jueves, 16 de enero de 2014

La violinista


Quedan pocos días para la Navidad, las calles lucen  iluminadas de brillantes colores y la gente pasea de un lado al otro dejándose embaucar por los atrayentes escaparates.

Laia con gorro de lana, abrigo y guantes sin dedos hace más de un mes que a diario, mañana y tarde en el mismo sitio de la concurrida calle comercial, se aferra a su violín con los ojos cerrados, ignorando todo lo que discurre a su alrededor y sus notas inundan el espacio de una armoniosa música que pasa casi desapercibida para los cientos de personas que recorren la bulliciosa calle. 

Su cuerpo parece flotar y mecerse entre esas notas que la transportan a su reciente pasado;  al Teatro de la Ópera Nacional de Sofía, en la esquina de Rakovski y Doundukov, con su gran fachada compuesta por una bella columnata coronada por un friso con motivos alegóricos a la liberación de Bulgaria.

Ella con su violín en el lujoso escenario con un elegante vestido negro, integrada en la Orquesta Filarmónica de Sofía, interpretando la Rapsodia Búlgara Vardar de Vladigerov que siempre acababa con una emotiva ovación por parte del público. También acude a su memoria las veces en las que acompañaba a los grandes intérpretes de ópera de su país y de otros lugares del mundo, los aplausos del público y de sus compañeros, las flores, las felicitaciones, las celebraciones a la salida de los conciertos …

Después llegó la travesía por el desierto, al parecer eran muchos los músicos de su país y no había trabajo para todos;  una larga parada sin actuaciones ni espectáculos, salvo contadas ocasiones, le hizo tomar la decisión de ahorrar el dinero suficiente para comprar un billete de avión a cualquier otro sitio que le permitiera vivir de su música. Iba a cumplir los veintinueve años, pensaba que lo que le quedaba en su país era la sombra de una época dorada y no quería conformarse. España sería su destino, aprovecharía que había estudiado español en la universidad y lo había practicado en los intercambios con estudiantes sudamericanos. Esta opción le supuso trabajar en el lujoso hotel Holiday Inn, por las mañanas de camarera de habitaciones y tres noches a la semana tocando su violín en el bar-restaurante hasta que al cabo de unos meses pudo comprar el pasaje.

Dejar a su madre y a sus dos hermanas pequeñas fue lo más doloroso;  les prometió una y otra vez que sería por poco tiempo, que volvería con dinero suficiente para montar una Escuela de Música que llevarían entre las tres,  que no se preocuparan porque llevaba una agenda con  contactos de muchos músicos que conocía de su paso por Bulgaria, y de varias orquestas españolas,  que seguro que en alguna de ellas habría un puesto de violinista y si no daría clases particulares, y si no tocaría en alguna orquesta de bodas…

Cuando se despegaba el destartalado avión dejando atrás el Vitosha con su cumbre nevada sus lágrimas nublaban la vista de su hermosa ciudad de cúpulas doradas y turquesas, y se repetía con fuerza, como si fuera una promesa

–Volveré, volveré muy pronto.

En la calle Comercio, la más comercial de la ciudad,  las notas de una sonata para violín de Bach se expandían llegando a los oídos siempre atentos y sensibles de Manu, el camarero del bar que se mueve como un rabo de lagartija entre los apiñados veladores, llevando una balanceante bandeja repleta de vasos y botellas.

Desde que Laia toca frente al bar, Manu ha sentido una sensación difícil de explicar que achaca a la música y espera ansioso cada día la llegada de la violinista para que le aligere el corazón y sobrellevar el trabajo con otro ánimo. Alguna fría mañana le ha llevado un café y algún bollo, y en esos escasos minutos lo único que ha tenido tiempo de saber  de ella ha sido su nombre y su procedencia.

Mientras sirve los cafés a la impaciente clientela, embaucado por la música de Laia, Manu ha tomado la decisión de reanudar sus clases de piano, interrumpidas hace casi un año al haber quedado su padre en paro, y su familia  no poder seguir ayudándole con el coste del alquiler, la manutención y las clases del conservatorio. Es consciente de que su familia ya ha hecho bastante costeándole sus estudios de magisterio especializado en música y los preparadores para las oposiciones que aún habiéndolas aprobado no ha conseguido plaza.

Después de cerrar el bar cuando llega a su habitación en un piso compartido se sienta frente al piano e intenta fugarse cabalgando en sus teclas. Tiene que buscar otro trabajo que le permita tocar más a menudo, componer su propia música de jazz, subirse a los escenarios…

Se lo propone cada día –Tengo que cambiar de vida, tengo que perseguir mi sueño– pero pasan los días y sigue en la misma espiral de miedo y desasosiego, buscando el momento de dar el salto.

Una vez cerrados los comercios y el bar la calle queda casi desierta transitada por los escasos transeúntes que una vez terminado el trabajo,  lejos de pasear contemplando la ornamentación se afanan por aligerar el paso bajo el derroche de electricidad navideña.

Es entonces cuando Laia recoge las monedas que han depositado en la funda abierta de su violín y entra en el super de la esquina de donde suele salir con una bolsa de plástico en la mano y el violín colgado en su espalda para enfilar el camino hacia su habitación compartida en un piso de un barrio a las afueras.

Suele caminar despacio y cabizbaja, enfrentando la realidad de ser ahora una música callejera, una pedigüeña más, preguntándose qué le deparará esta nueva ciudad y si en algún momento podrá tocar en esos bellos edificios consagrados a la música y cuanto tiempo podrá seguir viviendo de las monedas…

Esta noche Manu echa la persiana metálica del bar y mientras cierra los candados imagina las notas que compondrá para poder acompañar con su piano algún día a la violinista. Se da cuenta que ella le ha dado una razón para vislumbrar otros horizontes, para dar un giro a su vida;  le apetece estar con ella, tenerla cerca e imagina cómo podría sonar la música si tocaran juntos.

Apresura el paso con la intención de llegar antes de que cierre el super, comprar algo rápido para cenar y alguna fruta; al llegar a la caja ve salir a Laia del establecimiento llevando la bolsa de la compra en una mano y el violín en la otra.
En su cabeza empiezan a componerse frases y situaciones e imagina mil maneras para propiciar un acercamiento a su misteriosa musa.

–Mañana le pediré que escuche mi música, que toquemos alguna pieza, que formemos un dúo. Espero que acepte mi propuesta o al menos podamos quedar en algún momento con los instrumentos…–  Elucubra Manu mientras recoge la vuelta que le entrega la cajera.

– ¿Mañana? ¿Y por qué mañana?

Apresurando el paso llega junto a Laia, acopla su paso al de ella e intentando que su voz suene clara y segura carraspea y suelta la frase que tantas veces ha rondado por su cabeza

–Quiero que toquemos algo juntos. ¿Qué me dices?

–¿De Falla, por ejemplo? contesta Laia con su acento balcánico y una tímida sonrisa.

–Por ejemplo, y espero no fallar, –bromea Manu jugando con las palabras y poniendo cara de miedo.

La tenue sombra de los dos cuerpos caminando juntos avanza por la pared de la calle como notas en un pentagrama, mientras la noche acoge risas, gestos e ilusiones en clave de sol.

Araceli Míguez

Enero 2014

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