viernes, 17 de enero de 2014

Historia de un aventurero novato en la muy ilustre República Checa







La posibilidad de encontrar a mi padre en Praga es tan peregrina como la de hallar a un barbero ciego, gay y mulato en esa misma ciudad. Pero en eso supongo que también consiste la ficción. Así que comience la farsa...




Antonio Jesús no había salido de España más que al sur de Portugal, a comprar sábanas, toallas y cerámica, cuando el mundo no era un gigantesco bazar chino con la etiqueta "Made in PRC" en todos los productos. Esa había sido su única incursión en el extranjero.
La forma en la que llegó a Praga es fruto en parte de la casualidad y en parte de una estudiada estrategia en la que sus amigos y su familia supieron tocar sus puntos débiles. Él aseguraba que no se subiría a un avión si no era para viajar a Cuba, y eso, siempre, antes de que murieran Fidel y Raúl Castro.
En marzo de 2013, su querido amigo Pepe Montaño ganó un premio inesperado en una tómbola de feria de un pueblo perdido en los montes de Málaga: un viaje a Praga de cinco días para cuatro personas con Viajes Marsans. La empresa de viajes había quebrado bastante tiempo antes, y el afortunado preguntó al vociferante dueño de la tómbola por la validez de aquel premio. Entre reclamos de Bob Esponja y de Hannah Montana, dejó el micro para decirle:
– Por supuesto señor. Es un premio totalmente válido –y siguió a continuación animando al escaso público a adquirir un boleto con el que lograr llevarse a casa a la última heroína de Disney Channel.
Pepe Montaño investigó dónde podía canjear su premio y descubrió que, tras la disolución, traspaso y desmembración de Marsans en otras empresas, el único lugar en el que podía hacerlo era en una agencia de viajes en el sur de la provincia de Granada. Llamó varias veces por teléfono antes de arriesgarse a desplazarse hasta allí desde Sevilla, pero nunca nadie contestó al otro lado de la línea. Finalmente se dijo: “Bueno, si todo es en balde, al menos pasaré un par de días en la playa”.
Cuando llegó a Motril con Carmen, su pareja, y en la cutreagencia de "Viajes Laínez" le expidieron el vale a Praga para cuatro personas, apenas podían creerlo. Aquel fin de semana fue especialmente soleado, más soleado aún para ellos imaginando volver a Praga después de tanto años. Un único inconveniente: tenían hasta finales de abril para aprovechar el premio.
Pensaron primero como acompañantes en Toñi y Antonio. A Toñi le encantaba conocer nuevos lugares, pero llevar a Antonio hasta Praga era poco menos que una ilusión. Decidieron intentarlo de todas formas. Prepararon un plan y entre todos le argumentaron que en la República Checa, sorprendentemente, había llegado al poder en las últimas elecciones un partido que estaba revolucionando toda Centroeuropa por su beligerancia y resistencia contra las multinacionales e imposiciones capitalistas. Chequia era en ese momento una esperanza para la izquierda europea. Le animaron también diciéndole que, si finalmente se decidía, sus hijos los acompañarían a Praga. Después de varios días de reflexión e imaginando ver a toda su familia de visita a un país como el que le contaban, Antonio dio un "Sí" tan convincente como inesperado.
Su hijo Jesús conocía un alojamiento barato y bien situado en la ciudad. Llamó al albergue y reservó una habitación completa para siete.
El primer desplazamiento en avión de Antonio fue todo un suplicio, porque, a la incomodidad de hacerlo con Ryanair, tuvieron que sumar un vuelo con escala en Frankfurt. Dos despegues y dos aterrizajes, más las turbulencias en el aire, fueron demasiado para él. Por eso, cuando llegaron al albergue sobre las once de la mañana, se instalaron y se propusieron dar el primer paseo por la ciudad, Antonio respondió que sólo pensaba en dormir una siesta hasta la hora de almorzar.
Todos salieron y el se tumbó en la cama baja de una de las cuatro literas de la austera habitación. Se durmió pronto arrepintiéndose de haber dado el sí a aquel viaje, y más arrepentido aún se despertó después de un muy breve sueño cargado de pesadillas aéreas y terrestres. En unos quince minutos perdió la vida de doce formas diferentes.
