jueves, 30 de enero de 2014

6tory, relatos de 160 palabras

En el blog de Iulius, he encontrado una herramienta para escribir, compartir y comentar microrrelatos con un máximo de 160 palabras.

Os dejo el enlace porque creo que puede ser útil e interesante:

http://iulius.net/2013/11/25/6tory-relatos-de-160-palabras/



domingo, 26 de enero de 2014

La escritura de los números en los textos

En numerosas ocasiones, por prisa o por desconocimiento, escribimos las cantidades numéricas con dígitos, cifras, en vez de escribir los nombres de los números:

La entrada del cine me costó 8 euros.
Hace 3 meses que no nos vemos.
Josefa tiene ya 57 años.

¿Es correcto? Os dejo aquí las normas ortográficas de la escritura de números, extraídas del blog Mark it right.

1. La coma se utilizará en todas las lenguas para separar las unidades de los decimales. Las cifras superiores a la unidad se presentarán por series de tres, cada una de las cuales se separará de las otras por un espacio fino fijo (y no por un punto). Los decimales se agruparán en un solo bloque:
Ejemplo: 152 231,3245

No obstante, los textos en lengua inglesa (excepto en el Diario Oficial) conservan el punto como signo de separación entre la parte entera y la parte decimal.
Ejemplo: 152 231.3245

2. Se aconseja escribir siempre con letras las cantidades exactas del cero al diez o incluso al veinte, así como las cantidades aproximadas.
Ejemplo:
quince delegados
alrededor de veinte kilómetros

Asimismo la elección entre letras o cifras debe hacerse aplicando criterios de:
- claridad (las cantidades no exactas de más de 2 dígitos, por ejemplo, se leen más fácilmente en cifras),
- especificidad del texto (si los números abundan, caso de los documentos presupuestarios, es preferible escribirlos con cifras; los resultados de votaciones siempre se escriben con cifras) y
- coherencia (no alternar cifras y letras en un mismo contexto).
Ejemplo:
172 hinchas
15 votos a favor
Cumple quince años

3. Los millones se escriben con letras salvo cuando las cantidades no sean múltiplos exactos.
Ejemplo:
50 millones de habitantes
8 590 642 euros

4. Evitar utilizar “millardo” (aún cuando la Real Academia Española haya aceptado este término) para traducir el inglés billion o el alemán Milliarde. Se prefiere “mil millones”.
Ejemplo:
4 mil millones
3 400 millones

5. Los porcentajes se escribirán siempre con el signo %; el signo irá separado del guarismo por espacio fino o “protegido”.
Ejemplo:
74 %

6. El uso del signo € queda limitado a cuadros y gráficos y se coloca siempre detrás del importe. En todos los demás casos debe utilizarse la palabra “euro”.
Ejemplo:
1 000 millones de euros

7. Se recomienda evitar los guarismos en el comienzo de una frase.
Ejemplo:
Catorce personas murieron ayer (en lugar de “14 personas murieron ayer”).
Un total de 172 hinchas fue detenido por la policía (en vez de “172 hinchas fueron detenidos por la policía”).


Dónde y cuándo escribir

El escritor y profesor de escritura creativa Enrique Páez nos ofrece, en la última entrada de su blog, algunas sugerencias para crear el espacio y momento adecuados para dedicarnos a la escritura, algo de lo que con frecuencia nos quejamos en nuestro Taller.
Os dejo aquí el vídeo. Echadle un vistazo, no dura mucho y da buenos consejos.

viernes, 24 de enero de 2014

La Taberna de Rob Roy

Como cada miércoles, Lorna, esta tarde ataviada con un vestido de lana marrón que resalta su tez blanca y su mirada perdida, entra en la Taberna de Rob Roy portando bajo su brazo una gran carpeta negra.

Se sienta al fondo, en el último rincón, donde hay una mesa pequeña de madera que tiene grabados miles de trazos que indican nombres, fechas y frases de los que pasaron por allí con la intención de dejar su huella.

Lorna abre su carpeta, organiza su pequeño set de pintura y con un gesto pide una pinta a Albert, el camarero y dueño del local.

Hace casi tres años que Lorna frecuenta ese lugar, el olor a madera antigua y a cerveza la envuelve en una especie de tiempo antiguo y los parroquianos ejercen sobre ella una fascinación especial desde el primer día que crujió la madera del suelo bajo sus pies.

Recuerda que la primera vez que entró allí fue con un joven actor de la academia de arte dramático situada en Grassmarket. Fue a ver la obra, se sentó en primera fila y con sus lápices sobre su cuaderno fue trazando líneas y curvas que se convirtieron en cuerpos en movimiento, en luces y sombras acompañadas de palabras y frases que decían los personajes.

Jack, el actor principal una vez echado el telón salió al patio de butacas y le dijo pillándola por sorpresa –Espérame cinco minutos que me cambio enseguida. Quiero ver lo que has dibujado.
Lorna como estudiante de Fine Arts, se sintió halagada por el interés suscitado y Jack le propuso tomar una cerveza para ver su cuaderno y conocer su opinión sobre la interpretación del rey Enrique VIII. Se sentaron en esa misma mesa y mientras Jack soltaba frases amables y de admiración al trabajo de Lorna, le contaba que provenía de uno de los pueblos blancos y negros de Herefordshire donde las ovejas pastan a sus anchas y las casas blancas están cruzadas por traviesas de madera oscura.

También le habló de su deseo de salir del ámbito rural y alejarse de esquilar y ordeñar ovejas. Con tristeza relató su etapa de camarero en Cardiff, donde se había enamorado perdidamente de Alison, una mujer diez años mayor que él, casada y con hijos que desayunaba cada mañana en el bar donde trabajaba.

Una mañana ella llamó al bar preguntado si se había dejado un maletín olvidado y Jack aprovechó para apuntar su número de teléfono;  La llamó en varias ocasiones colgando cuando ella contestaba hasta que un día se decidió  a enviarle un mensaje.
Alison nunca contestó ni al mensaje ni a sus llamadas, y se vio tan frustrado que intentó suicidarse ingiriendo tranquilizantes, pero por suerte no fue una dosis mortal. Al poco tiempo huyó de Cardiff y arribó  en Londres, donde empezó a formarse en academias de arte dramático por las mañanas mientras trabajaba en distintos pub por las tardes.

En su soledad se dedicaba a meterse en distintos chats para contactar con gente relacionada con el teatro, sobre todo féminas, y decidió venir a Edimburgo atraído por una chica con la que chateaba en un foro de Amigos del Festival Internacional de Edimburgo. Ella  le hablaba de la ciudad como un bello escenario, de la leyenda de Bobby, de los cementerios, de los tiestos con flores colgantes a lo largo de sus calles y plazas  y del amor al teatro que profesaba esta ciudad.
También le habló de la Taberna Rob Roy como un sitio mágico para refugiarse los abundantes días de lluvia donde las musas visitaban a los artistas inspirándoles bellas creaciones.
Después de un año chateando,  un día de agosto quedaron en esa taberna para conocerse y disfrutar del famoso Festival, pero ella no se presentó, no contestó a sus llamadas ni a sus mensajes.
–Es mi sino, concluyó Jack con una sonrisa triste.

Jack hablaba de sí mismo mientras Lorna dibujaba una boca con una media sonrisa, una mano agarrando la jarra de cerveza, unos ojos claros soñadores…

Como despedida de la velada Lorna regaló a Jack los dibujos que había hecho en el teatro, vestido de rey gordo y presumido  y después de intercambiar sus teléfonos quedaron en verse de nuevo.
A la salida Jack se despidió de Albert de forma coloquial, al parecer frecuentaba desde hacía tiempo la taberna  y de Ingrid,  una chica rubia y ojerosa que tenía una jarra de cerveza en la barra, mientras tecleaba vivamente en su móvil.

Albert coloca las jarras mientras habla con Ingrid, comentando algo sobre el tiempo y sobre el último partido del Celtic, mientras ella más pendiente de su teléfono que de la conversación se muerde el labio con gesto infantil mientras no deja de escribir mensajes.
Ingrid había aparecido por el pub como ave solitaria, vestida al estilo punk, con mechones azules, ojos y labios pintados de morado y vestimenta negra. Llegaba sobre las seis de la tarde, se sentaba en la barra y mientras se tomaba una o dos pintas se ensimismaba con su móvil entre sus piernas agotando la tarde de esa guisa. Solía llevar un cuaderno  donde de vez en cuando garabateaba algo y sus maneras eran algo bruscas.

Albert sabía algo de ella por haber leído su cuaderno que una tarde quedó sobre la barra olvidado y que compilaba frases, pensamientos, sensaciones, canciones, algunas fotografías, comentarios y poemas. Supo que añoraba a su madre “Te echo de menos mamá, podrías dejarme algún mensaje que me indique que estás bien”, que se sentía sola “A veces me miro al espejo para ahuyentar la soledad, así veo que hay alguien en mi habitación”, que le gustaba el cine “Este puede ser el comienzo de una gran amistad. Casablanca”,   “Ya lo pensaré mañana. Lo que el viento se llevó” “Las cicatrices nos enseñan que el pasado fue real. Dragón Rojo”…

También supo que asistía a conciertos por las entradas pegadas a las páginas con el nombre de los grupos debajo y en la solapa interior encontró un carnet de Amigos del Festival de Teatro de Edimburgo junto a varios flyers de las últimas obras de teatro representadas y una fecha en rojo (3 de Agosto) que se repite en varias páginas del cuaderno con frases: Mamá ¿porqué te has ido?
Albert llevaba unos años en detrás de esa barra ornamentada con tiradores de cerámica y cajitas con posavasos. Sentía como si hubiera estado allí siempre. 

