domingo, 17 de noviembre de 2013

Dos días

Treinta y uno de octubre.
Querido diario:
Se acerca la fecha. Ese pensamiento certero me atenaza, me paraliza. Dos de noviembre. Dos de noviembre.
Todas las personas acuden al cementerio el día uno, el primer día, el festivo, a limpiar las tumbas de sus muertos, a rezarles, a pedirles perdón por no haber ido más a menudo a verles, a ponerles jarrones con flores frescas que durarán dos o tres amaneceres a lo sumo.
¿Por qué mi padre tiene que ir el día dos al caer la tarde? ¿Por qué tengo que ir con él, si ni siquiera llegué a conocerlos?
En dieciséis años, no ha faltado ni una sola vez a su cita con el desierto camposanto. Y, año tras año, una foto. Dieciséis fotos en total. Este año, será la número diecisiete.
Me falta el aire. Dos de noviembre. Quedan dos días. Sólo dos días para que mi sueño vuelva a llenarse de angustia, de reproches, de vívidas imágenes de aquel día que viví pero que no recuerdo conscientemente.
Dos días para que mi abuela se coloque detrás de mí en la foto y me susurre al oído cuánto me odia por no haber muerto. Para que mi abuelo me describa con abominable exactitud con cuánto amor me trasladaban desde el hospital hasta casa, y vuelva a gritarme ¡Desagradecida! con la helada voz de los muertos.
Dos días para que mi madre me toque con su gélida mano y me recuerde que fue culpa mía. Que todos murieron porque vomité y manché la reluciente tapicería y perdieron el control del coche.
Dos días para volver a renovar el contrato que me mantiene en deuda eterna con mi padre, al que dejé viudo y huérfano a la vez, y padre de una hija recién nacida.
Dos días para colgar otro retrato más en el santuario en el que mi padre ha convertido la mitad de mi dormitorio.
Dos días para intentar mantenerme despierta cueste lo que cueste, a ver si esta vez consigo que se queden en la foto y no se cuelen en mi sueño.
Dos días para morir un poco más.

Dos días.

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