viernes, 17 de enero de 2014

Tres deseos






Marco tuvo tantos hijos como deseos y deseaba una pequeña fortuna, una pequeña mansión y un pequeño barco. Y recordando a un cómico que consideraba genial, ironizaba: “La vida está hecha de pequeñas cosas”, tras lo que estallaban sus estruendosas risotadas.

Provenía de una familia sencilla y el único escándalo que le causó en su vida fue elegir como esposa a una prima hermana 5 años menor, Virginia, con la que se casó cuando tenía 32 años.
Era minucioso y aficionado la etimología y por ello le gustaba emplear las palabras precisas para nombrar las cosas.

Marco persiguió su primer deseo negociando con cereales de importación hasta que años después descubrió que era más rentable jugar con el precio de esos cereales que comprarlos, que ninguna tonelada corría así el riesgo de quedar almacenada hasta perder buena parte de su valor.
Le bastó permanecer a la sombra de un adinerado y anciano protector para multiplicar varias veces su capital. Su secreto era ser moderadamente ambicioso, no correr riesgos innecesarios y no querer involucrarse más que en pequeñas hambrunas de corta duración. Su ética no le permitía llegar más allá.

Su primera hija, Aurelia, fue, como su primer deseo, la más buscada y costosa. Su piel y su pelo eran dorados como los de su madre. Aurelia era una niña inteligente, organizada y con sentido práctico a la que le gustaba ser apreciada por su esfuerzo.

Su segunda hija, Desideria, llegó de forma mucho más sencilla, dos años después que su hermana  y al tiempo que se trasladaban a una ansiada vivienda en el civilizado barrio donde habitaban todas aquellas personas dignas de ser estimadas. También tenía la piel dorada, aunque su pelo era castaño y sus ojos tenían el dulce color de la miel. Su mirada era profunda y sus gestos suaves. Le gustaba el silencio, y dedicaba su tiempo a la lectura, al cultivo de flores exóticas y a la taxidermia, disecaba todo insecto y pajarillo que caía en sus manos. Jamás agredió a nadie físicamente, pero en cuanto tuvo la suficiente capacidad de persuasión ocupó la mejor habitación de la mansión.

– Esta es mi hija –dijo Marco cuando la vio con orgullo de vencedora en la gran habitación.

El tercer y único hijo de Marco fue fruto de una relación adultera, pero por imposición del patriarca recibió los mismos parabienes y beneficios que sus dos hermanas. Vivió con el resto de la familia y su madre natural, nunca se supo cómo, desapareció un buen día sin dejar rastro. El niño se presentó en el momento álgido de la fortuna de Marco, cuando éste contaba con 56 años, y 12 años después que hermanastra menor. Llegó cuando su padre ya desesperaba por un varón al que transmitir sus astucias artes y cuando empezaba a plantearse la retirada y el goce de perderse algunas temporadas en el mar con su aún no adquirido barco.

Pensó en llamar a su hijo Neptuno, como el Dios en que quería convertir a su hijo, y repetía sus conocidas risotadas al pensarlo. Pero finalmente lo llamó Nereo, en culpable homenaje a una díscola hermana a la que dejó morir en la desesperación, y reservó el nombre de Neptuno para su futura embarcación.

El nacimiento de ese hijo y algunos inesperados contratiempos en sus negocios le hicieron retrasar su retiro. Empezó también a hacer más devotas sus relajadas convicciones religiosas y a creer sinceramente, tras unas operaciones en las que a punto estuvo de perderlo todo, que había alguna fuerza superior que lo alentaba y protegía.

Nereo fue indomable como su fallecida tía, y malcriado como un hijo deseado en la avanzada edad, y las sonoras carcajadas se mezclaban a menudo en la hermosa casa con desesperantes conflictos y caprichos que acentuaron las arrugas de su padre. Cuando Nereo se acercaba a los 16 años, Marco por fin se decidió a tomar varias decisiones: adquiriría su soñado barco, enviaría a su hijo a un estricto colegio con universidad privada y se retiraría situando al frente de la empresa a un gestor hasta que Nereo estuviera preparado para ponerse al frente. Ni siquiera se planteó que la serena frialdad de Desideria o la inteligencia práctica de Aurelia podrían haber sido más beneficiosas al negocio familiar.

El pequeño pero deslumbrante Neptuno le fue entregado a Nereo el día después de su 16 cumpleaños. Padre e hijo emprendieron entonces un viaje por mar de dos semanas. Marco aprovechó ese viaje para contar sus proyectos a Nereo. La tormenta que se produjo en el interior del joven no fue menor que la inesperada tormenta meteorológica que los sorprendió en pleno Atlántico y que ninguno de los indicadores consultados predecía. Tras casi ocho horas de cruenta lluvia, de olas que a Marco se le antojaban casi apocalípticas y de viento azotador, padre e hijo subieron a la borda incrédulos todavía porque aquel barco hubiera resistido sin hundirse. En Nereo se unían la angustia interior y el miedo exterior, pero Marco mostraba en su semblante una paz y confianza supraterrenales que se reflejaban en una casi estúpida sonrisa.

– Como a Jonás, este barco nos ha engullido y protegido de la tormenta –dijo a Nereo–. Debemos Darle las gracias.

Y Nereo, aún exhausto y aterrado y temiendo que a su educación enclaustrada se sumara una fanática y filantrópica caridad, sucumbió a uno de sus habituales estallidos de ira, arrojó a su padre por la borda y puso en marcha la embarcación sin esperar a comprobar si ahora era una auténtica ballena la que engullía de veras a su padre hasta depositarlo en una arenosa playa.

Así terminó la vida de Marco, un hombre que alcanzó sus deseos y cumplió la misión hacia la que se sentía impulsado en la vida. Ahora sus hijos se despedazan por unos bienes que su mujer maldice y que los especuladores ansían.

El cuerpo de Marco nunca se encontró, aunque permanece milagrosamente incorrupto en el fondo del mar. Está escrito que un día será hallado por un pescador de la costa gallega y que el único hecho que le separará de la santidad será el haber engendrado a su hijo varón en una relación fuera del sagrado matrimonio.



Jesús Gelo Cotán
diciembre de 2013

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