Treinta
y uno de octubre.
Querido diario:
Se acerca la
fecha. Ese pensamiento certero me atenaza, me paraliza. Dos de noviembre. Dos
de noviembre.
Todas las
personas acuden al cementerio el día uno, el primer día, el festivo, a limpiar
las tumbas de sus muertos, a rezarles, a pedirles perdón por no haber ido más a
menudo a verles, a ponerles jarrones con flores frescas que durarán dos o tres
amaneceres a lo sumo.
¿Por qué mi
padre tiene que ir el día dos al caer la tarde? ¿Por qué tengo que ir con él,
si ni siquiera llegué a conocerlos?
En dieciséis
años, no ha faltado ni una sola vez a su cita con el desierto camposanto. Y,
año tras año, una foto. Dieciséis fotos en total. Este año, será la número
diecisiete.
Me falta el
aire. Dos de noviembre. Quedan dos días. Sólo dos días para que mi sueño vuelva
a llenarse de angustia, de reproches, de vívidas imágenes de aquel día que viví
pero que no recuerdo conscientemente.
Dos días para
que mi abuela se coloque detrás de mí en la foto y me susurre al oído cuánto me
odia por no haber muerto. Para que mi abuelo me describa con abominable
exactitud con cuánto amor me trasladaban desde el hospital hasta casa, y vuelva
a gritarme ¡Desagradecida! con la
helada voz de los muertos.
Dos días para
que mi madre me toque con su gélida mano y me recuerde que fue culpa mía. Que
todos murieron porque vomité y manché la reluciente tapicería y perdieron el
control del coche.
Dos días para
volver a renovar el contrato que me mantiene en deuda eterna con mi padre, al que
dejé viudo y huérfano a la vez, y padre de una hija recién nacida.
Dos días para
colgar otro retrato más en el santuario en el que mi padre ha convertido la
mitad de mi dormitorio.
Dos días para
intentar mantenerme despierta cueste lo que cueste, a ver si esta vez consigo
que se queden en la foto y no se cuelen en mi sueño.
Dos días para
morir un poco más.
Dos días.
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