A menudo le asaltaba la imagen de sus hijos a los que veía en contadas ocasiones; en verano, navidad y alguna otra semana del año. Su trabajo no le permitía viajar a verlos tanto como él quisiera, aunque hable con ellos todos los sábados por las mañanas los echa de menos y cada vez que marca el número de su antiguo hogar una punzada se aloja en su pecho. Aún le duele la ruptura con su mujer y con sus hijos pero se convenció de que después de aquel golpe tenía que salir de Cardiff a toda costa.

Su móvil se había quedado sin batería y cogió el de su mujer de la encimera de la cocina para hacer una llamada, en ese momento vio la llegada un mensaje: Estoy enamorado de ti, dispuesto a todo lo que me pidas. 

Dejó su trabajo en el City Stadium y después de unas breves palabras por parte de él y la negación más absoluta por parte de ella decidió marcharse con ayuda de su hermano Patrick que le prestó el dinero para poder pagar el traspaso de la taberna. Después de tanto tiempo aún se pregunta por qué su mujer nunca admitió que tenía un amante, ¿y si fuera verdad lo que le repetía Alison hasta la desesperación? –Albert, te juro que no sé quién me ha enviado ese mensaje.
Lorna ha frecuentado muchas tardes esa Taberna y ha escuchado retazos las historias a retazos de Albert , de Ingrid y de Jack.

Sabe que los tres están vinculados por hechos del pasado, el dolor, la pérdida y la casuística;  se sienta en su mesa del rincón,  a veces con Jack, otras sola,  escucha mientras dibuja y su silencio los salva de enfrentarse a sus insistentes fantasmas.

Araceli Míguez

Enero 2014

miércoles, 22 de enero de 2014

Cambio de rumbo

Carmen camina a paso ligero, le ha llevado aparcar más de media hora y ahora  taconea por el adoquinado del pueblo vestida con una ajustadísima falda que marca sus celulíticas caderas,  las perlitas de sudor se agolpan en su frente  mientras mira su reloj resoplando. –¡Que no llego ¡– se dice apretando el paso.
Se lleva un disgusto cuando llega al salón de belleza y comprueba que la chica de la depilación se ha marchado.

A Carmen le encanta enfundarse en brillante licra,  leggins y tacones y aunque ya  pasa de los cuarenta se maquilla y se tiñe de rubia platino igual que cuando tenía  dieciséis.  Tiene su tiempo ocupado entre su trabajo de cajera en el supermercado y la docena de actividades lúdicas y culturales a las que está suscrita: clases de manejo de la espada samurái, de danza senegalesa, de interpretación de las constelaciones, de mandalas tibetanos, etc.

Había calculado el tiempo al segundo y después de la depilación tenía previsto asistir al encuentro que celebraba su club Amigos de la Lujuria, donde siempre había sorpresa asegurada pero sus expectativas se oscurecían pensando en su tupida pelambrera.

De camino al club pasa a ver a Hao Li, su maestro samurái y le pide que la ayude  usando su afilada espada para depilarla, porque no tiene tiempo de nada, cosa que espanta al asiático y declina la propuesta con mucha elegancia, pero le dice se pasará por el club.

Del salón de su maestro elige un sombrero negro de seda del que sale un leve encaje rojo que deja caer sobre sus ojos pues la entrada al club requiere un toque de excentricismo y se dispone a pasar una tarde amena y didáctica aunque desecha la idea de pasar una noche de sexo y posterior madrugada de helado de chocolate, como es habitual después de esas sesiones.

- Tengo las piernas melenudas, puedo hacerme trenzas o rastas. Así cómo voy a pensar en que me salga un plan.

Cuando llega al local encuentra a todos los asistentes acomodándose en el frondoso jardín,  allí se encuentra con los más variopintos personajes;   una chica se pasea con unos tacones altísimos llevando un señor con el pelo blanco y lunares negros al estilo dálmata,  atado a una correa que a modo de collar lleva en el cuello. Dos chicas van vestidas como las muñecas de moda, las Monster high,  Superman, aunque con algunos kilos de más, también está sentado junto a una menuda Cat woman, y Betty Boop con minifalda, cofia y medias de mallas se pasea bandeja en mano moviendo su cintura y guiñando un ojo a toda persona a la que le ofrece un refigerio.

La maestra de ceremonias que va ataviada con una capa negra y roja y un sombrero de bruja, anuncia que va a empezar la tertulia;  esa tarde dedicada conocer la vida y obra de Patricia Higsmith, prolífica y caótica autora americana.

Se comienza por comentar que una serie de sus obras está dedicada a Mr. Ripley y que trata de un asesino con síndrome de Asperger al que la autora describe con simpatía. Después se hace un recorrido por otros títulos de su bibliografía y cada asistente expone su opinión sobre los libros leídos.

Cuando se pasa a comentar su biografía se enumeran sus apasionadas relaciones lésbicas y quienes fueron sus amantes, que aunque la mayoría fueron mujeres hubo un poco de todo en ese espíritu libre y atormentado.

Mientras tiene lugar la tertulia se proyectan sobre una pared blanca fotos de la escritora de las que destacaba con mucha fuerza una que le hizo su amante lesbiano Rolf Tietgens, en la que aparece desnuda de cintura para arriba con un aspecto de mujer salvaje.

La directora de la tertulia propone que cada asistente intente asumir mentalmente el rol de de los personajes de los que se va hablando  tanto de la vida de la escritora como sus personajes literarios.

Poco a poco las personas allí presentes van transformándose en esos personajes y aparece el seductor Tom Ripley en el cuerpo de Supermán, Carol en el de Cat Woman,  y las chicas monster se convierten en Bruno Anthony y Guy Haines, los dos protagonistas de Extraños en un tren.

Carmen sentada en uno de los sillones está maravillada con la escritora y comienza a sentir que se transforma en ella, ahora se ve igual a la mujer de las fotografías que ha visualizado.

Al cabo de un rato ve entrar a su maestro  acompañado de una mujer casi salvaje, salida de la prehistoria, cubierta por una piel de leopardo, el pelo en greñas y descalza;  Carmen-Patricia la mira con deseo, le apetece estar en compañía de esa fémina.

– No está mal, se dice lanzándole una mirada lasciva, – y seguro que tampoco se ha depilado.

Lo ha decidido; Esta noche cambiará el rumbo de su vida;  le atraen las mujeres, se siente plenamente lesbiana.

Y acercándose a la mujer de las cavernas va pensando que no tendrá que depilarse más.

Por lo menos mientras se sienta Patricia  o  no le den una nueva cita en el salón de belleza.


Araceli Míguez

enero de 2014

viernes, 17 de enero de 2014

Herramientas para inventar historias

Buscando ideas para escribir una historia, hace poco tiempo encontré algunas ideas curiosas.

Por un lado, una presentación de Mario Aller, "Accesorios para inventar historias en el aula", que sugiere herramientas como el "binomio simbólico" o el "caldero mágico". Ni que decir tiene que estos accesorios no sólo pueden usarse en las escuelas.  En el enlace podéis descargarla:



Y por otro lado, una página de nombres, en la que se detalla el origen y el significado de cada uno de ellos. Independientemente de su fiabilidad, puede ayudarnos a crear los personajes de nuestras historias. Espero que os sea útil.






Jesús Gelo Cotán

Nuestro verano - Brrruno

DÍA PRIMERO- RONCESVALLES-ZUBIRI



Partir amaneciendo: 
Tal como me advirtieron , a las 6 de la mañana la mayoría del albergue está en movimiento y me despiertan. Yo he dormido estupendamente, pero escucho empiezo a escuchar los primeros comentarios sobre ronquidos tremendos que no dejan dormir. Mis tapones para los oídos son milagrosos, no me he enterado de nada.
Recogemos sacos, ropa, botas y bastones y salimos al casi frío del exterior. Partimos amaneciendo, nuestros ojos están muy abiertos, absorbemos todo con el ansia del primer día. Dejamos atrás una escultura espiral de metal oxidado que pretende simbolizar el Camino y que gusta mucho a Bosco.

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Tras Espinal afrontamos el Alto de Mezkiritz, la primera subida de cierta consideración. El resto hasta Zubiri es mayormente senderos en bajada entre pequeños pueblos, robles, hayas y pinos. Según leo, es de los paisajes que conservan más parecidos con lo que tuvieron que hallar los viajeros medievales siglos atrás.

