vidas. Las relaciones de cada uno, los sinsabores, las experiencias. El tiempo
apremiaba, los dos lo sabían, así que no les quedaba más remedio que ir
acercándose al tema que aquella tarde les había llevado hasta allí.
El frío aumentaba. Pronto no lo
soportarían y cada uno se marcharía en su coche, sin haberse atrevido.
Ella fue la primera en proponerlo.
“Hace frío y es tarde, creo que
deberíamos irnos ya.”
“Sí, claro.” Contestó él.
En silencio marcharon hasta sus
coches. Siempre aparcaban en el mismo sitio, frente a la gasolinera, en una
pequeña calle. Se iban pero no querían irse, así que se miraban, cada uno
esperando que el otro fuera capaz.
“Bueno, dos besos.” Dijo él, y se
acercaron para besarse en la mejilla, nerviosos. Al aproximar sus rostros,
desviaron sus bocas y les atropelló un beso. Un beso breve cargado de anhelos,
deseos, contención. Se miraron un segundo y volvieron a besarse, esta vez
queriendo, deseando. Se besaron y dejaron de sentir frío, prisa, vergüenza.
“¿Y ahora, qué hacemos?” Preguntó
ella. Y juntos se perdieron en la noche.
martes, 29 de octubre de 2013
Entrevista de trabajo.
– Buenos días señora Arcos, soy
Malena Gómez, la responsable de Recursos Humanos de esta empresa. Quiero
informarle que el puesto que se ofrece requiere una cualificación muy
específica aparte de responsabilidad, experiencia y resolución – dijo entrando
en el despacho, a modo de frío saludo la entrevistadora.
Malena se sentó con la espada muy
recta en un sillón que, estratégicamente, estaba unos centímetros más alto que el de su
entrevistada, la barbilla levantada hacia arriba, la mirada clavada en la mujer
que tenía en frente y la voz firme y segura.
– Lo sé. Por eso estoy aquí –
Respondió Laura con una voz firme que denotaba seguridad y aplomo.
– He revisado su curriculum y su cualificación no es la que requiere
el puesto. Es cierto que tiene experiencia en otros campos, pero en concreto,
en este sector no ha trabajado nunca;
Por otro lado, siento decirle que su edad no se ajusta a la requerida, ya que, como bien
sabe, en los requisitos se especifica “entre
25 y 35 años” con el objetivo de dar una
imagen joven y atractiva a nuestros clientes.
– Es cierto, ya paso de los cuarenta y le aseguro que me
siento joven, atractiva y además capaz
de trabajar duro y de resolver problemas y conflictos que puedan surgir de
manera inesperada.
– Perdone Sra. Arcos, pero no la
veo preparada para asumir la responsabilidad que conlleva ser la primera
imagen que verán nuestros clientes al entrar en nuestras instalaciones.
– ¿Se refiere a que me ve incapaz de indicar donde están los
despachos, los baños, o de atender una
llamada de teléfono después de llevar trabajado en oficinas veinte años?. Porque estamos hablando del puesto de recepcionista ¿verdad?, a ver si
estoy confundida y me está usted entrevistando para un puesto de ingeniero de
finanzas – dijo Laura con un gesto de asombro y una sonrisa fingida.
– Efectivamente es para recepcionista, por eso le insisto en la necesidad de que
el puesto sea para alguien que de la mejor imagen de nuestra entidad.
– Querida Malena, es una pena que usted le haga el juego a sus jefes-hombres-machos,
seleccionando con sus criterios y en base a una imagen diseñada por ellos, a
una joven guapa e inexperta a la que prometan ascensos si son simpáticas, agradables y sumisas con el staff, en vez de
valorar el bagaje, la soltura, el saber hacer y la mano izquierda de alguien
que sabe hacer su trabajo – dijo Laura levantándose de la mesa, y prosiguió
encaminándose hacia la puerta,
– La buena imagen la dará la empresa, no por la fachada de la
recepcionista, sino por el trato personalizado que reciba cada cliente, por la
complicidad que se establezca con cada uno de ellos, por la confianza que
ofrezca la persona que los trate... Y eso
es lo que yo le ofrezco.
Y si me permite Malena, ¿puedo preguntarle su edad?
