Mara está
sentada en un banco del bullicioso pasillo de la comisaría sin dejar de llorar
con las manos cubriéndose la cara; ahora ya no sabe ni porqué, sólo siente su
garganta anudada y una culpa que inunda todo su ser.
– ¿Cómo
ha podido pasar? ¿Qué he hecho?
Siente entonces una mano que le presiona el hombro y
al levantar la cabeza ve a su jefe de pié junto a ella.
– ¿Cómo
te encuentras?
– Ahora
mejor Pedro. Espero que me traigan a mi hija. Por un momento lo he perdido
todo. Estoy de vuelta del infierno. No sé si me perdonaré algún día.
– Mara, te advertí cuando te quedaste embarazada que
ser madre soltera iba a ser muy duro.
– Te
equivocas, tener a Celeste es lo mejor que me ha pasado. No me arrepiento ni un
segundo. Y tú ¿Cómo llevas ser un padre ausente?
– Perdona
Pedro pero me es imposible recogerte; mi hija ha desaparecido, mi madre está
inmovilizada… No sé cómo voy a salir de esta.
– Mara,
deja de inventar excusas y vete inmediatamente para las oficinas de Promociones
Turísticas del Sur. Yo llegaré en taxi en veinte minutos.
– De
verdad Pedro, no puedo. Créeme. Te dejo, viene la ambulancia y la policía.
El médico
después de reconocer su madre le dice
que tiene los síntomas de un ictus, pero hay que hacer pruebas. La policía le pide que los acompañe a la comisaría,
siente como si la estuvieran acusando de imprudencia temeraria al dejar a una
niña sola en un vehículo y cree ver en la mirada de trabajadora social una
amenaza de que puede perder a su hija por su conducta.
Mara se siente
ofuscada y confusa, cree que está viviendo una horrible pesadilla, que no puede
ser real todo lo que le está pasando.
– No
puedo derrumbarme ahora, tengo que encontrar a mi hija sea como sea.– Se repite
una y otra vez.
Una agente la
coge del codo y le dice que se vaya al hospital, que si hay alguna novedad
sobre su hija la localizarán de inmediato, pero ella se resiste a abandonar la
comisaría. En su interior duda de que se estén movilizando, que a ellos les
preocupe encontrar a su pequeña y perdiendo los nervios comienza a gritar
mientras las lágrimas le resbalan sin contención.
– ¿Es
que no lo entienden? Es mi hija. Mi única hija. Mi vida entera. Por favor,
encuéntrenla. Mi madre está atendida por los médicos pero mi hija estará
sola, asustada, desprotegida...
Mientras ella
sigue gritando un policía se acerca a ellas y le comunica que han encontrado a
su hija. Está en el aparcamiento donde la grúa deposita a los vehículos que
obstaculizan el tráfico y que en breve la llevarán a la comisaría.
Mara se abraza
a la mujer policía y le pide que la lleven rápido a ese depósito, pero el
agente la tranquiliza diciendo que ya está en camino, y que en veinte minutos
tendrá a su hija con ella y la asistente la informa de una llamada del hospital y su madre está respondiendo al
tratamiento; está consciente aunque tiene paralizada la parte izquierda del
cuerpo.
Todo empezó
esa misma mañana en la que Mara salió de casa de prisa, como era habitual en
ella; llevaba el bolso en la mano, rebuscaba las llaves, una galleta en la boca
a medio masticar, el maletín con los documentos de trabajo sujetado a duras
penas entre la barbilla y el hombro y en la otra la pequeña mano de una niña de
unos tres años, muy rubia y pizpireta, con una mochila a la espalda.
Mientras se
dirigía a su coche aparcado frente a la casa sonó su móvil, descargó todos los
bártulos sobre el capó del vehículo para atender la llamada.
Todas las
mañanas se juraba que sería más ordenada y que administraría mejor el tiempo,
sólo que llegaba tan cansada que se le olvidaba hasta la siguiente mañana.
– Si,
Marcos, dime.
– Tienes
que recoger al jefe en el aeropuerto.
– No
puedo, de verdad que no, tengo que dejar a Celeste en la guardería y me coge en
dirección opuesta. Por favor busca otra solución, o…¡que pille un taxi!
– Mara,
sus órdenes han sido muy claras: que vayas a recogerlo, desde allí os vais juntos a una reunión con
un importante promotor.
– No
sé cómo me lo voy a montar…Bueno, ya
veré. Voy para allá
Ayudó a la
niña a subir y le ajustó el cinturón dándole un beso mientras pensaba si le daría
tiempo a llevarla a la guardería o la dejaba con su madre que vivía a dos manzanas.
Optó por llamar
a su madre para avisarle que se dirigía hacia su casa, pero no le respondía,
– Estará
dormida aún – se dijo sin mucha convicción, pues habitualmente era muy
madrugadora.
Puso en marcha
el vehículo y aparcó en doble fila, delante de un bloque blanco con las ventanas
azules, llamó al timbre pero nadie abría. Usó sus llaves y subió apresurada al
segundo piso, obviando el ascensor. Entró llamando a viva voz a su madre y dirigiéndose al
dormitorio la encontró en la cama inmóvil, con los ojos cerrados y hecha un
ovillo. La tocó y respiró tranquila, estaba viva pero inmóvil. Nerviosa y
angustiada marcó el teléfono de emergencias sanitarias y bajó a buscar a
Celeste.
Con horror
comprobó que su coche no estaba donde lo había dejado, miró a ambos lados de la
calle y enloquecida empezó a correr en una dirección y luego en la otra; le
faltaba el aire en los pulmones y lo único que se le ocurrió fue gritar hasta hacerse daño en la garganta
– ¡Ayuda!
¡Socorro! ¡Policía! ¡Por favor ayúdenme! !Mi hija ha desaparecido!
Araceli Míguez. Noviembre 2013
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