"Brrruno": 
Un italiano grande y rechoncho camina bamboleando su cuerpo por la leve pendiente. Lleva una bandera italiana cosida a la mochila de su espalda. Por delante le cuelga otra mochila más pequeña. Me llama la atención ese hombre grandote que pasará de los 65 años con su zancadas lentas pero constantes. Lo saludo y entablo conversación con él. Nos entendemos hablando cada uno en su idioma: "Se camina mejor así, compensando el peso de la espalda con otra mochila delante" contesta en un italiano sonoro. "Brrruno" dice llamarse.
Viene caminando desde su pueblo, en la región de Lombardía, cerca de Milán. Lleva caminados más de 750 kms desde el 8 de junio. Hago cuentas mentalmente y me asombro por los más de 30 kms que hace al día. "Es mi noveno Camino" y nos relata las cuatro vías francesas principales del Camino, algo molesto por nuestra ignorancia: Turonensis (que parte de París y pasa por Tours), Lemovicensis (desde la localidad de Vézelay pasando por Limoges), Podiensis (desde Puy-en-Velay), “Y la cuarta es por la que yo vengo, la Via Tolosana o Arletanensis que comienza en Arlés, pasa Toulouse y en entra en España por Aragón, por Somport".
A María José le fascina su historia, su pelo blanco muy corto, su barba también corta de abuelo bonachón y su voz bronca y enérgica. "¿Podemos hacernos una foto con usted?", "Certo!", y María José y Rosa se fotografían con él. "¡Cómo no fotografiarse con dos chicas tan guapas!". Nos despedimos amistosamente de él. Nuestro ritmo es un poco más rápido que el suyo y lo dejamos atrás. Camina con sandalias y lleva una cinta rojo en el pelo.
Poco más arriba nos encontramos al borde de la senda con la tumba de un japonés que no pudo llegar a Santiago. "No dejen piedras, por favor" puede leerse en su modesta lápida, junto a su nombre y a una foto suya. Y numerosas piñas se acumulan alrededor del enterramiento dejadas por algunos caminantes en homenaje a su persona.



Jesús Gelo Cotán
septiembre de 2013

Nota perdida

DÍA 2- ZUBIRI-PAMPLONA

Nota perdida:

En el camino un polvoriento veo a lo lejos un papel amarillo en el suelo. Al acercarme advierto que es una nota adhesiva perdida. La cojo del suelo, un tanto excitado por la indiscreción de leer algo que no ha sido pensado para que lo lean mis ojos. La nota está escrita en Italiano:

PONTE DA FARE A PIEDI
MANERU
CASA DI DONA FELLISA. PRIMA DI LOGRONO
x mettere il timbro

Tiene señales de haber sido pisada, las irregularidades del suelo han dejado sus marcas. Por detrás, en la parte adhesiva, permanecen restos de tierra rojiza. Intento deducir todo lo que no entiendo sin conseguirlo. La nota ha estado doblada dos veces por la mitad. La guardo en mi riñonera como un pequeño tesoro de mi aventura.




DÍA 5- ESTELLA-TORRES DEL RÍO

Nota perdida (segunda parte):

En el albergue conozco a Serenella, una italiana de pelo corto, voz suave y mirada melancólica. Habla muy bien español, “Lo aprendí en Cuba”, dice, “Cuando lo estudié era más barato irse a estudiarlo allí que hacer un curso en mi país”. Está sola y la invitamos a comer con nosotros, y en el almuerzo sabemos que anda recuperándose de algunas experiencias amorosas desagradables. Tiene un hijo y unos 40 años. Prefiere no caminar muchos kilómetros al día y hacerlo despacio.
 
De nuevo en el albergue recuerdo mi nota no descifrada en italiano y le pido que me la traduzca. ¡Y todas las palabras por fin cobran su sentido!

PUENTE QUE CRUZAR A PIE
MAÑERU
CASA DE DOÑA FELISA. ANTES DE LOGROÑO
x poner el sello

Aunque el mensaje no parece precisamente secreto, me encuentro preguntándome qué puente será ese que pasar a pie, qué querrá decir lo de “poner el sello” y por qué tendría que visitar antes de Logroño a doña Felisa.




DÍA 6- TORRES DEL RÍO-LOGROÑO

Nota perdida (¡fin de la historia!):

Nos acercamos a Logroño y pasamos de la senda de tierra al asfalto. Mis compañeros van algo por delante. Al pie de la estrecha carretera me encuentro con las primeras casas, espaciadas unas de otras, con árboles, huertos y frutales alrededor. Son casas humildes, algunas sin restos de pintura exterior o  de ladrillo. Tienen muchas flores y algunas enredaderas crecen libres en sus paredes. Ciertamente no es el suburbio típico de una capital de provincia. Parece más bien una carretera secundaria que uniera dos localidades rurales y agrícolas.
 
Voy algo absorto en mis pensamientos cuando veo una inscripción en un panel que me hace volver en mí: “Casa de doña Felisa”. ¡Casa de doña Felisa! ¡La nota, la nota perdida! ¡Había olvidado que que estamos cerca de Logroño!
 
Algo nervioso acelero el ritmo y me encuentro en el exterior de la casa con una mujer que pasa largamente de los 60 años y con dos hombres bastante más jóvenes. Descansan en mecedoras a la sombra del soportal de la entrada. “¿La casa de doña Felisa?”, pregunto. “Más adelante”, me indican algo fastidiados con palabras y gestos. Sigo esa  dirección y ahora veo en el suelo algo que antes no vi. En pintura blanca leo “CASA DE DOÑA FELISA” y una flecha señalando hacia adelante. Entiendo ahora el fastidio de numerosos caminantes equivocados buscando a la dichosa Felisa. ¿Por qué será tan popular? Mi inquietud por conocerla no me dejó leerlo antes.
 
A unos 100 metros, dos casas más adelante veo a mis tres compañeros de pie, frente a un puesto. Llego hasta su altura y encuentro tras el puesto, con ropa fresca bajo una sombrilla, a una mujer de unos 50 años, delgada y con el pelo corto y rubio. Ofrece desinteresadamente albaricoques, frutos secos, galletas o agua. También sombreros y algunos recuerdos por la voluntad.
 
“¿Quiere que le ponga el sello?”, “Claro”. En el sello, un lema: “Felisa. Higos, agua y amor”. Higos no hay, agua y amor, mucho.
Nos cuenta la historia de su madre, doña Felisa, que un día decidió plantar un tablón sobre dos caballetes y aliviar y alegrar el camino a quien por allí pasara. “Murió hace DOS años y yo he decidido continuar con esa tradición para honrar a su memoria”.
 
La casa que fue de doña Felisa está toscamente edificada. Tiene algunos ladrillos, tejas, cajas de fruta vacías, escaleras y otros cachibaches en el exterior. Una gran higuera a la entrada llena el ambiente de sombra y de su característico y embriagador olor. Hay cuatro o cinco perros por allí, todos atados aunque no parecen peligrosos, de alturas, edades y colores diferentes, todos bastardos, nada de sangre pura en sus cuerpos, mejor así. Uno de ellos, quizá el más viejo, triste y pacífico, está tumbado dentro de un caseta de ladrillo. Parece no entretenerse ni con el continuo pasar de personas.
 
La que sí parece entretenida es otra mujer mayor con la cara ancha y el pelo gris aún más corto, que sonríe a la sombra de la higuera, junto a la puerta de entrada a la casa. Posa su generoso cuerpo en un sillón de plástico oscuro, pasará de los 70 años. Lleva un ligero vestido gris con estampado blanco de mangas cortas y un delantal blanco que imagino que llevará casi todo el día.
 
Una furgoneta se ha parado a saludar a las habitantes del lugar. Cruzan algunas palabras antes de que el vehículo vuelva a emprender su marcha. Nosotros nos sentamos en dos bancos situados enfrente del puesto, al otro lado de la carretera, a beber, comer los albaricoques y descansar un poco.
 
También hay allí sentado un brasileño joven de barba larga aunque poco poblada y sombrero oscuro de tela gruesa. Logroño queda cerca y le invitamos a que continúe con nosotros, pero quiere descansar un poco más. Nos levantamos, damos las gracias a la hija de doña Felisa por su fruta, agua y amor, y seguimos adelante.