Malena con los hombros relajados, levantándose y mirando a Laura con
media sonrisa en la comisura de los labios, le extendió su mano al tiempo que
le anunciaba:
– Laura, es usted la persona que buscamos.
Araceli Míguez
Octubre 2013
Caricatura de Jesús
Mente barroca y canalla
Carne cruda y mucha sorna
Y aunque muy locuaz se torna
Sabe más por lo que calla.
Pícara sonrisa y pica
Y si te pica, te rascas,
pluma fértil y cínica,
Entre cafés y palabras.
Su mente libidinosa
Por las teclas corretea
Sin estar nunca ociosa.
Y no me quiero imaginar
En su ardiente cabecita
Que pecados pasearán.
Con mucho cariño
Araceli Míguez
Octubre 2013
lunes, 21 de octubre de 2013
GeoDemoFilosofía en Avda. de Europa, 11
GEOGRAFÍA:
La casa está situada en una urbanización de casas altas pero iguales, con fachadas blancas, zócalo anaranjado, cochera blanca, puerta de madera oscura y ventanas altas y enrejadas.
El interior también es mayormente blanco (con algún toque de color) y amplio, demasiado quizás, con habitaciones y baños de sobra: dormitorio escaso de muebles, un poco étnicos; vestidor con paredes verdes y muebles blancos o claros; una habitación con una única cama para invitados o noches de insomnio; y una habitación personal para cada habitante, en este caso dos: en la de Ángela tenemos la biblioteca común; en la mía una gran mesa de escritorio que debía ser común pero que sólo uso yo. Ella compró otra de cristal blanco con la que me es infiel.
El salón-comedor es alargado y sus muebles son sencillos, oscuros, suaves y de líneas rectas. Nos acompañan sillón y sofá color teja heredado de nuestra primera casa, que pronto será sustituido por otro más cómodo y moderno.
La cocina tiene un buen tamaño y es más bien cuadrada. En ella predominan el marrón muy claro y el crema, el blanco y el aluminio, el orden y un ocasional y ligero olor a especias.
El patio es muuuy grande, con lozas que simulan piedras ocres, dos arriates y algunas plantas en macetas, pocas para mi gusto, las justas para Ángela, pero que no me atrevo a incrementar porque la verdad es que no les dedico el tiempo necesario. Las noches de verano, después de regar, son una delicia de olor a jazmín, yerbabuena y lavanda. Es el mismo verano en el que sacamos las sillas y la mesa para las cenas al aire libre y la piscina de plástico para los chapuzones de la tarde.
En el patio hay además un gran cuarto lavadero, con percepciones otra vez distintas entre los dos habitantes: ordenado para mi gusto, insatisfecha ella.
También hay en la casa una cochera bastante oscura de paredes blancas y suelo demasiado gris, en el que no cabe más que un coche pequeño, una bici colgada de la pared, algunas lozas de repuesto, un zapatero y mis enseres ciclistas.
La casa da impresión de casa buena hasta que escuchas, a través de sus paredes de papel, a los vecinos en sus quehacer diario, o cuando por las ventanas se cuela el fresco del invierno sin mucho esfuerzo. Menos mal que también logran colarse el canto de los pájaros y gallos matutinos o el aullido nocturno del cercano tren de cercanías.
DEMOGRAFÍA:
Como habrá deducido el lector mínimamente avezado, somos dos: ella, Ángela, morena de piel y castaña de pelo, 36 años, bibliotecaria, chica ágil de risa poderosa hasta que llegan las diez de la noche, cuando sus pilas se acaban y se le abre la boca intermitentemente. Él, yo, de rasgos también mediterráneos, orientador escolar, 38 años y demasiadas aficiones; sus-mis pilas tardan en arrancar por la mañana pero se prolongan, vaya, por la noche.
FILOSOFÍA:
El alma de esta casa se adorna con mucho silencio, pocos cuadros y algunos olores. Yo diría que olor cremoso tras la limpieza semanal, olor a incienso y música suave ocasional y olor a vainilla y campo cuando las tuberías de la urbanización no andan indigestas. En el patio, ya está dicho, no es cuestión pues de cansar.
