Llego a tu casa un poco antes y
te encuentro en plena faena: estás preparándome la cena especial que me
prometiste. Un delantal negro de medio cuerpo atado a tu cintura, un paño
colgando del bolsillo del mandil y las mejillas sonrosadas por el calor que desprenden
el horno y los fogones.
Sobre la mesa, dos copas de tu
blanco favorito. Me pones en la mano una de las copas después de haberle dado
un sorbo, dejando en ella el sabor de tu boca. Bebo por donde se han posado tus
labios un segundo antes, e imagino que te beso.
Sazonas el pescado que vas a
meter en el horno ya caliente, y le añades un poco del vino que bebemos. La
posición de tu boca en la paleta de madera al probar la crema de verduras me
transporta momentáneamente a dentro de dos horas, cuando esa misma boca
adquiera esa posición en algún lugar de mi cuerpo. Me estremezco. Lo notas y
sonríes. Tus ojos brillan mientras recorren las líneas de mi vestido rojo
oscuro. Bebes de tu copa sin dejar de mirarme, hasta que me obligas a apartar
mis ojos de los tuyos.
El vino, el calor de la cocina,
el olor del tomillo y el romero en el pescado, tu mirada, tu boca… me embriagan
y me apoyo sobre la pared para disimular el súbito vértigo que siento.
Malinterpretas mi gesto. Vienes
hacia mí y me besas. Suavemente primero, lascivamente después y, antes de
cenar, nos comemos.
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