Aquí os dejo mi relato erótico. Como alguna me pidió, he alargado el microrrelato, con perdón.
"No abrirás los ojos hasta que te lo permita"
Esta noche nos hemos citado. A las nueve y media. Repetimos hoy el juego, de nuevo. Esta vez me toca a mí permanecer en casa, fijar las normas, prepararlo todo. Tú has salido, no sé adónde. Tú tampoco lo sabes cuando soy yo el que sale de casa por unas horas. Tenemos prohibido contar más, es una de las reglas del juego.
Preparo una cena ligera, como siempre. Una cena para breves digestiones. La sangre y las intenciones dirigidas hacia lo importante. Unos entrantes, algo de pescado con salsas suaves y mucho vino espumoso, de ese que te entra sin que lo adviertas y que vuelve tu mirada lasciva y penetrante.
Sólo una luz suave en el otro extremo del comedor. Velas por supuesto. En la mesa, velas rojas y altas, un poco sacramentales o góticas o abiertamente calenturientas, el falo rojo que va llorando lágrimas blancas y lentas. En otros puntos de la casa las velas son pequeñas y perfumadas, también a lo largo de la escalera hasta la cama, las llamas nerviosas y agitadas que nos guiarán hasta la culminación del placer.
Unos diez minutos antes de que llegues lo tengo todo preparado, la cena, el ambiente, mi cuerpo limpio y perfumado. Me permito descorchar la primera botella y sirvo dos copas de vino. Mientras saboreo la mía, controlo mi respiración hasta hacerla constante y sostenida. Mi mente también se aquieta y sólo vive el instante. Todo lo demás está ya fuera de ella. Elijo la música, intensa. Calculo la sucesión de temas para que, con el paso de la noche, la intensidad y el volumen aumenten.
A la hora en punto, llamas a la puerta. Te abro en ropa interior -entre las normas de esta noche, cena en ropa interior-. Te abro vestido por completo de negro, una camiseta y unos boxers de lycra ceñidos que esculpen mi cuerpo. Te he abierto con tu copa de vino en la mano. Te la ofrezco y sonríes. Y sonríen aún más tus ojos cuando bebes un poco de la copa. Tienes ahora 15 minutos para ducharte y unos 10 para vestirte. A las diez empezaremos a cenar.
Puntal de nuevo, bajas las escaleras. Escucho tus pasos mientras, sentado a la mesa, bebo vino muy poco a poco. Por el sonido de las plantas de tus pies sobre los escalones, sé que bajas descalza, hace buen tiempo para ello. Entras en la habitación vestida de blanco, lencería blanca con elegantes encajes, escote bajo y bragas un poco retros que hacen que mis labios se separen levemente. Blanco y negro, yin y yan, encaje perfecto. El perfume que desprendes me transporta a la matriz de la vida, mineral, vegetal, fuego, mar.
En la cena sólo hablamos de placer. De instantes únicos de los últimos días, del sol calentando la piel, de abrazos, de palabras de amigos, de un sueño reparador, del nacimiento de las flores de temporada, del paseo de anteayer, del silencio de la tarde. Comemos despacio y bebemos largamente. Tenemos que abrir una segunda botella, que nos esperaba convenientemente refrigerada, a la temperatura perfecta. Nosotros, también, poco a poco, vamos llegando a la temperatura perfecta. Cuando advierto el instante preciso, doy la orden y nos levantamos. Yo marco esta noche los momentos. Me acerco al lugar donde la guardo y la cojo. Me coloco detrás tuya y te ato una venda de satén negro alrededor de tu cabeza. “Tus ojos no podrán ayudarte esta noche”. De tu pelo me llega el olor de tu champú favorito.
Te cojo de la mano y te ayudo a subir por la escalera. Con la otra mano vas ahuyentando tu ceguera palpando las paredes. Llegamos arriba, al dormitorio. Las velas encendidas también nos esperan allí. Conecto el aparato de música de la habitación y comienza a sonar la música previamente seleccionada. Indecisa, indefensa, permaneces en pie. Me desnudo completamente y paso por tu cuerpo por un instante las prendas que me quito. Sin demorarlo mucho comienzo a desvestirte, primero el sujetador, después las bragas. Rozo mis dedos y mis labios por tus pechos. Tus pezones se contraen y se oscurecen. Rozo mis dedos y mis labios por tu boca. Tu boca se abre, hambrienta. Rozo mis dedos y mis labios alrededor de tu sexo. Tu cuerpo se inquieta y se retuerce.
Te tumbo en la cama, boca abajo, y te contemplo completamente desnuda. Me excito. Me acerco para decirte susurrando “Esta noche te lo hará así, de espaldas, boca abajo, por detrás”. Te remueves en la cama y me suplicas para verlo todo. Te hago prometer que no abrirás los ojos hasta que yo te lo permita. Lo haces y te quito la venda que antes te cegaba. Subo un poco el volumen de la música rítmica y profunda que nos envuelve, que nos empuja, que nos arrastra. Comienzo entonces a darte pequeños mordiscos empezando por tus pies. Subo por tus pantorrillas y por la parte trasera de tus muslos. Llego hasta tu culo, donde me recreo, donde me pierdo. Continuo marcando laberintos con mis dientes en tu espalda y en tus hombros hasta alcanzar tu nuca y los sensibles lóbulos de tus orejas. Empiezo a gotear cera transparente que cae sobre tu piel.
