martes, 24 de diciembre de 2013

Juego de mesa

Os hablo ahora de un juego de cartas narrativo, Érase una vez, que edita Edge Entertainment, y en el que cada jugador es un narrador y las cartas propias y ajenas le ayudarán a crear una historia.
Admite un máximo de ocho jugadores y su coste es de 24,95 euros.
Muy apropiado para regalar en estas fechas...





Software para escritura

Hola escritores y escritoras del Ateneo de Valencina en particular y del mundo en general.
Acabo de tener noticias sobre un programita de ordenador para aquellos afortunados que estáis inmersos en la escritura de un libro (no es mi caso).
En el blog Tinta al sol, nos hablan de Scrivener, un software que ayuda a tener todo el material del libro bien ordenado.
Se puede probar de forma gratuita durante treinta días y, si finalmente os gusta, tiene un coste de 32 euros en la versión para Windows.

sábado, 21 de diciembre de 2013

17 de diciembre de 2013 - Descansa, pequeño.


Otra vez aquí. ¿Cuántas veces he estado ya en este sitio tan feo? Sólo sé contar hasta dieciséis, pero creo que no, que no han sido tantas. ¿Nueve? ¿Diez? ¿Once veces? No lo sé, no me acuerdo. Le preguntaré a mamá cuando la vea.
No me gusta este sitio. Siempre hace frío, y sólo me tapan con una sabanita. Ellos sí van tapados. Hasta gorros, y cosas en la cara y en los pies llevan.
Creen que estoy dormido porque he cerrado los ojos. Es que estoy mejor así, porque esa luz del techo no me deja ver nada.
En la boca me han puesto algo que echa aire. Me clavo un poco la goma que lo sujeta a mi cara, pero no tengo ganas de hablar, y ellos no se dan cuenta.
Mamá me dijo ayer que hoy me traería un coche nuevo. Qué bien. Estoy deseando verlo. Yo quiero uno teledirigido. A ver si esta vez me lo compra.
Qué frío. Menos mal que ya me está entrando el sueño ese tan raro, que me da calorcito. Seguro que cuando despierte, ya estaré en la cama que sube y baja. Qué divertido es dormir en esa cama. Aunque papá ayer escondió el mando, porque subí tanto la parte de abajo, que casi me hago un sándwich conmigo mismo. Aprovecharé cuando no esté para buscarlo.
No para de entrar gente. Y ya han traído los cuchillos finitos. Lo sé porque hacen ruidito al mover el carrito donde están puestos. Tengo mucho miedo. Y no veo ni a mamá ni a papá por ningún lado, como las otras veces. Nunca están aquí. Quiero dormirme ya, no quiero ver lo que hacen con esos cuchillos.
Ya viene el sueño…


Uy. Qué bien se ve todo desde este árbol. No me acuerdo bien de cómo me he subido en él, pero lo veo todo. Por fin veo a mamá y a papá. ¿Qué les habrá pasado? ¿Por qué llorarán tanto? No pasa nada, si me traéis una escalera puedo bajarme. Os prometo que tendré cuidado de no caerme, de verdad, no hace falta ponerse así.
Cuánta gente hay ahí abajo. Por ahí he visto a los abuelos. Y a la tía Carmen. Cuánta gente. ¡Y la seño! ¡Señooo! Nada, no se entera. No me extraña, con tanto jaleo… Y de verdad, cómo se han puesto porque me he subido en el árbol. Qué exagerados. Aunque mucho llorar, mucho llorar, pero ni siquiera me miran…
Ahí viene un coche. ¡Qué grande! Y tiene cortinas y todo. Qué raro es. ¿Qué llevará dentro? Ya lo abren. Mmmm. Hay una caja blanca y alargada. Ooooh. Ahora sí que lloran todos. ¿Pero qué les pasa? Papá y un señor han cogido la caja. ¡Mamáááá! Mamá se ha caído de repente. ¿Se habrá hecho daño?
Parece que van a meter la caja en ese agujero en la pared. Qué cosa más rara. ¿Y qué lleva la tía Carmen en la mano? ¡Es un coche teledirigido! ¡Por fin! ¡Nooo, tita, no lo metas en el agujero! 

lunes, 16 de diciembre de 2013

La figura de barro

–Son las veinte horas, cuarenta y cinco minutos. Les contamos las noticias más relevantes del día….– Se oye en la radio que mientras trabaja en su taller de cerámica escucha Aurora cada tarde, embutida en su bata blanca con miles de manchas de colores que se asemeja  a cualquier cuadro abstracto. Esta tarde no se decide entre la arcilla blanca o la roja para lo que tiene en mente.