Mis rincones favoritos son ese gran patio, donde encuentro algo de esa vida vegetal que me es tan necesaria; el salón, donde puedo leer y escribir mientras tomó infusiones; y mi cuarto, donde a veces también escribo y donde se acumulan algunos libros, fotos y cuadros, muchas películas, mis proyectos y carpetas y, sobre una silla en una rincón, nadie es perfecto, la ropa que voy usando y que ahora mismo debería decidirme a guardar. En fin, os dejo, la conciencia me pesa. Me espera la vida prosaica.
La casa está situada en una urbanización de casas altas pero iguales, con fachadas blancas, zócalo anaranjado, cochera blanca, puerta de madera oscura y ventanas altas y enrejadas.
El interior también es mayormente blanco (con algún toque de color) y amplio, demasiado quizás, con habitaciones y baños de sobra: dormitorio escaso de muebles, un poco étnicos; vestidor con paredes verdes y muebles blancos o claros; una habitación con una única cama para invitados o noches de insomnio; y una habitación personal para cada habitante, en este caso dos: en la de Ángela tenemos la biblioteca común; en la mía una gran mesa de escritorio que debía ser común pero que sólo uso yo. Ella compró otra de cristal blanco con la que me es infiel.
El salón-comedor es alargado y sus muebles son sencillos, oscuros, suaves y de líneas rectas. Nos acompañan sillón y sofá color teja heredado de nuestra primera casa, que pronto será sustituido por otro más cómodo y moderno.
La cocina tiene un buen tamaño y es más bien cuadrada. En ella predominan el marrón muy claro y el crema, el blanco y el aluminio, el orden y un ocasional y ligero olor a especias.
El patio es muuuy grande, con lozas que simulan piedras ocres, dos arriates y algunas plantas en macetas, pocas para mi gusto, las justas para Ángela, pero que no me atrevo a incrementar porque la verdad es que no les dedico el tiempo necesario. Las noches de verano, después de regar, son una delicia de olor a jazmín, yerbabuena y lavanda. Es el mismo verano en el que sacamos las sillas y la mesa para las cenas al aire libre y la piscina de plástico para los chapuzones de la tarde.
En el patio hay además un gran cuarto lavadero, con percepciones otra vez distintas entre los dos habitantes: ordenado para mi gusto, insatisfecha ella.
También hay en la casa una cochera bastante oscura de paredes blancas y suelo demasiado gris, en el que no cabe más que un coche pequeño, una bici colgada de la pared, algunas lozas de repuesto, un zapatero y mis enseres ciclistas.
La casa da impresión de casa buena hasta que escuchas, a través de sus paredes de papel, a los vecinos en sus quehacer diario, o cuando por las ventanas se cuela el fresco del invierno sin mucho esfuerzo. Menos mal que también logran colarse el canto de los pájaros y gallos matutinos o el aullido nocturno del cercano tren de cercanías.
DEMOGRAFÍA:
Como habrá deducido el lector mínimamente avezado, somos dos: ella, Ángela, morena de piel y castaña de pelo, 36 años, bibliotecaria, chica ágil de risa poderosa hasta que llegan las diez de la noche, cuando sus pilas se acaban y se le abre la boca intermitentemente. Él, yo, de rasgos también mediterráneos, orientador escolar, 38 años y demasiadas aficiones; sus-mis pilas tardan en arrancar por la mañana pero se prolongan, vaya, por la noche.
FILOSOFÍA:
El alma de esta casa se adorna con mucho silencio, pocos cuadros y algunos olores. Yo diría que olor cremoso tras la limpieza semanal, olor a incienso y música suave ocasional y olor a vainilla y campo cuando las tuberías de la urbanización no andan indigestas. En el patio, ya está dicho, no es cuestión pues de cansar.
Mis rincones favoritos son ese gran patio, donde encuentro algo de esa vida vegetal que me es tan necesaria; el salón, donde puedo leer y escribir mientras tomó infusiones; y mi cuarto, donde a veces también escribo y donde se acumulan algunos libros, fotos y cuadros, muchas películas, mis proyectos y carpetas y, sobre una silla en una rincón, nadie es perfecto, la ropa que voy usando y que ahora mismo debería decidirme a guardar. En fin, os dejo, la conciencia me pesa. Me espera la vida prosaica.
Jesús Gelo Cotán
octubre de 2013
Suscribirse a:
Entradas (Atom)