Jesús Gelo Cotán
septiembre de 2013

Mister Allen y la gallina de los huevos de oro

- Buenos días.
- Buenas tardes.
- ¿Viene por lo del puesto, no?
- Así es.
- Tengo aquí su curriculum y no se ajusta para nada a lo que pedimos.
- Sí, ya lo sé, pero tengo experiencia en varios campos que podrían, digamos... ser útiles a la empresa...
- Ya, ya...
- ...
- Y bueno, ¿va a hablarme de esos campos?
- Pues verá... He hecho varios cursos de coaching, que está muy de moda, de gestión de equipos, de terapia de parejas y de uso eficaz del tiempo.
- ¿Y cómo es eso? Explique, explique...
- Ya ve, no he perdido el tiempo...
- Pero explique. ¿No se diplomó usted como técnico agrícola? ¿A qué viene después lo otro?
- El coaching, combinado con la gestión de equipos, ...
- No, no, no. Háblame de lo de la terapia de parejas.
- ¿Cómo?
- No me ha entendido. Mire usted, llevo aquí ya cinco horas haciendo entrevistas y no puedo más.
- Ya.
- Además llevo preocupado toda la mañana con una discusión que he tenido con mi mujer al levantarme.
- Ajá.
- No sé cómo seguimos juntos. Cuando no es por una cosa, es por otra. Si no se enfada ella, lo hago yo. Cada uno queremos las cosas a nuestra manera y ninguno cedemos.
- Ya. Si no es mucho preguntar, ¿qué edad tiene usted?
- 42 años.
- ¿Tienen hijos?
- Mire, eso es lo único en lo que creo que hemos estado plenamente de acuerdo en nuestra vida. Ninguno de los dos los queríamos ni los queremos.
- Eso es un punto a favor. Creo que se encuentra usted en una fase típica de la madurez, en un momento vital crítico bastante común.
- ¡No me diga! ¿Y será fácil afrontarla?
- Depende.
- Es bastante explícito, ¿sabe usted?
- Necesitaría saber muchos más detalles. Y conocerla a ella también, por supuesto.
- ¿También a ella? ¿No podríamos hacerlo aquí entre usted y yo?
- Pues no.
- Bueno, mire usted lo que vamos a hacer. Tengo aún doce personas que entrevistar. A mí me importa un carajo esta empresa, me tienen aquí explotado y malpagado. ¿Sabe usted cuanto cobro? Pues 1.100 euros por pasar aquí unos 50 horas a la semana. Y no crea que las horas extras me las pagan doble. Ni doble, ni cuarto y mitad ni nada.
- No me extraña que después esté tan nervioso en casa.
- ¿Verdad que sí? Pues mi mujer no quiere entenderlo. Bueno, a lo que iba. Que como me importa un carajo esta empresa y su rendimiento voy a seleccionarle, a pesar de que sé que no cuadra usted con lo que quieren y que la mayoría de los cursos esos que me ha dicho serán cursos de mala muerte sin valor curricular ni nada. Pero me transmite usted algo y creo que es la persona que ahora mismo necesito.
- Pues muchas gracias. ¿Y cómo haremos para vernos?
- No se preocupe usted por eso. Tengo varias maneras de hacerlo. Usted váyase tranquilo y como en quince días recibirá usted un correo electrónico anunciándole cuándo tiene que incorporarse.
- Muchas, muchas gracias.
- De nada, de nada. La verdad es que estoy loco por que empiece usted y podemos empezar a vernos.
- ¿De veras? Me siento bien siendo útil. Si quiere podríamos vernos antes. Vivo en esta ciudad. Podríamos quedar por el centro.
- ¿Lo haría? Para mí sería un alivio.
- Claro. Mire, voy a dejarle para que reflexione el párrafo final de “Annie Hall”, una película de Woody Allen, no sé si usted la conocerá. Dice así: “Y recordé aquel viejo chiste. Aquel del tipo que va al psiquiatra y le dice: 'Doctor, mi hermano esta loco, cree que es una gallina'. Y el doctor responde: '¿Pues porque no lo mete en un manicomio?'. Y el tipo le dice: 'Lo haría, pero necesito los huevos'. Pues eso es más o menos lo que pienso sobre las relaciones humanas, ¿sabe? Son totalmente irracionales, y locas, y absurdas; pero supongo que continuamos manteniéndolas porque la mayoría necesitamos los huevos”.
- Vaya, a dado usted en el clavo.
- Dele las gracias al Sr. Allen.
- Buenos días.
- Buenas tardes.




Jesús Gelo Cotán
octubre de 2013

Sandía fresca o la sencilla alegría del reencuentro




A punto de cruzar el Puente Fitero sobre el río Pisuerga, río que separa Burgos de Palencia, encontramos a la izquierda del sendero el restaurado Albergue de San Nicolás. Y quizás hubiéramos pasado de largo si no hubiese reconocido en la puerta a Brrruno, con camiseta, chaleco sin mangas, pantalón corto y sin la cinta en el pelo, tan diferente de aquel caminante con el que nos cruzamos en la primera etapa, subiendo el Alto de Mezkiritz, que María José no lo reconoce a primera vista.

- Es Bruno -le digo.

Y ella reacciona tan sorprendida que sorprende aún más al italiano con un espontáneo abrazo:

- Lo siento, no lo ricordo, soy muy mal fisionomista -nos dice mientras sonríe-. ¿Hasta dónde vais hoy?

- Hasta Fromista.

- ¿Pero cómo...? ¡Hay que andar de Burgos a Hontanas y de Hontanas al albergue San Nicolás! ¡Hay que hacer parada aquí!

Y comprobamos que, detrás de la divertida recomendación, el lugar merece realmente la pena: una iglesia reformada para acoger además a 12 peregrinos en literas en una entreplanta; un albergue sobrio pero agradable. La nave rectangular conserva en un extremo el altar y un zona para el rezo; y en un lateral hay espacios para cocina, mochilas y aseos. En el centro una alargada mesa con sillas en la que Bruno nos sella la credencial.

- Este albergue lo mantiene la congregación a la que pertenezco, la Confraternitá de Santiago di Compostela de Perugia. Los hospitaleros se han tomado unos días libres y yo los he sustituido mientras tanto.

Me asombro pensando que este hombre de unos 65 años ha sido capaz de caminar tan rápido como para que lo encontremos 12 días después limpio, descansado y atendiendo a un albergue. Nos despedimos con besos y abrazos y con la felicidad del reencuentro.

Y por si esa sencilla alegría no fuera suficiente, un par de kilómetros más allá, en Itero de la Vega, Mari sale a nuestro paso y nos ofrece un momento de descanso en su pequeño y sombreado patio lleno de plantas. Nos regala un poco de conversación mientras nos muestra el cuaderno en el que han escrito los peregrinos que ha acogido y nos ofrece bebida y la sandía fresca que había troceado para ella con toda la generosidad que a veces se encuentra en esta aventura.

Escribimos en su cuaderno y le damos las gracias. A la salida memorizamos su número y el nombre de su calle: Santa Ana, número 6. Nos ha confesado uno de sus deseos aún no cumplidos: sustituir el ordinario azulejo con el 6 de su puerta por una concha amarilla con el número en el centro. En unos meses le llegará desde el sur un paquete con su deseada concha con el 6 elaborada por manos artesanas e impregnada de todo nuestro cariño.


Jesús Gelo Cotán
diciembre de 2013

Desayuno en la hierba




Os preguntaréis qué hago desnuda en medio del bosque acompañado por estos señores tan trajeados. Y es que si alguien me hubiera dicho que Cristine y yo terminaríamos así después de un comienzo de mañana tan prometedor, apenás hubiera podido creerle.
 
Un domingo más, me encontré con Cristine en el Boulevard de l'Eau y nos encaminamos paseando hasta la Place de la Libertè. El sol matutino era aún suave pero auguraba una tarde de mayo calurosa. En la plaza no pudimos sentarnos en nuestro banco favorito, ese desde el que pueden verse a los paseantes a la vez que se disfruta de la fachada lateral del edificio de la Chancillería, para mi gusto la más hermosa. Eso me contrarió por poco tiempo, pues casi en el momento que nos acercamos a la fuente de las Esfinges, una pareja de señores se levantó para dejarnos su lugar. Ese galante detalle me hizo sonreír.
 
- Aquí estarán más frescas, señoritas -nos dijeron, mientras sentía minúsculas gotas de agua en mi cara.
 
El más alto llevaba una gran cesta de mimbre en la mano. Mi mirada interrogativa le bastó a su dueño para contestarme:
 
- Aprovecharemos este magnífico día para desayunar en el bosque.
 
Su extraño sombrero me pareció atrevido. Su silencioso acompañante tenía un aspecto de lo más enigmático. Miré a Cristine y ellos advirtieron mi interés por acompañarles.
 
- Pueden venir con nosotros si lo desean y no tienen otros planes, señoritas.
 
¿Otros planes? Desde que me harté de que el bestia de Bastien destrozara mi vida, la mayor ocupación de mis días era buscar un nuevo partido que me alejara definitivamente de mis padres. Cristine tenía aún algo más de tiempo, pero yo rondaba peligrosamente los 25 años sin que ningún buen hombre se acercara a mí. Y no era sólo el agobiante ambiente de mi casa lo que me hacía añorarlo, sino ser la única chica de mi edad que aún no había catado varón. Bastien lo intentó, pero su delicadeza de cactus logró provocarme tal ataque de pánico que casi acabo en el hospital.
 
Acompañamos, pues, a los señores hacia el bosque. Nos sentamos sobre la hierba en un lugar apartado y fresco, cerca del río. De la cesta empezamos tomando algo de pan y mucho de vino. Cuando nos dimos cuenta las dos botellas estaban vacías. Desinhibida propuse un juego infantil para distraernos; nuestras prendas serían el pago del perdedor. Empecé a dejarme perder deliberadamente y Cristine advirtió mi maniobra y comenzó también a imitarme. Las sonrisas se dibujaban en los rostros de nuestros acompañantes a medida que desaparecían nuestras ropas. Pero no podía suponer que los muy estúpidos sonreían por la alegría de ir ganando.
 
