Elisa Gherardini era la modelo
ideal, con su paciencia y sus grandes dotes para posar horas en la misma
postura sin casi pestañear, me permitía recrearme durante horas en su
voluptuosa figura, en su suave y aterciopelada piel y sus recovecos ocultos, tan
apreciados por mi pincel, que se entretenía en los misterios de los tonos
marrones, azules y negros. Los amplios y oscuros ropajes ocultaban ese bello
cuerpo, que aun habiendo albergado cinco vidas, seguía luciendo joven y hermoso.
Creo que desde el primer momento
en que nos vimos ella supo de mis gustos por los pectorales masculinos, y en
realidad a mi me interesaba que se supiera de mis inclinaciones en la adinerada
sociedad florentina, pues no estaba dispuesto a interrupciones en mi trabajo
por los celos u ordinarios ataques masculinos de propiedad.
Ella llegaba siempre puntual,
ataviada con los más bellos y sedosos tejidos en consonancia con su posición y
con la moda; se despojaba detrás del
biombo de sus ropajes y se tumbaba en el diván donde, desde hacía meses posaba desnuda para mi, con un brazo bajo su cabeza
y otro reposando sobre su blanco muslo.
Cuantas tardes, sin mediar
palabra entre los dos, compartimos el mismo espacio; yo plasmando cada poro de
su piel desnuda sobre el diván, ella sintiendo un suave calor recorriendo su
cuerpo allá donde se posaba mi mirada.
Ese era nuestro gran secreto,
nuestro pacto oculto al mundo. Yo trabajaba en dos lienzos al mismo tiempo con
mi musa, eso era lo acordado entre los dos. Su marido me había encargado un retrato
para la nueva casa en la que viviría la familia; quería que reflejara a la gran dama que tenía
a su lado, esposa fiel, madre de sus cinco vástagos, vistiendo los mejores
tejidos elegidos por él, que para eso era un comerciante de telas de renombre
en la región, por lo que mi obra tenía que reflejar su buena posición social, mostrar
a su noble y casta esposa y prestigiar su casa palacio, apellidos y riquezas.
Elisa, fue obligada a casarse por
sus padres con el comerciante de tejidos a los quince años para remontar la
economía familiar a la que le sobraba apellido y le faltaba efectivo; ahora con veintitrés y cinco hijos, cuando se enteró que su marido
quería encargar un retrato suyo para presidir la gran escalinata de mármol de
la nueva vivienda, ella aceptó con una
idea que sólo comentó conmigo, haciéndome jurar que jamás su secreto sería
revelado.
Quería que la pintara desnuda,
que todo su cuerpo sirviera para demostrar su existencia como mujer, más allá
de esposa y madre, que tanto sus senos como su sexo fueran retratados tal y
como eran; reales, y su pose invitara a disfrute de lo que la
iglesia y la sociedad prohibía.
Ella insistía en que su rostro tuviera
la misma expresión en los dos lienzos,
tanto en el desnudo con en el encargado por su marido, expresión que según
ella, indicaría a cada cual que la mirara lo que quisiera ver.
Cuando acabé el cuadro del diván Elisa
me tenía preparada otra sorpresa; me pidió que enviara de forma muy discreta el
lienzo del desnudo a un violinista de Florencia del que estuvo enamorada
siempre y que se había convertido en su amante antes de su último embarazo. Era
un regalo que quería hacerle como muestra de su amor por él, a cambio yo
seguiría cobrando para que el trabajo sobre el lienzo donde aparecía con los
ropajes y el velo se alargara en el tiempo; ella diría que tenía que seguir posando porque
las texturas de las telas eran muy difíciles de plasmar y esta excusa fuera la
tapadera para reunirse con su músico durante unas horas a la semana, a cambio
me prometió que cobraría cada semana como si siguiera trabando en su retrato.
Al cabo de unos años su marido
murió y Elisa me regaló el cuadro por mi
silencio y lealtad.
No sé si conseguí que su amante
viera en su sonrisa el amor que sentía Elisa, pero sé que su marido, el Sr.
Giacondo, nunca pudo ver en su casa
colgado el lienzo de su casta esposa.
Leonardo.
Araceli Míguez, diciembre de 2013
Ejercicio: Mirar un cuadro (La Mona Lisa)
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