Se incorporó de la cama, sacó sus cosas de la maleta y las dispuso en una silla de plástico junto a su cama, el único lugar que encontró adecuado para hacerlo sin invadir el terreno de sus acompañantes. Cogió ropa, toalla, champú y gel de baño para ducharse, y salió fuera de la habitación hasta los baños comunes, temeroso de encontrar algún problema que no pudiera solucionar en un país extranjero. En el baño coincidió con un joven de aspecto latino que sólo hablaba en inglés pero que decía llamarse Paco. Por supuesto, entre su verborrea anglobarbárea, Antonio no acertó a escuchar su nombre ni a saber qué quería aquel chico tan amable y expansivo, así que se metió en la ducha en cuanto pudo y no salió hasta que dejó de escuchar al jovenzuelo americano.
Se preparó frente al espejo para afeitarse. Pasó la mano por el cristal para quitar el vaho acumulado por el agua caliente de las duchas, y al abrir el neceser se dio cuenta de que no había traído los útiles de afeitado. ¡Maldita sea, con una barba tan cerrada y recia como la suya! No podía pasar cuatro días sin afeitarse ni una sola vez. Tenía que salir a comprar una cuchilla como fuera.
Antonio era un hombre decidido en su ambiente natural y allí donde pueda entender y hacerse entender, pero mientras acababa de vestirse para salir, no podía dejar de sentir un nerviosismo extraño ante lo que para él era una auténtica aventura.
Praga no es una ciudad muy diferente a algunas ciudades españolas: mayoría de raza blanca, un cierto orden en el tráfico, franquicias multinacionales, idénticas marcas de bebidas o de coches, los desheredados suficientes para dar un toque variopinto y diverso al ambiente... Pero para él fue como hallarse en una vorágine difícil de controlar. Buscó el nombre de la calle en la que se encontraba para poder preguntar más tarde si se perdía. Llegó hasta él: “Ulice Jsi Ztracen” (1). Tuvo que desistir en su intento de memorizarlo y se dispuso a anotarlo; tenía bolígrafo, pero no papel, y casi sintiéndose como un delincuente, rasgo un trozo de un anuncio publicitario fijado a una farola que sabe dios qué vendería. Casi como un niño que empieza a escribir sus primeros copiados de la pizarra, escribió letra a letra en el papel aquel dichoso nombre de la placa metálica, con tanta atención que estuvo a punto de sudar.
Respirando hondo empezó a caminar. Buscaría una pequeña tienda en la que hubiera un poco de todo, seguro que sería fácil dar con una cuchilla. Aunque tenía buena orientación, no quiso arriesgarse a dejar su modesta calle cuando se cruzó con otras más anchas y vistosas. “No, mejor adelante”, se decía.
Unos cien metros más tarde, no pudo ser “mejor adelante” porque la calle se terminó. Tomó la dirección izquierda al azar. Poco después, en la acera contraria, apareció el comercio que buscaba. Miró a ambos lados de la calle y cruzó. Cuando se disponía a entrar en ella, el oriental que regentaba la tienda apareció en la puerta sonriente y hablador, invitándolo a pasar adentro tomándolo del brazo. Bien porque jamás había visto antes a un chino tan extrovertido, bien por la verborrea incomprensible que disparaba o bien por verse tan animosamente agarrado del brazo, Antonio se separó bruscamente de aquel hombre con un “¡No no no no!” tan repentino y asustadizo, que el vendedor no tuvo la menor duda en que aquel tipo raro no entraría en su tienda. Tan nervioso se alejó de él, que a punto estuvo de estamparse con el gigantesco falo que un sex-shop exhibía junto a la puerta a modo de eficaz publicidad.
Siguió adelante a paso rápido por la calle, y cuando se disponía a regresar –“Qué mas dará una barba de cuatro o cinco días”–, encontró una peluquería como hacía tiempo que no veía, en la que un peluquero estaba afeitando a un señor de unos setenta años en un butacón inclinado de piel oscura. Vino a su memoria su infancia y recordó la barbería que Cristóbal tenía en Olivares en la calle Larga, con su puerta acristalada de madera de un celeste grisáceo. Miró unos momentos desde la entrada antes de decidirse. Había dos peluqueros en el interior, uno grandote y bien parecido y el otro mulato y con gafas oscuras, y ningún otro cliente aparte del que ocupaba el sillón. Entró, saludó en español –”Buenas tardes”–, fue respondido con agrado y una cierta extrañeza por los allí presentes, y se sentó. Buscó la lista de precios pero no acabó de entenderla. Junto a las cifras aparecían caracteres imposibles de descifrar. Se sentía inquieto. Miró más detenidamente lo que le rodeaba. Pronto se dio cuenta de que el mulato de las gafas oscuras era ciego y de que seguramente se ocupaba sólo de la caja, pues permanecía de pie junto a ella canturreando las canciones que una antigua y brillante radio con carcasa de madera emitía. En las paredes había bastantes fotos, la mayoría en blanco y negro, aunque también otras en color de monumentos y plazas con estatuas y jardines. Entre las fotos, vio una pequeña en la que creyó adivinar a un barbudo Karl Marx. Se tranquilizó y por primera vez se alegró de haberse dejado convencer para visitar ese país.