Cuando Cristine comprendió que estaban más interesados en la victoria que en captar nuestras indirectas, se levantó sin dar explicaciones para meterse en el río. Y yo permanecí completamente desnuda aguantando a un tipo incapaz de callarse y que parecía saber de todo. Su gorrito antes atrevido ahora me parecía absurdo y la mirada del silencioso había pasado de enigmática a mirada de rumiante. Cuando el filósofo le dio una tregua y él pudo ha-ha-ha-ha-haaaablar, casi me da a-a-a-a-aaaalgo. En ese momento me resigné, me levanté siguiendo a Cristine, tomamos una barca que permanecía en la orilla desde que llegamos y bajamos por el río. Quizás algún pescador desocupado pueda arreglar la mañana, pensé, pero sólo encontramos familias escandalizadas en la ribera por encontrarnos tan ligeras de ropa.
 
Por azares del destino esta historia acabó llegando a oídos de mi vecino Edouard Manet, que, divertido, quiso inmortalizar el jocoso momento. Ahora me encuentro tal y como me veis, pues ha insistido mucho en que para captar adecuadamente mis volúmenes debía posar desnuda. Y digo yo que si el resto de los volúmenes ha podido imaginarlos (pues estoy sola en su estudio, que no tiene nada de bosque), también podría haber imaginado mis formas carnales bajo la ropa.
 
Pero en fin, el día es cálido, se está más fresca así, me acerco a los 25 y no quería franquear esa frontera sin conocer el virtuoso pincel de monsieur Manet, del que todo el mundo habla en París.


Jesús Gelo Cotán
diciembre de 2013

Tres deseos






Marco tuvo tantos hijos como deseos y deseaba una pequeña fortuna, una pequeña mansión y un pequeño barco. Y recordando a un cómico que consideraba genial, ironizaba: “La vida está hecha de pequeñas cosas”, tras lo que estallaban sus estruendosas risotadas.

Provenía de una familia sencilla y el único escándalo que le causó en su vida fue elegir como esposa a una prima hermana 5 años menor, Virginia, con la que se casó cuando tenía 32 años.
Era minucioso y aficionado la etimología y por ello le gustaba emplear las palabras precisas para nombrar las cosas.

Marco persiguió su primer deseo negociando con cereales de importación hasta que años después descubrió que era más rentable jugar con el precio de esos cereales que comprarlos, que ninguna tonelada corría así el riesgo de quedar almacenada hasta perder buena parte de su valor.
Le bastó permanecer a la sombra de un adinerado y anciano protector para multiplicar varias veces su capital. Su secreto era ser moderadamente ambicioso, no correr riesgos innecesarios y no querer involucrarse más que en pequeñas hambrunas de corta duración. Su ética no le permitía llegar más allá.

Su primera hija, Aurelia, fue, como su primer deseo, la más buscada y costosa. Su piel y su pelo eran dorados como los de su madre. Aurelia era una niña inteligente, organizada y con sentido práctico a la que le gustaba ser apreciada por su esfuerzo.

Su segunda hija, Desideria, llegó de forma mucho más sencilla, dos años después que su hermana  y al tiempo que se trasladaban a una ansiada vivienda en el civilizado barrio donde habitaban todas aquellas personas dignas de ser estimadas. También tenía la piel dorada, aunque su pelo era castaño y sus ojos tenían el dulce color de la miel. Su mirada era profunda y sus gestos suaves. Le gustaba el silencio, y dedicaba su tiempo a la lectura, al cultivo de flores exóticas y a la taxidermia, disecaba todo insecto y pajarillo que caía en sus manos. Jamás agredió a nadie físicamente, pero en cuanto tuvo la suficiente capacidad de persuasión ocupó la mejor habitación de la mansión.

– Esta es mi hija –dijo Marco cuando la vio con orgullo de vencedora en la gran habitación.

El tercer y único hijo de Marco fue fruto de una relación adultera, pero por imposición del patriarca recibió los mismos parabienes y beneficios que sus dos hermanas. Vivió con el resto de la familia y su madre natural, nunca se supo cómo, desapareció un buen día sin dejar rastro. El niño se presentó en el momento álgido de la fortuna de Marco, cuando éste contaba con 56 años, y 12 años después que hermanastra menor. Llegó cuando su padre ya desesperaba por un varón al que transmitir sus astucias artes y cuando empezaba a plantearse la retirada y el goce de perderse algunas temporadas en el mar con su aún no adquirido barco.

Pensó en llamar a su hijo Neptuno, como el Dios en que quería convertir a su hijo, y repetía sus conocidas risotadas al pensarlo. Pero finalmente lo llamó Nereo, en culpable homenaje a una díscola hermana a la que dejó morir en la desesperación, y reservó el nombre de Neptuno para su futura embarcación.

El nacimiento de ese hijo y algunos inesperados contratiempos en sus negocios le hicieron retrasar su retiro. Empezó también a hacer más devotas sus relajadas convicciones religiosas y a creer sinceramente, tras unas operaciones en las que a punto estuvo de perderlo todo, que había alguna fuerza superior que lo alentaba y protegía.

Nereo fue indomable como su fallecida tía, y malcriado como un hijo deseado en la avanzada edad, y las sonoras carcajadas se mezclaban a menudo en la hermosa casa con desesperantes conflictos y caprichos que acentuaron las arrugas de su padre. Cuando Nereo se acercaba a los 16 años, Marco por fin se decidió a tomar varias decisiones: adquiriría su soñado barco, enviaría a su hijo a un estricto colegio con universidad privada y se retiraría situando al frente de la empresa a un gestor hasta que Nereo estuviera preparado para ponerse al frente. Ni siquiera se planteó que la serena frialdad de Desideria o la inteligencia práctica de Aurelia podrían haber sido más beneficiosas al negocio familiar.

El pequeño pero deslumbrante Neptuno le fue entregado a Nereo el día después de su 16 cumpleaños. Padre e hijo emprendieron entonces un viaje por mar de dos semanas. Marco aprovechó ese viaje para contar sus proyectos a Nereo. La tormenta que se produjo en el interior del joven no fue menor que la inesperada tormenta meteorológica que los sorprendió en pleno Atlántico y que ninguno de los indicadores consultados predecía. Tras casi ocho horas de cruenta lluvia, de olas que a Marco se le antojaban casi apocalípticas y de viento azotador, padre e hijo subieron a la borda incrédulos todavía porque aquel barco hubiera resistido sin hundirse. En Nereo se unían la angustia interior y el miedo exterior, pero Marco mostraba en su semblante una paz y confianza supraterrenales que se reflejaban en una casi estúpida sonrisa.

– Como a Jonás, este barco nos ha engullido y protegido de la tormenta –dijo a Nereo–. Debemos Darle las gracias.

Y Nereo, aún exhausto y aterrado y temiendo que a su educación enclaustrada se sumara una fanática y filantrópica caridad, sucumbió a uno de sus habituales estallidos de ira, arrojó a su padre por la borda y puso en marcha la embarcación sin esperar a comprobar si ahora era una auténtica ballena la que engullía de veras a su padre hasta depositarlo en una arenosa playa.

Así terminó la vida de Marco, un hombre que alcanzó sus deseos y cumplió la misión hacia la que se sentía impulsado en la vida. Ahora sus hijos se despedazan por unos bienes que su mujer maldice y que los especuladores ansían.

El cuerpo de Marco nunca se encontró, aunque permanece milagrosamente incorrupto en el fondo del mar. Está escrito que un día será hallado por un pescador de la costa gallega y que el único hecho que le separará de la santidad será el haber engendrado a su hijo varón en una relación fuera del sagrado matrimonio.



Jesús Gelo Cotán
diciembre de 2013

Historia de un aventurero novato en la muy ilustre República Checa







La posibilidad de encontrar a mi padre en Praga es tan peregrina como la de hallar a un barbero ciego, gay y mulato en esa misma ciudad. Pero en eso supongo que también consiste la ficción. Así que comience la farsa...




