Hacía más de tres años que Laura
no escribía nada, malvivía con los réditos de sus relatos publicados y del
alquiler de un pequeño estudio en un barrio periférico que compró cuando empezó
a trabajar en la editorial de su tío.
No necesitaba mucho pero lo que
peor llevaba eran esos momentos fugaces de lucidez que la situaban en la
realidad y que sólo desaparecían cuando volvía a tomar una de esas pastillas
amarillas que a diario tragaba sin
pensar.
Su vida transcurría entre largas
caminatas, el trabajo en el pequeño huerto y sus largas sentadas contemplando
el atardecer entre gatos y perros en una
destartalada casa en medio del campo, propiedad de su hermana Violeta, que a
diario la visitaba para comprobar que había seguido las instrucciones prescritas.
Una tarde después de la ligera
cena compartida con su hermana y una vez con única compañía de sus peludos acompañantes
sentada en la mecedora del pequeño porche comenzó a sentir mucho frío y un
malestar se apoderó de su cuerpo, que en respuesta arrojó fuera de sí todo cuanto había
ingerido.
Una angustia espesa y oscura se
fue apoderando de ella y las lágrimas brotaban sin aparente motivo de manera
incontenible. Lloró largo rato, mientras se
agolpaban sus recuerdos y tomaba conciencia de su deplorable estado
actual; se encontraba vacía por dentro y
su aspecto mostraba un abandono total, con un calcetín de cada color, una bata raída
y llena de lamparones, el pelo
desaliñado, la piel mate, las uñas negras de enterrarlas en la tierra…
– Soy patética– dijo en voz alta
a los felinos que ronroneaban entre sus piernas.
En ese momento sintió un gran
deseo de escribir, buscó por toda la casa papel y lápiz o bolígrafo pero no
halló ni lo uno ni lo otro, rebuscó en bolsos, cajones, armarios… y entonces
recordó que su hermana le tenía prohibido escribir, según le dijo, los médicos
habían sido muy explícitos en eso.
También recordó el día en que
empezó a sentir la necesidad de poner en una hoja en blanco historias, cuentos,
poemas y relatos y como mientras iba completando hojas sentía más y más el
impulso de seguir escribiendo de forma compulsiva, hasta el punto de olvidarse
de comer, dormir o realizar las más básicas tareas de mantenimiento.
También sentía que, a medida que iba emborronado folios y
cuadernos, su piel se iba haciendo transparente, sus ojos hundiéndose, sus
manos se volvían azules y sus labios se agrietaban y quedaba reducida a una
piltrafa.
Su hermana cuando la visitaba en
su apartamento y la veía en ese estado
la llevaba a urgencias y la acompañaba en su convalecencia el tiempo que
le permitía sus obligaciones familiares.
Una y otra vez pasaba lo mismo,
cuando retomaba la escritura volvía a caer en una especie de trance profundo en
el que lo único que existían eran las palabras trazadas.
Violeta ya cansada de que se
repitieran estos neuróticos episodios decidió llevar a su hermana en búsqueda
de respuestas y de una cura más a largo plazo a una psicóloga
junguiana que había convivido con indígenas peruanos, tribus africanas y con otros lejanos y desconocidos colectivos, de
la que le habían hablado algunas de sus amigas, aunque estuviera tachada de exótica entre sus
colegas.
Después de varias sesiones y de
observar el estado al que llegaba Laura con la escritura la psicóloga diagnosticó
que a medida que escribía toda ella iba desapareciendo como persona para
convertirse en las propias palabras escritas; se trasvasaba, ese era el
diagnóstico. La tinta que iba vertiendo sobre el papel era como su propia
sangre, las vidas que ella daba a sus personajes menoscababa su propia vida;
llegaría un momento en que Laura desaparecería físicamente porque estaría
traspasada al papel.
Violeta confusa con la
explicación de la psicóloga decidió que su hermana jamás volvería a escribir,
solo así la salvaría y si para ello la tenía que mantener en un estado de
alelamiento e inconsciencia lo haría. Por eso convenció al médico para que le
recetara las relajantes pastillas amarillas que mantendrían a raya las ganas de
escribir de Laura. También la llevó a
vivir a la casa de campo que ella y su marido habían comprado para ir en
verano con los niños y escondió todo objeto que trazara una línea impresa y
cualquier soporte que la admitiera.
Laura se miraba ante el espejo
recordando todo lo sucedido, echó de comer a los animales que ya se impacientaban
refregando el lomo por sus piernas y con maullidos lastimeros y se sintió de
nuevo viva después de mucho tiempo.
Violeta esa tarde una vez
aparcado el coche, buscó a Laura que
casi siempre la estaba esperando en el banco del huerto, al no hallarla entró
en la casa y lo que vio la dejó sin respiración, se llevó las manos a la cara y
comenzó a gritar.
Los cuadros habían sido
descolgados y los muebles retirados de las paredes, y estas impresas con la caligrafía de Laura, con letra pequeña
y ordenada se podían leer poemas y
cuentos escritos con un trozo de carbón de la
chimenea.
Buscó a Laura por toda la casa y en su
dormitorio sobre el lecho sólo encontró a los gatos enroscados en la bata de su hermana; sobre el cabecero de la
cama se podía leer:
Querida Violeta,
No sufras, me voy para ser lo que siempre he deseado.
Gracias por tu amor,
Laura.
El cuerpo de Laura nunca fue
encontrado y según dicen la gente del pueblo, las paredes de la casa cambian de versos y de
cuentos cada cierto tiempo y estas historias forman parte de las que se cuentan
en los días de tormenta alrededor de un brasero.
Araceli Míguez.
Diciembre 2013
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