viernes, 17 de enero de 2014

Nota perdida

DÍA 2- ZUBIRI-PAMPLONA

Nota perdida:

En el camino un polvoriento veo a lo lejos un papel amarillo en el suelo. Al acercarme advierto que es una nota adhesiva perdida. La cojo del suelo, un tanto excitado por la indiscreción de leer algo que no ha sido pensado para que lo lean mis ojos. La nota está escrita en Italiano:

PONTE DA FARE A PIEDI
MANERU
CASA DI DONA FELLISA. PRIMA DI LOGRONO
x mettere il timbro

Tiene señales de haber sido pisada, las irregularidades del suelo han dejado sus marcas. Por detrás, en la parte adhesiva, permanecen restos de tierra rojiza. Intento deducir todo lo que no entiendo sin conseguirlo. La nota ha estado doblada dos veces por la mitad. La guardo en mi riñonera como un pequeño tesoro de mi aventura.




DÍA 5- ESTELLA-TORRES DEL RÍO

Nota perdida (segunda parte):

En el albergue conozco a Serenella, una italiana de pelo corto, voz suave y mirada melancólica. Habla muy bien español, “Lo aprendí en Cuba”, dice, “Cuando lo estudié era más barato irse a estudiarlo allí que hacer un curso en mi país”. Está sola y la invitamos a comer con nosotros, y en el almuerzo sabemos que anda recuperándose de algunas experiencias amorosas desagradables. Tiene un hijo y unos 40 años. Prefiere no caminar muchos kilómetros al día y hacerlo despacio.
 
De nuevo en el albergue recuerdo mi nota no descifrada en italiano y le pido que me la traduzca. ¡Y todas las palabras por fin cobran su sentido!

PUENTE QUE CRUZAR A PIE
MAÑERU
CASA DE DOÑA FELISA. ANTES DE LOGROÑO
x poner el sello

Aunque el mensaje no parece precisamente secreto, me encuentro preguntándome qué puente será ese que pasar a pie, qué querrá decir lo de “poner el sello” y por qué tendría que visitar antes de Logroño a doña Felisa.




DÍA 6- TORRES DEL RÍO-LOGROÑO

Nota perdida (¡fin de la historia!):

Nos acercamos a Logroño y pasamos de la senda de tierra al asfalto. Mis compañeros van algo por delante. Al pie de la estrecha carretera me encuentro con las primeras casas, espaciadas unas de otras, con árboles, huertos y frutales alrededor. Son casas humildes, algunas sin restos de pintura exterior o  de ladrillo. Tienen muchas flores y algunas enredaderas crecen libres en sus paredes. Ciertamente no es el suburbio típico de una capital de provincia. Parece más bien una carretera secundaria que uniera dos localidades rurales y agrícolas.
 
Voy algo absorto en mis pensamientos cuando veo una inscripción en un panel que me hace volver en mí: “Casa de doña Felisa”. ¡Casa de doña Felisa! ¡La nota, la nota perdida! ¡Había olvidado que que estamos cerca de Logroño!
 
Algo nervioso acelero el ritmo y me encuentro en el exterior de la casa con una mujer que pasa largamente de los 60 años y con dos hombres bastante más jóvenes. Descansan en mecedoras a la sombra del soportal de la entrada. “¿La casa de doña Felisa?”, pregunto. “Más adelante”, me indican algo fastidiados con palabras y gestos. Sigo esa  dirección y ahora veo en el suelo algo que antes no vi. En pintura blanca leo “CASA DE DOÑA FELISA” y una flecha señalando hacia adelante. Entiendo ahora el fastidio de numerosos caminantes equivocados buscando a la dichosa Felisa. ¿Por qué será tan popular? Mi inquietud por conocerla no me dejó leerlo antes.
 
A unos 100 metros, dos casas más adelante veo a mis tres compañeros de pie, frente a un puesto. Llego hasta su altura y encuentro tras el puesto, con ropa fresca bajo una sombrilla, a una mujer de unos 50 años, delgada y con el pelo corto y rubio. Ofrece desinteresadamente albaricoques, frutos secos, galletas o agua. También sombreros y algunos recuerdos por la voluntad.
 
“¿Quiere que le ponga el sello?”, “Claro”. En el sello, un lema: “Felisa. Higos, agua y amor”. Higos no hay, agua y amor, mucho.
Nos cuenta la historia de su madre, doña Felisa, que un día decidió plantar un tablón sobre dos caballetes y aliviar y alegrar el camino a quien por allí pasara. “Murió hace DOS años y yo he decidido continuar con esa tradición para honrar a su memoria”.
 
La casa que fue de doña Felisa está toscamente edificada. Tiene algunos ladrillos, tejas, cajas de fruta vacías, escaleras y otros cachibaches en el exterior. Una gran higuera a la entrada llena el ambiente de sombra y de su característico y embriagador olor. Hay cuatro o cinco perros por allí, todos atados aunque no parecen peligrosos, de alturas, edades y colores diferentes, todos bastardos, nada de sangre pura en sus cuerpos, mejor así. Uno de ellos, quizá el más viejo, triste y pacífico, está tumbado dentro de un caseta de ladrillo. Parece no entretenerse ni con el continuo pasar de personas.
 
La que sí parece entretenida es otra mujer mayor con la cara ancha y el pelo gris aún más corto, que sonríe a la sombra de la higuera, junto a la puerta de entrada a la casa. Posa su generoso cuerpo en un sillón de plástico oscuro, pasará de los 70 años. Lleva un ligero vestido gris con estampado blanco de mangas cortas y un delantal blanco que imagino que llevará casi todo el día.
 
Una furgoneta se ha parado a saludar a las habitantes del lugar. Cruzan algunas palabras antes de que el vehículo vuelva a emprender su marcha. Nosotros nos sentamos en dos bancos situados enfrente del puesto, al otro lado de la carretera, a beber, comer los albaricoques y descansar un poco.
 
También hay allí sentado un brasileño joven de barba larga aunque poco poblada y sombrero oscuro de tela gruesa. Logroño queda cerca y le invitamos a que continúe con nosotros, pero quiere descansar un poco más. Nos levantamos, damos las gracias a la hija de doña Felisa por su fruta, agua y amor, y seguimos adelante.




Jesús Gelo Cotán
septiembre de 2013

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Cuenta, cuenta...