Antonio Jesús no había salido de España más que al sur de Portugal, a comprar sábanas, toallas y cerámica, cuando el mundo no era un gigantesco bazar chino con la etiqueta "Made in PRC" en todos los productos. Esa había sido su única incursión en el extranjero.
La forma en la que llegó a Praga es fruto en parte de la casualidad y en parte de una estudiada estrategia en la que sus amigos y su familia supieron tocar sus puntos débiles. Él aseguraba que no se subiría a un avión si no era para viajar a Cuba, y eso, siempre, antes de que murieran Fidel y Raúl Castro.
En marzo de 2013, su querido amigo Pepe Montaño ganó un premio inesperado en una tómbola de feria de un pueblo perdido en los montes de Málaga: un viaje a Praga de cinco días para cuatro personas con Viajes Marsans. La empresa de viajes había quebrado bastante tiempo antes, y el afortunado preguntó al vociferante dueño de la tómbola por la validez de aquel premio. Entre reclamos de Bob Esponja y de Hannah Montana, dejó el micro para decirle:
– Por supuesto señor. Es un premio totalmente válido –y siguió a continuación animando al escaso público a adquirir un boleto con el que lograr llevarse a casa a la última heroína de Disney Channel.
Pepe Montaño investigó dónde podía canjear su premio y descubrió que, tras la disolución, traspaso y desmembración de Marsans en otras empresas, el único lugar en el que podía hacerlo era en una agencia de viajes en el sur de la provincia de Granada. Llamó varias veces por teléfono antes de arriesgarse a desplazarse hasta allí desde Sevilla, pero nunca nadie contestó al otro lado de la línea. Finalmente se dijo: “Bueno, si todo es en balde, al menos pasaré un par de días en la playa”.
Cuando llegó a Motril con Carmen, su pareja, y en la cutreagencia de "Viajes Laínez" le expidieron el vale a Praga para cuatro personas, apenas podían creerlo. Aquel fin de semana fue especialmente soleado, más soleado aún para ellos imaginando volver a Praga después de tanto años. Un único inconveniente: tenían hasta finales de abril para aprovechar el premio.
Pensaron primero como acompañantes en Toñi y Antonio. A Toñi le encantaba conocer nuevos lugares, pero llevar a Antonio hasta Praga era poco menos que una ilusión. Decidieron intentarlo de todas formas. Prepararon un plan y entre todos le argumentaron que en la República Checa, sorprendentemente, había llegado al poder en las últimas elecciones un partido que estaba revolucionando toda Centroeuropa por su beligerancia y resistencia contra las multinacionales e imposiciones capitalistas. Chequia era en ese momento una esperanza para la izquierda europea. Le animaron también diciéndole que, si finalmente se decidía, sus hijos los acompañarían a Praga. Después de varios días de reflexión e imaginando ver a toda su familia de visita a un país como el que le contaban, Antonio dio un "Sí" tan convincente como inesperado.
Su hijo Jesús conocía un alojamiento barato y bien situado en la ciudad. Llamó al albergue y reservó una habitación completa para siete.
El primer desplazamiento en avión de Antonio fue todo un suplicio, porque, a la incomodidad de hacerlo con Ryanair, tuvieron que sumar un vuelo con escala en Frankfurt. Dos despegues y dos aterrizajes, más las turbulencias en el aire, fueron demasiado para él. Por eso, cuando llegaron al albergue sobre las once de la mañana, se instalaron y se propusieron dar el primer paseo por la ciudad, Antonio respondió que sólo pensaba en dormir una siesta hasta la hora de almorzar.
Todos salieron y el se tumbó en la cama baja de una de las cuatro literas de la austera habitación. Se durmió pronto arrepintiéndose de haber dado el sí a aquel viaje, y más arrepentido aún se despertó después de un muy breve sueño cargado de pesadillas aéreas y terrestres. En unos quince minutos perdió la vida de doce formas diferentes.
Se incorporó de la cama, sacó sus cosas de la maleta y las dispuso en una silla de plástico junto a su cama, el único lugar que encontró adecuado para hacerlo sin invadir el terreno de sus acompañantes. Cogió ropa, toalla, champú y gel de baño para ducharse, y salió fuera de la habitación hasta los baños comunes, temeroso de encontrar algún problema que no pudiera solucionar en un país extranjero. En el baño coincidió con un joven de aspecto latino que sólo hablaba en inglés pero que decía llamarse Paco. Por supuesto, entre su verborrea anglobarbárea, Antonio no acertó a escuchar su nombre ni a saber qué quería aquel chico tan amable y expansivo, así que se metió en la ducha en cuanto pudo y no salió hasta que dejó de escuchar al jovenzuelo americano.
Se preparó frente al espejo para afeitarse. Pasó la mano por el cristal para quitar el vaho acumulado por el agua caliente de las duchas, y al abrir el neceser se dio cuenta de que no había traído los útiles de afeitado. ¡Maldita sea, con una barba tan cerrada y recia como la suya! No podía pasar cuatro días sin afeitarse ni una sola vez. Tenía que salir a comprar una cuchilla como fuera.
Antonio era un hombre decidido en su ambiente natural y allí donde pueda entender y hacerse entender, pero mientras acababa de vestirse para salir, no podía dejar de sentir un nerviosismo extraño ante lo que para él era una auténtica aventura.
Praga no es una ciudad muy diferente a algunas ciudades españolas: mayoría de raza blanca, un cierto orden en el tráfico, franquicias multinacionales, idénticas marcas de bebidas o de coches, los desheredados suficientes para dar un toque variopinto y diverso al ambiente... Pero para él fue como hallarse en una vorágine difícil de controlar. Buscó el nombre de la calle en la que se encontraba para poder preguntar más tarde si se perdía. Llegó hasta él: “Ulice Jsi Ztracen” (1). Tuvo que desistir en su intento de memorizarlo y se dispuso a anotarlo; tenía bolígrafo, pero no papel, y casi sintiéndose como un delincuente, rasgo un trozo de un anuncio publicitario fijado a una farola que sabe dios qué vendería. Casi como un niño que empieza a escribir sus primeros copiados de la pizarra, escribió letra a letra en el papel aquel dichoso nombre de la placa metálica, con tanta atención que estuvo a punto de sudar.
Respirando hondo empezó a caminar. Buscaría una pequeña tienda en la que hubiera un poco de todo, seguro que sería fácil dar con una cuchilla. Aunque tenía buena orientación, no quiso arriesgarse a dejar su modesta calle cuando se cruzó con otras más anchas y vistosas. “No, mejor adelante”, se decía.
Unos cien metros más tarde, no pudo ser “mejor adelante” porque la calle se terminó. Tomó la dirección izquierda al azar. Poco después, en la acera contraria, apareció el comercio que buscaba. Miró a ambos lados de la calle y cruzó. Cuando se disponía a entrar en ella, el oriental que regentaba la tienda apareció en la puerta sonriente y hablador, invitándolo a pasar adentro tomándolo del brazo. Bien porque jamás había visto antes a un chino tan extrovertido, bien por la verborrea incomprensible que disparaba o bien por verse tan animosamente agarrado del brazo, Antonio se separó bruscamente de aquel hombre con un “¡No no no no!” tan repentino y asustadizo, que el vendedor no tuvo la menor duda en que aquel tipo raro no entraría en su tienda. Tan nervioso se alejó de él, que a punto estuvo de estamparse con el gigantesco falo que un sex-shop exhibía junto a la puerta a modo de eficaz publicidad.
Siguió adelante a paso rápido por la calle, y cuando se disponía a regresar –“Qué mas dará una barba de cuatro o cinco días”–, encontró una peluquería como hacía tiempo que no veía, en la que un peluquero estaba afeitando a un señor de unos setenta años en un butacón inclinado de piel oscura. Vino a su memoria su infancia y recordó la barbería que Cristóbal tenía en Olivares en la calle Larga, con su puerta acristalada de madera de un celeste grisáceo. Miró unos momentos desde la entrada antes de decidirse. Había dos peluqueros en el interior, uno grandote y bien parecido y el otro mulato y con gafas oscuras, y ningún otro cliente aparte del que ocupaba el sillón. Entró, saludó en español –”Buenas tardes”–, fue respondido con agrado y una cierta extrañeza por los allí presentes, y se sentó. Buscó la lista de precios pero no acabó de entenderla. Junto a las cifras aparecían caracteres imposibles de descifrar. Se sentía inquieto. Miró más detenidamente lo que le rodeaba. Pronto se dio cuenta de que el mulato de las gafas oscuras era ciego y de que seguramente se ocupaba sólo de la caja, pues permanecía de pie junto a ella canturreando las canciones que una antigua y brillante radio con carcasa de madera emitía. En las paredes había bastantes fotos, la mayoría en blanco y negro, aunque también otras en color de monumentos y plazas con estatuas y jardines. Entre las fotos, vio una pequeña en la que creyó adivinar a un barbudo Karl Marx. Se tranquilizó y por primera vez se alegró de haberse dejado convencer para visitar ese país.
Cuando el cliente se levantó, pagó y se fue, el peluquero lo invitó a ocupar su sitio en el sillón. Antonio Jesús se tocó la barba para hacer comprender al otro el servicio que buscaba, y sacó la cartera para conocer de antemano el precio. Tomó cinco euros sin recordar que en Chequia se utiliza la corona checa como moneda, pero el hábil peluquero lo retiró con presteza de sus manos, se la pasó a su compañero el cajero y éste lo recibió con una gran sonrisa de dientes blancos.
Se sentó en el sillón, colocó los brazos y piernas en los lugares adecuados y sintió la comodidad que le proporcionaba su inclinación y su mullida consistencia. Notó que su respiración se lentificaba. El barbero-peluquero andurreaba eligiendo sus herramientas en una mesa donde estaban colocados, en un exquisito orden, todos los útiles necesarios. Antonio Jesús se sintió tan bien –le encantaba aquel orden, cada cosa en su sitio– que cerró los ojos mientras el peluquero le colocaba la capa de corte alrededor del cuello. Unos segundos después los abrió con extrañeza al sentir que enderezaban el sillón y al escuchar una máquina eléctrica vibrando detrás suya. No tuvo tiempo de reaccionar, cuando vino a darse cuenta el barbero-peluquero había elegido ser peluquero y ya subía con el cortapelos eléctrico desde su nuca en dirección a su coronilla.
De poco sirvió su hispánica protesta, su alejar de sí al peluquero y a un ayudante ciego inusualmente competente en sus movimientos. Un cortafuegos peludo surcaba la parte posterior de su cabeza y no podía dejar aquello así. Resignado, volvió a sentarse, “¿Quién me habrá mandado a mí venir aquí?”. El peluquero rebajó con el maquinilla toda la parte posterior de la cabeza y continuó con tijeras y navaja con el resto, a la vieja usanza. Cuando terminó, Antonio Jesús, se sintió satisfecho del resultado. Pelado corto y sencillo, menos mal.
Empezaron a quitarle la capa que había protegido su ropa de los pelos cortados y Antonio empezó a protestar en voz alta tocándose la barba:
– ¡Pero si aún no me has afeitado, que es para lo que yo venía!
El checo se hacía un poco el sueco jugando con el cliente mientras alegaba un malentendido en sus actos, al tiempo que con un gesto de la mano le pedía más dinero. Antonio buscó algunas monedas en su cartera, pero recordó que habían decidido traer sólo billetes porque era lo único que podían usar en las casas de cambio y de pronto cayó en la cuenta: “¿Cómo me han cobrado en euros estos tipos si aquí no usan esa moneda?”. Un poco fastidiado, sacó otro billetes de cinco euros, que el peluquero-prestidigitador hizo volar de sus manos logrando otra sonrisa dentona de su colega. Volvieron a sentarlo, a ponerle la capa al cuello y variaron al inclinación del sillón hasta dejarlo, esta vez sí, en el ángulo correcto para el afeitado.
Mientras el peluquero se lavaba las manos en un pequeño lavabo antes de convertirse en barbero, el mulato ciego salió de detrás de la caja registradora para llegar hasta Antonio, cogiendo antes de un recipiente una toalla mojada y humeante para humedecerle la barba. Antonio decidió dejarse llevar, al fin y al cabo no era tan disparatado pagar diez euros por un corte de pelo y un afeitado. Cerró los ojos de nuevo cuando el mulato le colocó la cálida toalla alrededor de la cara y su respiración volvió a tornarse pausada. El ciego también distribuyó con cuidado la espuma de afeitar por su cara con un brocha. Poco podía imaginar que un instante después vería al ciego mulato convertido en un ciego-mulato-barbero con una navaja en ristre.
– ¿¡Pero cómo, oiga, están ustedes locos...!? –gritaba mientras se separaba del sillón y del arma asesina.
El Partido de la Liberalidad Liberada había llegado unos nueve meses antes al poder en la República Checa, y tras su parto gubernamental estaba cumpliendo poco a poco y una por una todas sus promesas electorales. Una de las primeras, había sido dar empleo a todas las personas discapacitadas con posibilidad de trabajar, pero fueron tantas las solicitudes que algunas habían terminado ejerciendo las tareas más inverosímiles. Antonio Jesús conoció esta noticia meses después, en el ambiente conocido de su casa que difícilmente volvería a abandonar, y por primera vez se arrepintió de que un partido cumpliera tan de firme el programa con el que acudió a las elecciones.
Si increíble está siendo toda esta historia, más enigmático aún es el hechizo con el que el peluquero vidente, en un pragués calmoso pero firme, convenció a un cliente que no entendía la menor palabra para que se sentara de nuevo en el sillón y se dejara afeitar por un ciego. Y aunque Antonio ya no lograba relajarse, admiraba la seguridad con la que el barbero mulato despejaba su rostro del recio pelo al tiempo que continuaba acompañando las canciones de la radio con su afeminada y bien timbrada voz. Radio, que por otra parte, parecía no saber emitir tonadas posteriores a su año de construcción, allá hacia 1974. La canción más moderna que había sonado tendría más de cuarenta años.
Como si de un Chaplin cubano-checo y ciego se tratara, el barbero acompasaba en ocasiones peligrosamente los pases de la navaja al ritmo de la música. Cuando lo hacía, Antonio apretaba tanto los brazos del sillón que hubiera asfixiado a cualquier animal u hombre con aquella presión.
De pronto en la radio sonó Edith Piaf y el barbero se trasformó. Con gestos dramáticos interpretó el “Hymne à l'amour” y se exaltó con “La vie en rose” con la navaja en alto. Cuando se acercó con ella a su cliente, cantando a pleno pulmón, sobrepasó el límite tolerable que podía aguantar Antonio. Se quitó la capa con urgencia y malos modos, alejándose del homicida, y no quiso escuchar las explicaciones que el peluquero encantador de clientes argumentaba para volver a retenerlo. Salió a la calle a medio afeitar, casi sudando y con las manos agarrotadas, tan nervioso aún que no se planteaba siquiera cómo iba a explicar al resto de sus acompañantes por qué sólo tenía media cara sin vello. Tan acelerado se movía, que está vez sí se comió –con perdón– el falo gigante del sex-shop. Al menos el golpe y la bronca de la dueña, lo trajeron en sí y pudo, algo más sereno, volver a pensar. Compraría una cuchilla en el comercio chino, no quedaba otra.
Al llegar al establecimiento, reapareció en la puerta su dueño de sonrisa fácil, pero se detuvo al ver quién regresaba, ahora con menos pelo y con sólo media barba afeitada. Esta vez no se le ocurrió cogerlo del brazo. Antonio apenas lo miró, entró en la tienda y buscó la cuchilla entre las estanterías hasta que la encontró. Se dirigió a la caja para desprenderse de otros cinco euros –vaya lo que iba a costarle al final la mañanita– por no tener nada más pequeño con que pagar al chino. Detrás del oriental, otra foto de un barbudo que quizás también fuera Marx. “Menos mal que al menos son un pueblo convencido”, pensó como mal menor.
A eso de las dos y media, llegó el resto de viajeros al albergue, donde el aventurero novato esperaba duchado y afeitado, esta vez sí, por completo. Nadie supo nada de su mañana, no faltaba más, y salieron a la calle para almorzar.
Pasaron por delante del comercio chino, ante la sonrisa forzada del dependiente. Pasaron por delante del Gran Falo, ante la sorpresa de los viajeros y el azoramiento de Antonio, que a punto había estado de destrozar aquel reclamo. Y pasaron también por delante de la peluquería-barbería, que estaba cerrando sus puertas. En la entrada, esperaba de pie, con una sonrisa en los labios, el mulato, con su uniforme y sus gafas oscuras. Cuando lo dejaron atrás, Antonio volvió la mirada. El ciego, al advertirlo, se levantó las gafas oscuras para lanzarle un guiño con el ojo y un mohín con los labios que, afortunadamente, sólo él percibió y que, también, por supuesto, nunca nadie más que vosotros y yo, queridos lectores, sabremos. Se hubiera visto obligado a narrar toda su disparatada historia y a sufrir por el resto de sus días las bromas pesadas de su cachondo y a veces un poco gamberro amigo Pepe Montaño. Ni que decir tiene, que Antonio Jesús no ha vuelto a cruzar las fronteras de nuestra castiza patria, y que sólo lo hará si es para viajar a Cuba, y eso, siempre, antes de que mueran los hermanos que ya ustedes conocen.