Cuando el cliente se levantó, pagó y se fue, el peluquero lo invitó a ocupar su sitio en el sillón. Antonio Jesús se tocó la barba para hacer comprender al otro el servicio que buscaba, y sacó la cartera para conocer de antemano el precio. Tomó cinco euros sin recordar que en Chequia se utiliza la corona checa como moneda, pero el hábil peluquero lo retiró con presteza de sus manos, se la pasó a su compañero el cajero y éste lo recibió con una gran sonrisa de dientes blancos.
Se sentó en el sillón, colocó los brazos y piernas en los lugares adecuados y sintió la comodidad que le proporcionaba su inclinación y su mullida consistencia. Notó que su respiración se lentificaba. El barbero-peluquero andurreaba eligiendo sus herramientas en una mesa donde estaban colocados, en un exquisito orden, todos los útiles necesarios. Antonio Jesús se sintió tan bien –le encantaba aquel orden, cada cosa en su sitio– que cerró los ojos mientras el peluquero le colocaba la capa de corte alrededor del cuello. Unos segundos después los abrió con extrañeza al sentir que enderezaban el sillón y al escuchar una máquina eléctrica vibrando detrás suya. No tuvo tiempo de reaccionar, cuando vino a darse cuenta el barbero-peluquero había elegido ser peluquero y ya subía con el cortapelos eléctrico desde su nuca en dirección a su coronilla.
De poco sirvió su hispánica protesta, su alejar de sí al peluquero y a un ayudante ciego inusualmente competente en sus movimientos. Un cortafuegos peludo surcaba la parte posterior de su cabeza y no podía dejar aquello así. Resignado, volvió a sentarse, “¿Quién me habrá mandado a mí venir aquí?”. El peluquero rebajó con el maquinilla toda la parte posterior de la cabeza y continuó con tijeras y navaja con el resto, a la vieja usanza. Cuando terminó, Antonio Jesús, se sintió satisfecho del resultado. Pelado corto y sencillo, menos mal.
Empezaron a quitarle la capa que había protegido su ropa de los pelos cortados y Antonio empezó a protestar en voz alta tocándose la barba:
– ¡Pero si aún no me has afeitado, que es para lo que yo venía!
El checo se hacía un poco el sueco jugando con el cliente mientras alegaba un malentendido en sus actos, al tiempo que con un gesto de la mano le pedía más dinero. Antonio buscó algunas monedas en su cartera, pero recordó que habían decidido traer sólo billetes porque era lo único que podían usar en las casas de cambio y de pronto cayó en la cuenta: “¿Cómo me han cobrado en euros estos tipos si aquí no usan esa moneda?”. Un poco fastidiado, sacó otro billetes de cinco euros, que el peluquero-prestidigitador hizo volar de sus manos logrando otra sonrisa dentona de su colega. Volvieron a sentarlo, a ponerle la capa al cuello y variaron al inclinación del sillón hasta dejarlo, esta vez sí, en el ángulo correcto para el afeitado.
Mientras el peluquero se lavaba las manos en un pequeño lavabo antes de convertirse en barbero, el mulato ciego salió de detrás de la caja registradora para llegar hasta Antonio, cogiendo antes de un recipiente una toalla mojada y humeante para humedecerle la barba. Antonio decidió dejarse llevar, al fin y al cabo no era tan disparatado pagar diez euros por un corte de pelo y un afeitado. Cerró los ojos de nuevo cuando el mulato le colocó la cálida toalla alrededor de la cara y su respiración volvió a tornarse pausada. El ciego también distribuyó con cuidado la espuma de afeitar por su cara con un brocha. Poco podía imaginar que un instante después vería al ciego mulato convertido en un ciego-mulato-barbero con una navaja en ristre.
– ¿¡Pero cómo, oiga, están ustedes locos...!? –gritaba mientras se separaba del sillón y del arma asesina.