En ese momento, al escuchar a la locutora, sus ideas se difuminan por el espacio quedando en su cabeza unas líneas definidas.

Se sienta en su taburete delante de una mesa llena de cientos de cachivaches y utensilios  junto al gran ventanal que, cuando mira a través de los cristales, le recuerda que existe un mundo detrás de los cristales, las arcillas y los esmaltes.

Sus manos empiezan a modelar una figura femenina que se pliega en posición fetal, con un mechón de pelo ocultando parte de su cara, que se enrosca sobre sí misma.
  
Con la yema de los dedos, suavemente alisa la superficie de la figura, deteniéndose con esmero en la espalda encorvada, en los muslos apretados contra el pecho y en el hombro que queda a la vista, mientras siente que su mirada se nubla, se vuelve acuosa y sus mejillas sienten el tibio líquido que las recorren.

– ¿Cuántas figuras parecidas he modelado en los últimos cinco años?– Se pregunta mientras hace un recorrido por su memoria sintiendo un escalofrío recorriendo su espalda, notando en su piel la fría piedra sobre la que yace su figura de barro.

– No volveré a modelar más esta figura. Me lo juro – y estrujando el barro entre las palmas de sus manos siente que en la nueva textura se va diluyendo formas, pliegues, curvas, piel, cabellos y dolor.

Ahora tiene de nuevo ante sí un trozo de barro amorfo, redondeado, cálido por el enérgico majase de sus manos y de muy sugerente textura que le trasmite, como si se lo soplara al oído, su deseo de ser.

Aurora comienza de nuevo a modelar una figura femenina; esta vez está en vertical, el cuerpo se apoya en un par de fuertes piernas, una más adelantada que la otra, que le dan el equilibro que necesita para sostenerse, rematadas por pies firmes y descalzos.

La espalda erguida, el pecho hacia delante, los cabellos rebeldes caen hacia la espalda por detrás de una cara despejada que está algo inclinada hacia arriba; los brazos en alto por encima de su cabeza y unas manos abiertas que saludan al mundo.

Mira con detenimiento su nueva creación, acerca el flexo para rematar algún detalle, le da vueltas en la piedra donde la ha estado modelando…

– Pasan treinta minutos de las dos de la madrugada, estas escuchando Hablar por hablar…–
Aurora toma conciencia de la hora y del tiempo que lleva en el taller y decide irse a dormir. 

Después de una ducha y un vaso de leche caliente se mete en la cama, apaga la luz y exclamando –¡Mierda!– se levanta y corre hacia al taller descalza, quita con cuidado la tela húmeda que ha dejado sobre la figura y tomando un utensilio de la mesa, manchándose de barro su pijama blanco,  modela una sonrisa en el rostro de su figura, unas diminutas rayas en sus muñecas y traza su firma.

Araceli Míguez Salas
Noviembre 2013

Intento de Iceberg

La carta de Caperucita.

Hacía un día nublado, en la clase de quinto todos estábamos un poco revueltos e inquietos porque si llovía no podíamos jugar en el patio y eso era toda una catástrofe a nuestra edad. Don José, explicaba en la pizarra cómo se hacía un análisis morfológico y no paraba de añadir trazos de tiza con golpecitos enérgicos mientras unos y otros nos afanábamos por copiar lo que escribía, sacando de un lado a otro el cuello como tortugas,  pues el maestro no era precisamente transparente.

En esas estábamos cuando aparece por arte de magia un papelito doblado en mi mesa que yo inmediatamente oculté por puro instinto de supervivencia. Don José usaba un palo cuadrado y corto de madera que no sé de donde lo había sacado y aunque yo era bastante aplicada y atenta, tenía pánico a aquel trozo de madera que era el terror de la clase, así que teníamos que andarnos con mucho cuidado si no queríamos que el susodicho objeto cayera sobre nuestras palmas dejando además del desagradable picor, la vergüenza de ser humillada ante todos los compañeros.

Abrí el papel con las manos debajo del pupitre y apareció una letra inclinada y una ilustración de caperucita roja en una esquina, muy sonriente, con sus trenzas rubias, capucha roja y cestita en la mano.
La notita decía: “Eres muy guapa y me gustas mucho”.

Sentí de repente un rubor a las mejillas que se expandía hata las orejas y más allá de la punta del pelo y no quería ni mirar alrededor por si alguien me estaba mirando.

En ese preciso momento Don José me pregunta por lo que acababa de explicar y debido a mi estado de alelamiento no me había enterado de nada; lo miré con cara de quien rompe un plato y lo oculta debajo de la alfombra; así que irremediablemente me tocó poner la palma hacia arriba, cara compungida y suplicante para que se apiadara de una pobre e indefensa niña que se había despistado de la explicación y otro sonrojo mayúsculo por las miradas de toda la clase concentradas en mi.