Jesús Gelo Cotán
enero de 2014

En otro tiempo y en otra ciudad

Me acicalo debidamente y elijo peluca. Hoy, una rosa con algunos cabellos del flequillo en punta, y rematada en una trenza. Me cansa esta vida frívola y casquivana, pero es la única forma que he encontrado para no pensar, para no sentir el alma helada, o al menos para pretender que no lo está. La música no es suficiente. La música inflama mi alma y hace que me duela aún más este vacío. Ni doncellas, ni vino, ni fiestas, nada me calma ya. Pero ella me espera, y no faltaré. Será la última muchacha con la que pasaré la noche.
Quién pudiera cerrar los ojos y abrirlos en otro tiempo, en otra ciudad…



No me gusta. Antes o después tendré que rebelarme, digo yo, ante esta dictadura infantil. No me gusta. Y todo lo que supone… que no es sólo llevar a los niños al circo, no qué va. Si sólo fuera eso, podría sobrellevarlo. No.
Es que es aguantar a los niños todo el fin de semana histéricos, con su nula percepción temporal, preguntando cuándo irán al circo, cuánto falta, etc. Porque además las entradas son para el domingo a última hora de la tarde. Que digo yo que ya podría haberlas sacado para el viernes, y así nos lo habríamos quitado de encima en un momento.
Y el día “C”, levantar a los niños pronto, para que jueguen mucho en casa y se cansen, de forma que luego duerman algo de siesta, porque si no, no aguantarán ir al circo a semejante hora: las nueve. Poco menos que la madrugada infantil.
Y comprarles chuches porque claro, es un día especial, y se les puede consentir y fomentar las caries. Y el camino en el coche, y buscar aparcamiento todo lo cerca posible, pues sé de sobra que a la vuelta no podrán con sus cuerpecitos y no querrán andar y me enfadaré y les reñiré y estropearé la estupenda tarde que habrán pasado… ¿Cómo se encuentra aparcamiento cerca de un circo cuando hemos salido con el tiempo justo y todos los niños del mundo mundial van a ir al circo el mismo día que nosotros?
Ay, me falta el aire.
No, no me gusta. Tengo que plantar cara a esta dictadura, pero ya. Si mi plan para esta tarde era darme un buen baño de sales, oyendo a Mozart, imaginando que pasaba la noche en sus aposentos, doncella yo, y retozábamos hasta convertirme en cortesana.
Al circo iba a ir su padre. Su padre, sí, literalmente su padre. Porque la idea fue suya. Él sabe que no me van las reuniones sociales en las que la mayoría de los asistentes llevan los mocos colgando. Ya se podía haber roto la pierna otro día. No, justo el sábado por la noche, que también es mala pata. Ahora él está tranquilamente en el hospital, y yo hasta las narices sólo de pensar en la tarde que me espera.
Y Mozart, que lo dejaré plantado…hay que ver lo que me gusta imaginarme con él. Aquella película, Amadeus, me marcó. Quién me iba a decir a mí que mi fantasía sexual sería con un compositor del siglo XVIII.



