Era
finales de mayo cuando Ana, mi vecina, me propuso matricularnos juntas en
aquella escuela de teatro para adultos que tenía un gran prestigio en la
ciudad; se hablaba muy bien de las obras que se mostraban durante el curso y la
profesionalidad del equipo de actores que impartían las clases.
Dos
tardes a la semana durante dos horas soñaba con ser actriz y disfrutaba de la
actividad mientras mi marido se quedaba con los niños y olvidaba durante ese
tiempo mi condición de ama de casa.
Uno de
los ejercicios que nos pusieron ese día en clase era tocar y dejarse tocar por
el grupo para conocer y acostumbrarnos a manejar las técnicas del tacto en
escena como un recurso expresivo. Cada miembro del grupo iba a experimentar
tanto el tocar como el ser tocado, así que nos dispusimos a emprender el
ejercicio, no sin antes haber usado técnicas de respiración y relajación para
concentrarnos mejor.
Yo había
sido muy prudente tocando a mis compañeros en la mejilla, muslo, nuca o espalda
y ahora yo en el centro del círculo debía estar dispuesta a ser el elemento
pasivo y dejar que las manos de mis compañeros se pasearan por mi cuerpo.
Adriana
me acarició muy lentamente la espalda, recorriendo con sus dedos mi columna
desde la nuca hasta más abajo de mi espalda y volviendo a subir de nuevo hasta
el punto de partida. Sentí su caricia a través del fino tejido y cerré los ojos
para evitar que los demás notaran el pequeño y agradable estremecimiento
que estaba sintiendo.
Jose
empezó a soplarme suavemente debajo de las orejas y girando
alrededor
siguió haciendo lo mismo por todo mi cuello a pocos milímetros de mi piel,
mientras que Ana se plantó delante y con sus manos rodeó mi cintura hasta
completar un círculo.
Sara me
pellizcó los labios pasando sus dedos de un lado hacia el otro y terminó
abriendo mi boca apretando mis mandíbulas entre su pulgar y corazón, y aunque
no me hizo daño sentí cierta turbación.
Por
último le tocó el turno a Antonio que me pidió que cerrara los ojos,
levantara los brazos a la altura de mis hombros y me quedara inmóvil y
acercando su boca casi rozando mi piel inició un lento recorrido desde los
dedos de mi mano derecha hasta los de mi mano izquierda pasando por mis
muñecas, la parte interna de mis brazos y a milímetros de mi pecho que intentaba
con dificultad mantener una respiración pausada. Sentía su aliento en mis
poros, mis vellos se iban levantando sin poderlos controlar y mi libido empezó
a jugar abriendo paso al deseo.
Cuando
abrí de nuevo los ojos encontré los suyos con una mirada satisfecha y una
sonrisa cómplice.
Cada
persona me había provocado distintas sensaciones, todas distintas y reveladoras
y me preguntaba si ellos estarían tan excitados como yo después de la
experiencia. Pensaba en esto mientras me dirigía a los vestuarios notando la
humedad de mi cuerpo, las mejillas ardiendo y un urgente deseo de masturbarme
no se apartaba de mi mente.
Al abrir
la puerta encontré a Sara duchándose, – una ducha fría, buena idea para
calmarme – pensé entrando en la ducha contigua.
Sara me preguntó
por lo que había sentido y si me había gustado que me pellizcara los labios.
– Sí, me
ha sorprendido mucho la turbación que he sentido – le contesté, y con mirada
lasciva y juguetona me dijo –Sé hacerlo mucho mejor en otros labios– y
acercándose a mí comenzó a besarme el cuello mientras sus manos pellizcaban
suavemente mis pezones y recorrían mi cuerpo en busca de mi sexo.
Debajo
del agua tibia se confundían nuestros cuerpos en un abrazo desenfrenado, sus
dedos eran expertos en sacar los jugos de su escondrijo y entre suaves y
frenéticas caricias arrancó de mi cuerpo un intenso orgasmo al mismo tiempo que
un gemido.
Tan
absortas estábamos que no nos percatamos de la presencia de Antonio que después
de las muestras de deseo que había dado mi cuerpo ante la proximidad de sus
labios había decidido ir en mi busca. El ver que no salía del vestuario se
decidió a entrar encontrando nuestra lésbica escena que le había excitado hasta
el último milímetro de su cuerpo.
–¿Me
invitáis?– preguntó quitándose la camiseta y los vaqueros evidenciando su
abultada excitación.
–¿Vas a
poder con las dos?– preguntó Sara con algo de ironía en la voz.
–Lo
intentaré – dijo él, risueño.
Antonio,
Sara y yo no dejamos de jugar a tocarnos, explorando todas las parte imaginables
de nuestros cuerpos tanto de forma activa como pasiva, hasta que los tres
estuvimos satisfechos y exhaustos sabiendo que tendríamos una nota muy alta en
ese ejercicio de clase.
Esa noche
también hice participe de lo que había aprendido con aquel ejercicio a mi
marido que ya se ha ofrecido muy amablemente a quedarse con los niños para el
próximo taller.
Mayo
2013.
Araceli
Míguez.
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