martes, 28 de mayo de 2013

2053 (en construcción)

Rebeca volvió a repasar mentalmente la lista de tareas que tendría que realizar al día siguiente:
-          Llevar el coche al taller.
-          Hacer la compra del mes (cuando recogiese el coche, claro)
-          Ir a la peluquería a hacerse la depilación brasileña para poder lucir su bikini nuevo.
-          Comprar un pareo sugerente y a la vez discreto.
-          Recoger a los niños del colegio y llevarlos a casa de su padre.

Le esperaba una mañana intensa, pero merecería la pena, pues luego pasaría todo el fin de semana con su amor en un hotel retirado, cerca del mar.
La ansiedad por el esperado viaje no la dejaba dormir. Iba a ser la primera escapada juntos. Dio vueltas y vueltas. Comprobó por enésima vez que los niños dormían plácidamente en sus habitaciones, hizo pis de nuevo, se tomó una infusión relajante, leyó un rato, contó ovejitas… hasta que el sueño le venció por fin.
Fue un sueño agitado, sin descanso, por lo que se encontraba agotada cuando el des pertador sonó.
Abrió los ojos con dificultad, pues una luz cegadora invadía el dormitorio. Parpadeó varias veces para acostumbrar la vista. El cansancio le hacía ver borroso. Siguió parpadeando, frotándose los ojos, para hacer desaparecer esa horrible sensación de no ver bien, pero no lo logró. Veía borroso. Tendría que pedir hora en el oculista para esa mañana. Ay, otra cosa más que hacer. No le daría tiempo a todo.
Se incorporó trabajosamente en la cama y se sintió derrotada. No podía caer enferma justamente en este momento.
Bueno, una ducha y un paracetamol le ayudarían a restablecerse de esa pesadez matinal.
Se levantó descalza y el frío suelo le produjo un estremecimiento, que le llegó a la espalda, viendo las estrellas. Ahora una lumbalgia. Ayy. ¿Qué le pasaba esta mañana?
Fue al baño lentamente y se miró al espejo antes de meterse bajo la ducha. A pesar de que continuaba viendo borroso, pudo distinguir claramente las arrugas que marcaban su rostro como un mapa lleno de caminos. Rebeca ahogó un grito. Cerró los ojos y los volvió a abrir. Esa mujer seguía mirándola desde su lado del espejo, con cara de haber visto un fantasma. Observó sus manos, su cuerpo, sus pies… toda ella estaba surcada de arrugas.
Algo no iba bien. Fue todo lo rápido que su cuerpo le permitió, a ver a sus hijos. Entró en el cuarto de Daniel, pero Daniel no estaba. En su lugar, un hombre de unos cuarenta y pocos años dormía plácidamente aferrado a una jirafa de peluche. Asustada por la desaparición del hijo y la presencia de aquel extraño, salió sigilosamente de allí a por el otro chico, para salir del piso antes de que ese hombre despertara. Nacho tampoco estaba. Otro hombre ocupaba su cama. Al sentir su presencia, despertó y la miró. “¡Mamá!” dijo el desconocido, y la realidad cayó sobre Rebeca como un jarro de agua fría. Era Nacho. ¡Era Nacho! ¿Cómo podía ser Nacho? Así que el otro hombre… ¡Dios! ¡Era Daniel!
En el salón un televisor enorme que ella no recordaba haber comprado, se encendió cuando ella entró “¡Buenos días, Rebeca! Son las siete horas trece minutos. Hoy es viernes 10 de mayo de 2053. El cielo está despejado y la temperatura es de 16 grados en este momento. El desayuno estará listo en diez minutos en la cocina. Que tenga un feliz día” Cuando el saludo televisivo terminó, aparecieron en el aparato más de diez canales a la vez, en pequeñas cuadrículas, y un mensaje parpadeante “Seleccione uno”. El volumen había subido y las voces de presentadores, series, noticiarios,… se mezclaban, aturdiendo a Rebeca. Paralizada, sólo fue capaz de implorar silencio. Lo pedía bajito, entre sollozos, hasta que alzó la voz y gritó, y la tele enmudeció de golpe.
-          2053. Estamos en 2053. ¿Cómo es posible? Anoche era 9 de mayo de 2013, estoy segura. 2053. 2053. Debo estar soñando. Sí, eso es. Estoy en un sueño. En breve despertaré de verdad en 2013, dejaré todo listo y me iré con Miguel.

Rebeca quedó en medio de la sala sin moverse, mirando al vacío.

-          ¡Mamá! ¡Mamá! ¿Estás bien?- le preguntaba Nacho una y otra vez mientras ella lo miraba como si fuera una aparición.- Mamá, soy Nacho, tu hijo, ¿te acuerdas de mí?
-          Hijo mío, ¿qué ha pasado? Pensaba que tu hermano era un ladrón, un secuestrador, no sé. ¿Cómo habéis podido crecer tanto en una sola noche? Anoche te arropé con dos años, y hoy… hoy tienes al menos treinta y seis.
-          Cuarenta y dos, mamá. Tengo cuarenta y dos. Y Daniel tiene cuarenta y siete. Siéntate mamá, te traeré un vaso de agua.

Rebeca, dócil, se sentó en un sofá chaise longe, que ella recordaba como un tresillo de dos piezas.

-          Sí, por favor, ¿puedo hablar con el doctor Ceballos? De parte de Ignacio Saborido. Gracias, espero.
-         
-          Hola, doctor. Es mi madre. Ha vuelto a sufrir otra crisis. Presenta los mismos síntomas: no reconoce la casa, cree que todos hemos envejecido de golpe. En breve querrá vestirse para hacer la lista que ya sabemos, antes de poder salir de viaje.
-         
-          No, doctor. No quiero seguirle la corriente de nuevo. Llevamos así toda la vida. ¿No cree que ya va siendo hora de contarle lo que ocurrió realmente?
-         
-          Bueno, pues lo intentaré de todas formas.


-          Mamá. Soy Ignacio, Nacho, mamá. Vístete. Hoy vamos a dar un paseo en coche.

Rebeca se dejaba llevar por sus hijos. Daniel y Nacho la ayudaron a vestirse, y juntos partieron en el monovolumen de Daniel, hacia las afueras de la ciudad. Llegaron al cementerio temprano, recién abrían sus puertas. Ella, callada, con el rostro impenetrable, miraba al frente y agarraba con fuerza el brazo del menor de sus hijos.
Tras un breve paseo se encontraron frente a un muro de nichos.

-          Mamá. Mira aquí. Lee.


La madre leyó. “Miguel Domeneq Sella. 1974-2013. Ni la muerte evitará que nos escapemos juntos. Tuya eterna, Rebeca”.

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