El aire frío me enrojece las mejillas y humedece mis ojos. Debe ser muy temprano, pues el cielo está teñido de ese característico color malva, que se va transformando en rojizo según va subiendo el sol en el horizonte.
No tengo la menor idea de cómo he llegado aquí. Lo último que recuerdo es la cama en la que yacía con esa doncella, que ya no lo será tanto…Pero este lugar ¿estaré a las afueras de Viena? No me suenan estos parajes.
¿Qué ruido es ese? ¡Un rugido! ¿Un león? ¿Un tigre? ¿desde cuándo hay tigres y leones en Viena?
Al final de este camino veo unas coloridas carpas. Deben ser juglares. Me acercaré a ellos, a ver si pudieran indicarme cómo regresar.



Mi mal humor va in crescendo cuando llegamos al circo. Un atasco de media hora con el que no contaba me ha trastocado todos los planes. Pero, al fin, estamos sentados. Sus caritas ilusionadas me relajan. Intentaré disfrutar con ellos.
La música suena y los niños se callan y abren mucho los ojos. El jefe de pista nos da la bienvenida y nos relata con tono burlón que esta noche será especial, porque cuentan con un invitado de excepción.
Aparece un piano, un piano bastante extraño, y alguien también extraño se sienta delante para tocarlo. Ataviado con ropa de época y peluca rosa, mira a su alrededor desconcertado, triste, apabullado, solo. Y toca.

Al público le gusta lo que oye, pero creo que soy la única que entiende lo que pasa… Es Él. 

jueves, 16 de enero de 2014

La violinista


Quedan pocos días para la Navidad, las calles lucen  iluminadas de brillantes colores y la gente pasea de un lado al otro dejándose embaucar por los atrayentes escaparates.

Laia con gorro de lana, abrigo y guantes sin dedos hace más de un mes que a diario, mañana y tarde en el mismo sitio de la concurrida calle comercial, se aferra a su violín con los ojos cerrados, ignorando todo lo que discurre a su alrededor y sus notas inundan el espacio de una armoniosa música que pasa casi desapercibida para los cientos de personas que recorren la bulliciosa calle. 

Su cuerpo parece flotar y mecerse entre esas notas que la transportan a su reciente pasado;  al Teatro de la Ópera Nacional de Sofía, en la esquina de Rakovski y Doundukov, con su gran fachada compuesta por una bella columnata coronada por un friso con motivos alegóricos a la liberación de Bulgaria.

Ella con su violín en el lujoso escenario con un elegante vestido negro, integrada en la Orquesta Filarmónica de Sofía, interpretando la Rapsodia Búlgara Vardar de Vladigerov que siempre acababa con una emotiva ovación por parte del público. También acude a su memoria las veces en las que acompañaba a los grandes intérpretes de ópera de su país y de otros lugares del mundo, los aplausos del público y de sus compañeros, las flores, las felicitaciones, las celebraciones a la salida de los conciertos …

Después llegó la travesía por el desierto, al parecer eran muchos los músicos de su país y no había trabajo para todos;  una larga parada sin actuaciones ni espectáculos, salvo contadas ocasiones, le hizo tomar la decisión de ahorrar el dinero suficiente para comprar un billete de avión a cualquier otro sitio que le permitiera vivir de su música. Iba a cumplir los veintinueve años, pensaba que lo que le quedaba en su país era la sombra de una época dorada y no quería conformarse. España sería su destino, aprovecharía que había estudiado español en la universidad y lo había practicado en los intercambios con estudiantes sudamericanos. Esta opción le supuso trabajar en el lujoso hotel Holiday Inn, por las mañanas de camarera de habitaciones y tres noches a la semana tocando su violín en el bar-restaurante hasta que al cabo de unos meses pudo comprar el pasaje.

Dejar a su madre y a sus dos hermanas pequeñas fue lo más doloroso;  les prometió una y otra vez que sería por poco tiempo, que volvería con dinero suficiente para montar una Escuela de Música que llevarían entre las tres,  que no se preocuparan porque llevaba una agenda con  contactos de muchos músicos que conocía de su paso por Bulgaria, y de varias orquestas españolas,  que seguro que en alguna de ellas habría un puesto de violinista y si no daría clases particulares, y si no tocaría en alguna orquesta de bodas…

Cuando se despegaba el destartalado avión dejando atrás el Vitosha con su cumbre nevada sus lágrimas nublaban la vista de su hermosa ciudad de cúpulas doradas y turquesas, y se repetía con fuerza, como si fuera una promesa

–Volveré, volveré muy pronto.

En la calle Comercio, la más comercial de la ciudad,  las notas de una sonata para violín de Bach se expandían llegando a los oídos siempre atentos y sensibles de Manu, el camarero del bar que se mueve como un rabo de lagartija entre los apiñados veladores, llevando una balanceante bandeja repleta de vasos y botellas.

Desde que Laia toca frente al bar, Manu ha sentido una sensación difícil de explicar que achaca a la música y espera ansioso cada día la llegada de la violinista para que le aligere el corazón y sobrellevar el trabajo con otro ánimo. Alguna fría mañana le ha llevado un café y algún bollo, y en esos escasos minutos lo único que ha tenido tiempo de saber  de ella ha sido su nombre y su procedencia.

Mientras sirve los cafés a la impaciente clientela, embaucado por la música de Laia, Manu ha tomado la decisión de reanudar sus clases de piano, interrumpidas hace casi un año al haber quedado su padre en paro, y su familia  no poder seguir ayudándole con el coste del alquiler, la manutención y las clases del conservatorio. Es consciente de que su familia ya ha hecho bastante costeándole sus estudios de magisterio especializado en música y los preparadores para las oposiciones que aún habiéndolas aprobado no ha conseguido plaza.

Después de cerrar el bar cuando llega a su habitación en un piso compartido se sienta frente al piano e intenta fugarse cabalgando en sus teclas. Tiene que buscar otro trabajo que le permita tocar más a menudo, componer su propia música de jazz, subirse a los escenarios…

Se lo propone cada día –Tengo que cambiar de vida, tengo que perseguir mi sueño– pero pasan los días y sigue en la misma espiral de miedo y desasosiego, buscando el momento de dar el salto.

Una vez cerrados los comercios y el bar la calle queda casi desierta transitada por los escasos transeúntes que una vez terminado el trabajo,  lejos de pasear contemplando la ornamentación se afanan por aligerar el paso bajo el derroche de electricidad navideña.

Es entonces cuando Laia recoge las monedas que han depositado en la funda abierta de su violín y entra en el super de la esquina de donde suele salir con una bolsa de plástico en la mano y el violín colgado en su espalda para enfilar el camino hacia su habitación compartida en un piso de un barrio a las afueras.

Suele caminar despacio y cabizbaja, enfrentando la realidad de ser ahora una música callejera, una pedigüeña más, preguntándose qué le deparará esta nueva ciudad y si en algún momento podrá tocar en esos bellos edificios consagrados a la música y cuanto tiempo podrá seguir viviendo de las monedas…

Esta noche Manu echa la persiana metálica del bar y mientras cierra los candados imagina las notas que compondrá para poder acompañar con su piano algún día a la violinista. Se da cuenta que ella le ha dado una razón para vislumbrar otros horizontes, para dar un giro a su vida;  le apetece estar con ella, tenerla cerca e imagina cómo podría sonar la música si tocaran juntos.

Apresura el paso con la intención de llegar antes de que cierre el super, comprar algo rápido para cenar y alguna fruta; al llegar a la caja ve salir a Laia del establecimiento llevando la bolsa de la compra en una mano y el violín en la otra.
En su cabeza empiezan a componerse frases y situaciones e imagina mil maneras para propiciar un acercamiento a su misteriosa musa.

–Mañana le pediré que escuche mi música, que toquemos alguna pieza, que formemos un dúo. Espero que acepte mi propuesta o al menos podamos quedar en algún momento con los instrumentos…–  Elucubra Manu mientras recoge la vuelta que le entrega la cajera.

– ¿Mañana? ¿Y por qué mañana?

Apresurando el paso llega junto a Laia, acopla su paso al de ella e intentando que su voz suene clara y segura carraspea y suelta la frase que tantas veces ha rondado por su cabeza

–Quiero que toquemos algo juntos. ¿Qué me dices?

–¿De Falla, por ejemplo? contesta Laia con su acento balcánico y una tímida sonrisa.

–Por ejemplo, y espero no fallar, –bromea Manu jugando con las palabras y poniendo cara de miedo.

La tenue sombra de los dos cuerpos caminando juntos avanza por la pared de la calle como notas en un pentagrama, mientras la noche acoge risas, gestos e ilusiones en clave de sol.

Araceli Míguez

Enero 2014