Los pequeños mordiscos han ido dejando un leve rastro rosado por tu cuerpo. Es la señal y es el camino que ahora seguirán mi lengua y mis dedos en busca de tu placer.
Preparo una cena ligera, como siempre. Una cena para breves digestiones. La sangre y las intenciones dirigidas hacia lo importante. Unos entrantes, algo de pescado con salsas suaves y mucho vino espumoso, de ese que te entra sin que lo adviertas y que vuelve tu mirada lasciva y penetrante.
Sólo una luz suave en el otro extremo del comedor. Velas por supuesto. En la mesa, velas rojas y altas, un poco sacramentales o góticas o abiertamente calenturientas, el falo rojo que va llorando lágrimas blancas y lentas. En otros puntos de la casa las velas son pequeñas y perfumadas, también a lo largo de la escalera hasta la cama, las llamas nerviosas y agitadas que nos guiarán hasta la culminación del placer.
Unos diez minutos antes de que llegues lo tengo todo preparado, la cena, el ambiente, mi cuerpo limpio y perfumado. Me permito descorchar la primera botella y sirvo dos copas de vino. Mientras saboreo la mía, controlo mi respiración hasta hacerla constante y sostenida. Mi mente también se aquieta y sólo vive el instante. Todo lo demás está ya fuera de ella. Elijo la música, intensa. Calculo la sucesión de temas para que, con el paso de la noche, la intensidad y el volumen aumenten.
A la hora en punto, llamas a la puerta. Te abro en ropa interior -entre las normas de esta noche, cena en ropa interior-. Te abro vestido por completo de negro, una camiseta y unos boxers de lycra ceñidos que esculpen mi cuerpo. Te he abierto con tu copa de vino en la mano. Te la ofrezco y sonríes. Y sonríen aún más tus ojos cuando bebes un poco de la copa. Tienes ahora 15 minutos para ducharte y unos 10 para vestirte. A las diez empezaremos a cenar.
Puntal de nuevo, bajas las escaleras. Escucho tus pasos mientras, sentado a la mesa, bebo vino muy poco a poco. Por el sonido de las plantas de tus pies sobre los escalones, sé que bajas descalza, hace buen tiempo para ello. Entras en la habitación vestida de blanco, lencería blanca con elegantes encajes, escote bajo y bragas un poco retros que hacen que mis labios se separen levemente. Blanco y negro, yin y yan, encaje perfecto. El perfume que desprendes me transporta a la matriz de la vida, mineral, vegetal, fuego, mar.
En la cena sólo hablamos de placer. De instantes únicos de los últimos días, del sol calentando la piel, de abrazos, de palabras de amigos, de un sueño reparador, del nacimiento de las flores de temporada, del paseo de anteayer, del silencio de la tarde. Comemos despacio y bebemos largamente. Tenemos que abrir una segunda botella, que nos esperaba convenientemente refrigerada, a la temperatura perfecta. Nosotros, también, poco a poco, vamos llegando a la temperatura perfecta. Cuando advierto el instante preciso, doy la orden y nos levantamos. Yo marco esta noche los momentos. Me acerco al lugar donde la guardo y la cojo. Me coloco detrás tuya y te ato una venda de satén negro alrededor de tu cabeza. “Tus ojos no podrán ayudarte esta noche”. De tu pelo me llega el olor de tu champú favorito.
Te cojo de la mano y te ayudo a subir por la escalera. Con la otra mano vas ahuyentando tu ceguera palpando las paredes. Llegamos arriba, al dormitorio. Las velas encendidas también nos esperan allí. Conecto el aparato de música de la habitación y comienza a sonar la música previamente seleccionada. Indecisa, indefensa, permaneces en pie. Me desnudo completamente y paso por tu cuerpo por un instante las prendas que me quito. Sin demorarlo mucho comienzo a desvestirte, primero el sujetador, después las bragas. Rozo mis dedos y mis labios por tus pechos. Tus pezones se contraen y se oscurecen. Rozo mis dedos y mis labios por tu boca. Tu boca se abre, hambrienta. Rozo mis dedos y mis labios alrededor de tu sexo. Tu cuerpo se inquieta y se retuerce.
Te tumbo en la cama, boca abajo, y te contemplo completamente desnuda. Me excito. Me acerco para decirte susurrando “Esta noche te lo hará así, de espaldas, boca abajo, por detrás”. Te remueves en la cama y me suplicas para verlo todo. Te hago prometer que no abrirás los ojos hasta que yo te lo permita. Lo haces y te quito la venda que antes te cegaba. Subo un poco el volumen de la música rítmica y profunda que nos envuelve, que nos empuja, que nos arrastra. Comienzo entonces a darte pequeños mordiscos empezando por tus pies. Subo por tus pantorrillas y por la parte trasera de tus muslos. Llego hasta tu culo, donde me recreo, donde me pierdo. Continuo marcando laberintos con mis dientes en tu espalda y en tus hombros hasta alcanzar tu nuca y los sensibles lóbulos de tus orejas. Empiezo a gotear cera transparente que cae sobre tu piel.
Los pequeños mordiscos han ido dejando un leve rastro rosado por tu cuerpo. Es la señal y es el camino que ahora seguirán mi lengua y mis dedos en busca de tu placer.
Jesús Gelo Cotán.
Mayo de 2013.
Ay
ResponderEliminaruf
ResponderEliminar