miércoles, 8 de enero de 2014

Trasvase

Hacía más de tres años que Laura no escribía nada, malvivía con los réditos de sus relatos publicados y del alquiler de un pequeño estudio en un barrio periférico que compró cuando empezó a trabajar en la editorial de su tío.

No necesitaba mucho pero lo que peor llevaba eran esos momentos fugaces de lucidez que la situaban en la realidad y que sólo desaparecían cuando volvía a tomar una de esas pastillas amarillas que a diario  tragaba sin pensar.

Su vida transcurría entre largas caminatas, el trabajo en el pequeño huerto y sus largas sentadas contemplando el  atardecer entre gatos y perros en una destartalada casa en medio del campo, propiedad de su hermana Violeta, que a diario la visitaba para comprobar que había seguido las instrucciones  prescritas.

Una tarde después de la ligera cena compartida con su hermana y una vez  con única compañía de sus peludos acompañantes sentada en la mecedora del pequeño porche comenzó a sentir mucho frío y un malestar se apoderó de su cuerpo, que en respuesta  arrojó fuera de sí todo cuanto había ingerido.

Una angustia espesa y oscura se fue apoderando de ella y las lágrimas brotaban sin aparente motivo de manera incontenible. Lloró largo rato, mientras se agolpaban sus recuerdos y tomaba conciencia de su deplorable estado actual;  se encontraba vacía por dentro y su aspecto mostraba un abandono total, con un calcetín de cada color, una bata raída y llena de lamparones,  el pelo desaliñado, la piel mate, las uñas negras de enterrarlas en la tierra…

– Soy patética– dijo en voz alta a los felinos que ronroneaban entre sus piernas.
En ese momento sintió un gran deseo de escribir, buscó por toda la casa papel y lápiz o bolígrafo pero no halló ni lo uno ni lo otro, rebuscó en bolsos, cajones, armarios… y entonces recordó que su hermana le tenía prohibido escribir, según le dijo, los médicos habían sido muy explícitos en eso.

También recordó el día en que empezó a sentir la necesidad de poner en una hoja en blanco historias, cuentos, poemas y relatos y como mientras iba completando hojas sentía más y más el impulso de seguir escribiendo de forma compulsiva, hasta el punto de olvidarse de comer, dormir o realizar las más básicas tareas de mantenimiento.
También sentía que,  a medida que iba emborronado folios y cuadernos, su piel se iba haciendo transparente, sus ojos hundiéndose, sus manos se volvían azules y sus labios se agrietaban y quedaba reducida a una piltrafa.

Su hermana cuando la visitaba en su apartamento y la veía en ese estado  la llevaba a urgencias y la acompañaba en su convalecencia el tiempo que le permitía sus obligaciones familiares.

Una y otra vez pasaba lo mismo, cuando retomaba la escritura volvía a caer en una especie de trance profundo en el que lo único que existían eran las palabras trazadas.
Violeta ya cansada de que se repitieran estos neuróticos episodios decidió llevar a su hermana en búsqueda de respuestas  y  de una cura más a largo plazo a una psicóloga junguiana que había convivido con indígenas peruanos, tribus africanas y  con otros lejanos y desconocidos colectivos, de la que le habían hablado algunas de sus amigas, aunque  estuviera tachada de exótica entre sus colegas.

Después de varias sesiones y de observar el estado al que llegaba Laura con la escritura la psicóloga diagnosticó que a medida que escribía toda ella iba desapareciendo como persona para convertirse en las propias palabras escritas; se trasvasaba, ese era el diagnóstico. La tinta que iba vertiendo sobre el papel era como su propia sangre, las vidas que ella daba a sus personajes menoscababa su propia vida; llegaría un momento en que Laura desaparecería físicamente porque estaría traspasada al papel.

Violeta confusa con la explicación de la psicóloga decidió que su hermana jamás volvería a escribir, solo así la salvaría y si para ello la tenía que mantener en un estado de alelamiento e inconsciencia lo haría. Por eso convenció al médico para que le recetara las relajantes pastillas amarillas que mantendrían a raya las ganas de escribir de Laura. También la llevó a  vivir a la casa de campo que ella y su marido habían comprado para ir en verano con los niños y escondió todo objeto que trazara una línea impresa y cualquier soporte que la admitiera.

Laura se miraba ante el espejo recordando todo lo sucedido, echó de comer a los animales que ya se impacientaban refregando el lomo por sus piernas y con maullidos lastimeros y se sintió de nuevo viva después de mucho tiempo.
Violeta esa tarde una vez aparcado el coche,  buscó a Laura que casi siempre la estaba esperando en el banco del huerto, al no hallarla entró en la casa y lo que vio la dejó sin respiración, se llevó las manos a la cara y comenzó a gritar.

Los cuadros habían sido descolgados y los muebles retirados de las paredes, y estas impresas  con la caligrafía de Laura, con letra pequeña y ordenada se podían leer poemas  y cuentos  escritos con un trozo de carbón de la chimenea.

Buscó a Laura por toda la casa y en su dormitorio sobre el lecho sólo encontró a los gatos enroscados en  la bata de su hermana; sobre el cabecero de la cama se podía leer:

Querida Violeta,
No sufras, me voy para ser lo que siempre he deseado.
Gracias por tu amor,
Laura.

El cuerpo de Laura nunca fue encontrado y según dicen la gente del pueblo,  las paredes de la casa cambian de versos y de cuentos cada cierto tiempo y estas historias forman parte de las que se cuentan en los días de tormenta alrededor de un brasero.


Araceli  Míguez. 

Diciembre 2013

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