lunes, 16 de diciembre de 2013

La carta de Caperucita.

Hacía un día nublado, en la clase de quinto todos estábamos un poco revueltos e inquietos porque si llovía no podíamos jugar en el patio y eso era toda una catástrofe a nuestra edad. Don José, explicaba en la pizarra cómo se hacía un análisis morfológico y no paraba de añadir trazos de tiza con golpecitos enérgicos mientras unos y otros nos afanábamos por copiar lo que escribía, sacando de un lado a otro el cuello como tortugas,  pues el maestro no era precisamente transparente.

En esas estábamos cuando aparece por arte de magia un papelito doblado en mi mesa que yo inmediatamente oculté por puro instinto de supervivencia. Don José usaba un palo cuadrado y corto de madera que no sé de donde lo había sacado y aunque yo era bastante aplicada y atenta, tenía pánico a aquel trozo de madera que era el terror de la clase, así que teníamos que andarnos con mucho cuidado si no queríamos que el susodicho objeto cayera sobre nuestras palmas dejando además del desagradable picor, la vergüenza de ser humillada ante todos los compañeros.

Abrí el papel con las manos debajo del pupitre y apareció una letra inclinada y una ilustración de caperucita roja en una esquina, muy sonriente, con sus trenzas rubias, capucha roja y cestita en la mano.
La notita decía: “Eres muy guapa y me gustas mucho”.

Sentí de repente un rubor a las mejillas que se expandía hata las orejas y más allá de la punta del pelo y no quería ni mirar alrededor por si alguien me estaba mirando.

En ese preciso momento Don José me pregunta por lo que acababa de explicar y debido a mi estado de alelamiento no me había enterado de nada; lo miré con cara de quien rompe un plato y lo oculta debajo de la alfombra; así que irremediablemente me tocó poner la palma hacia arriba, cara compungida y suplicante para que se apiadara de una pobre e indefensa niña que se había despistado de la explicación y otro sonrojo mayúsculo por las miradas de toda la clase concentradas en mi.

Volví a mi pupitre con la cabeza gacha y la mano calentita, pensando que había sido lo menos malo, no quería imaginar la escena si me hubiera pillado el papelito y lo hubiera leído ante todos, como había hecho en otras ocasiones.

Cuando regresaba a casa sólo tenía la imagen de la caperucita que llevaba en el bolsillo, y que en vez de llevar en su cesta leche y miel  llevaba mi primera carta de amor.


Araceli Míguez


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