Volví a mi pupitre con la cabeza gacha y la mano calentita, pensando que había sido lo menos malo, no quería imaginar la escena si me hubiera pillado el papelito y lo hubiera leído ante todos, como había hecho en otras ocasiones.

Cuando regresaba a casa sólo tenía la imagen de la caperucita que llevaba en el bolsillo, y que en vez de llevar en su cesta leche y miel  llevaba mi primera carta de amor.


Araceli Míguez


La modelo


Elisa Gherardini era la modelo ideal, con su paciencia y sus grandes dotes para posar horas en la misma postura sin casi pestañear, me permitía recrearme durante horas en su voluptuosa figura, en su suave y aterciopelada piel y sus recovecos ocultos, tan apreciados por mi pincel, que se entretenía en los misterios de los tonos marrones, azules y negros. Los amplios y oscuros ropajes ocultaban ese bello cuerpo, que aun habiendo albergado cinco vidas, seguía luciendo joven y hermoso.

Creo que desde el primer momento en que nos vimos ella supo de mis gustos por los pectorales masculinos, y en realidad a mi me interesaba que se supiera de mis inclinaciones en la adinerada sociedad florentina, pues no estaba dispuesto a interrupciones en mi trabajo por los celos u ordinarios ataques masculinos de propiedad.

Ella llegaba siempre puntual, ataviada con los más bellos y sedosos tejidos en consonancia con su posición y con la moda;  se despojaba detrás del biombo de sus ropajes y se tumbaba en el diván donde, desde hacía meses posaba  desnuda para mi, con un brazo bajo su cabeza y  otro reposando sobre su blanco muslo.

Cuantas tardes, sin mediar palabra entre los dos, compartimos el mismo espacio; yo plasmando cada poro de su piel desnuda sobre el diván, ella sintiendo un suave calor recorriendo su cuerpo allá  donde se posaba mi mirada.

Ese era nuestro gran secreto, nuestro pacto oculto al mundo. Yo trabajaba en dos lienzos al mismo tiempo con mi musa, eso era lo acordado entre los dos. Su marido me había encargado un retrato para la nueva casa en la que viviría la familia;  quería que reflejara a la gran dama que tenía a su lado, esposa fiel, madre de sus cinco vástagos, vistiendo los mejores tejidos elegidos por él, que para eso era un comerciante de telas de renombre en la región, por lo que mi obra tenía que reflejar su buena posición social, mostrar a su noble y casta esposa y prestigiar su casa palacio, apellidos y riquezas.

Elisa, fue obligada a casarse por sus padres con el comerciante de tejidos a los quince años para remontar la economía familiar a la que le sobraba apellido y le faltaba efectivo;  ahora con veintitrés  y cinco hijos, cuando se enteró que su marido quería encargar un retrato suyo para presidir la gran escalinata de mármol de la nueva vivienda, ella  aceptó con una idea que sólo comentó conmigo, haciéndome jurar que jamás su secreto sería revelado.

Quería que la pintara desnuda, que todo su cuerpo sirviera para demostrar su existencia como mujer, más allá de esposa y madre, que tanto sus senos como su sexo fueran retratados tal y como eran;  reales,  y su pose invitara a disfrute de lo que la iglesia y la sociedad prohibía.

Ella insistía en que su rostro tuviera  la misma expresión en los dos lienzos, tanto en el desnudo con en el encargado por su marido, expresión que según ella, indicaría a cada cual que la mirara lo que quisiera ver.

Cuando acabé el cuadro del diván Elisa me tenía preparada otra sorpresa; me pidió que enviara de forma muy discreta el lienzo del desnudo a un violinista de Florencia del que estuvo enamorada siempre y que se había convertido en su amante antes de su último embarazo. Era un regalo que quería hacerle como muestra de su amor por él, a cambio yo seguiría cobrando para que el trabajo sobre el lienzo donde aparecía con los ropajes y el velo se alargara en el tiempo;  ella diría que tenía que seguir posando porque las texturas de las telas eran muy difíciles de plasmar y esta excusa fuera la tapadera para reunirse con su músico durante unas horas a la semana, a cambio me prometió que cobraría cada semana como si siguiera trabando en su retrato.

Al cabo de unos años su marido murió  y Elisa me regaló el cuadro por mi silencio y lealtad.

No sé si conseguí que su amante viera en su sonrisa el amor que sentía Elisa, pero sé que su marido, el Sr. Giacondo,  nunca pudo ver en su casa colgado el lienzo de su casta esposa.

Leonardo.


Araceli Míguez, diciembre de 2013

Ejercicio: Mirar un cuadro (La Mona Lisa)