lunes, 25 de noviembre de 2013

Micros

  
Salí corriendo, estaba a punto de suceder algo importante y no quería perdérmelo, llegué con el tiempo justo a ese preciso punto de la algaida para contemplar una tarde más la puesta de sol sobre los olivares.
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Ella miró el reloj y su imagen en el espejo, encendió las velas y corrigió la posición de los enseres que esperaban a ser usados sobre la mesa.
Al rato, ella miró el reloj y su imagen en el espejo, apagó las velas y corrigió la posición de sus deseos que ya no esperaban ser satisfechos ni siquiera sobre la mesa.
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Tropezó con una pequeña piedra que le hizo caer y se quejó por la existencia de la misma, siguió adelante y mirando a su alrededor se sintió perdido por no encontrar ninguna piedra que le indicara el camino.
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Lo divisé a lo lejos mientras esperaba sentada en uno de los bancos del aeropuerto leyendo el periódico y la emoción me apretó la garganta. Era él, cuanto tiempo imaginando este encuentro y ensayando las palabras precisas que se quedaron guardadas en algún centímetro de mi boca. El corazón me latía con fuerza, venía hacia mí mirando ensimismado el móvil que traía en la mano. Cuando estuvo a pocos pasos levanté el periódico a la altura de mi cara fingiendo ante mi misma que había atraído fuertemente mi atención un artículo muy interesante en la página de deportes.
Otra vez será.
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Marco paseaba por el muelle cuando se paró ante un cuadro que pintaba un hombre mirando al mar, dijo unas palabras a modo de saludo y el artista correspondió con una voz fuerte y vibrante.

Sintió una especie de atracción que le impedía dejar de mirar el cuadro. Una ráfaga de luz surgida de un rincón de su memoria extrajo de su recuerdo una mirada, el timbre de una voz reconocida, un tacto sedoso... pero su desconcierto era tal que no atinaba a encajar el motivo de la familiaridad con la imagen que tenía ante sus ojos.

Miró el cuadro de nuevo y reconoció el paisaje marino que reflejaba. Su mirada quedó anclada en las olas; su movimiento ondulante le recordaba a una antigua nana cantada en tiempos ancestrales por las pobladoras de la costa, pero para él ejercían la atracción del canto de las sirenas que embelesaba a los marineros en aquellas épicas historias.

Era ese el lugar donde cada noche se encontraba en sus sueños con Yaiza, la sirena de piel morena y ojos rasgados que en alguna ocasión le dijo:
– Cuando recuerdes nuestros encuentros desapareceré de tus sueños –.
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Araceli Míguez

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