El Partido de la Liberalidad Liberada había llegado unos nueve meses antes al poder en la República Checa, y tras su parto gubernamental estaba cumpliendo poco a poco y una por una todas sus promesas electorales. Una de las primeras, había sido dar empleo a todas las personas discapacitadas con posibilidad de trabajar, pero fueron tantas las solicitudes que algunas habían terminado ejerciendo las tareas más inverosímiles. Antonio Jesús conoció esta noticia meses después, en el ambiente conocido de su casa que difícilmente volvería a abandonar, y por primera vez se arrepintió de que un partido cumpliera tan de firme el programa con el que acudió a las elecciones.
Si increíble está siendo toda esta historia, más enigmático aún es el hechizo con el que el peluquero vidente, en un pragués calmoso pero firme, convenció a un cliente que no entendía la menor palabra para que se sentara de nuevo en el sillón y se dejara afeitar por un ciego. Y aunque Antonio ya no lograba relajarse, admiraba la seguridad con la que el barbero mulato despejaba su rostro del recio pelo al tiempo que continuaba acompañando las canciones de la radio con su afeminada y bien timbrada voz. Radio, que por otra parte, parecía no saber emitir tonadas posteriores a su año de construcción, allá hacia 1974. La canción más moderna que había sonado tendría más de cuarenta años.
Como si de un Chaplin cubano-checo y ciego se tratara, el barbero acompasaba en ocasiones peligrosamente los pases de la navaja al ritmo de la música. Cuando lo hacía, Antonio apretaba tanto los brazos del sillón que hubiera asfixiado a cualquier animal u hombre con aquella presión.
De pronto en la radio sonó Edith Piaf y el barbero se trasformó. Con gestos dramáticos interpretó el “Hymne à l'amour” y se exaltó con “La vie en rose” con la navaja en alto. Cuando se acercó con ella a su cliente, cantando a pleno pulmón, sobrepasó el límite tolerable que podía aguantar Antonio. Se quitó la capa con urgencia y malos modos, alejándose del homicida, y no quiso escuchar las explicaciones que el peluquero encantador de clientes argumentaba para volver a retenerlo. Salió a la calle a medio afeitar, casi sudando y con las manos agarrotadas, tan nervioso aún que no se planteaba siquiera cómo iba a explicar al resto de sus acompañantes por qué sólo tenía media cara sin vello. Tan acelerado se movía, que está vez sí se comió –con perdón– el falo gigante del sex-shop. Al menos el golpe y la bronca de la dueña, lo trajeron en sí y pudo, algo más sereno, volver a pensar. Compraría una cuchilla en el comercio chino, no quedaba otra.
Al llegar al establecimiento, reapareció en la puerta su dueño de sonrisa fácil, pero se detuvo al ver quién regresaba, ahora con menos pelo y con sólo media barba afeitada. Esta vez no se le ocurrió cogerlo del brazo. Antonio apenas lo miró, entró en la tienda y buscó la cuchilla entre las estanterías hasta que la encontró. Se dirigió a la caja para desprenderse de otros cinco euros –vaya lo que iba a costarle al final la mañanita– por no tener nada más pequeño con que pagar al chino. Detrás del oriental, otra foto de un barbudo que quizás también fuera Marx. “Menos mal que al menos son un pueblo convencido”, pensó como mal menor.
A eso de las dos y media, llegó el resto de viajeros al albergue, donde el aventurero novato esperaba duchado y afeitado, esta vez sí, por completo. Nadie supo nada de su mañana, no faltaba más, y salieron a la calle para almorzar.
Pasaron por delante del comercio chino, ante la sonrisa forzada del dependiente. Pasaron por delante del Gran Falo, ante la sorpresa de los viajeros y el azoramiento de Antonio, que a punto había estado de destrozar aquel reclamo. Y pasaron también por delante de la peluquería-barbería, que estaba cerrando sus puertas. En la entrada, esperaba de pie, con una sonrisa en los labios, el mulato, con su uniforme y sus gafas oscuras. Cuando lo dejaron atrás, Antonio volvió la mirada. El ciego, al advertirlo, se levantó las gafas oscuras para lanzarle un guiño con el ojo y un mohín con los labios que, afortunadamente, sólo él percibió y que, también, por supuesto, nunca nadie más que vosotros y yo, queridos lectores, sabremos. Se hubiera visto obligado a narrar toda su disparatada historia y a sufrir por el resto de sus días las bromas pesadas de su cachondo y a veces un poco gamberro amigo Pepe Montaño. Ni que decir tiene, que Antonio Jesús no ha vuelto a cruzar las fronteras de nuestra castiza patria, y que sólo lo hará si es para viajar a Cuba, y eso, siempre, antes de que mueran los hermanos que ya ustedes conocen.



Jesús Gelo Cotán
enero de 2014

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