— ¿Jura usted decir la verdad, toda la verdad y nada más
que la verdad?
Rosa respiró profundamente y alzó la mano.
— Sí, lo juro.
Jamás pensó que se encontraría en una situación similar. Ella,
tan pacífica, con una vida tan cómoda, tan tranquila: su trabajo, su familia,
sus aficiones... Sus aficiones, ese era el problema. Su mente y su cuerpo
habían descubierto los placeres de la vida bohemia: la escritura, la pintura,
los buenos libros, los buenos vinos, algún que otro masaje relajante en unos
baños árabes... En fin, que no era barato, y con los recortes que su nómina
había sufrido en los últimos años, comenzaba a verse un poco ahogada. Su
carácter caprichoso le impedía renunciar a ninguno de esos gozos, por lo que no
tuvo más remedio que plantearse una salida. Una salida desesperada.
— Señora Domínguez, ¿se encuentra bien?
— ¿Qué? Sí, sí, dígame.
— Le preguntaba si sabe por qué está aquí.
— Sí, lo sé.
— Señores y señoras del jurado, la señora María Rosa
Domínguez Moreno está acusada del asesinato de la difunta María José Morales
Mora.
El fiscal pasará a continuación a su interrogatorio, para
que el jurado pueda recapacitar después sobre su inocencia o culpabilidad.
— Buenos días señora Domínguez. Dígame, ¿dónde se
encontraba la tarde del 23 de abril del presente año a las 18.30 horas?
— Buenos días. Me encontraba en el médico. Tenía cita a
las 18.35 horas.
— ¿Está enferma? ¿A qué fue allí?
— A una revisión ginecológica, señor.
— ¿Hacía mucho que había pedido esa cita?
— Yo no la pedí. Me la dio la enfermera del doctor Santos,
me tocaba en esa fecha.
— ¿Alguien la vio? ¿Hay testigos de su visita médica?
— El personal de administración de la clínica, los
pacientes de la sala de espera (que no eran muchos), etc. Además, tienen
ustedes en su poder el justificante de asistencia a consulta que me dieron
allí.
— Señora, esos justificantes se expiden como churros sin
necesidad siquiera de que la vea ningún doctor. Lo hemos comprobado. ¿Llegó a
entrar a su revisión? ¿La vio su médico? Y, por cierto, ¿por qué pidió usted un
justificante? ¿Trabaja por las tardes?
Rosa se puso lívida, después roja como un tomate y lívida
de nuevo.
— No no trabajo por las tardes. La costumbre de pedirlo,
supongo.
— No ha contestado a la primera pregunta ¿la vio su
médico?
— Yo...
— ¿Cómo explica entonces que el señor Juan José Alarcón
Bocanegra la descubriera en el Ateneo de Valencina de la Concepción, junto al
señor Jesús Gelo Cotán en flagrante acto criminal?
La acusada se desmoronó. De sus ojos comenzaron a brotar
lágrimas sin consuelo. Cuando logró tranquilizarse — no tardó mucho — su mirada
era fría y decidida.
— Sí, estuve en el Ateneo, señor Juez. El señor Gelo,
Jesús, me utilizó y después me convirtió en cómplice de esta atrocidad. Unas
semanas antes me había contado sus planes de quitar de en medio a nuestra
profesora del taller de escritura creativa, como solución a nuestros problemas
económicos. ¿Sabe? No dejan de recortarnos el sueldo, y ambos tenemos gastos
ineludibles.
Coordinar este taller y dividirnos los beneficios, ese era
el plan. Yo, para alimentar a mi familia. Él, no sé, para financiar sus largos
viajes, supongo.
Yo sólo tenía que mover los hilos para cambiar la sesión
de día sin que se enterase nadie más que María, y después abrir el Ateneo, pues
yo tengo una copia de la llave, y desaparecer de allí. Jesús se ocuparía de lo
demás. Con lo demás, pensaba yo que Jesús se refería a convencerla de alguna
forma para que nos cediese este taller — coordinaba varios, ¿sabe usted? —
Jesús es bastante persuasivo, y como me pidió que les dejase solos, pensé que su
plan era camelarla de otra forma. El novio de María vive en Madrid. Estaba muy
sola aquí, ya me entiende. Nunca imaginé que llegaría a hacer algo así.
Pero una vez en el Ateneo no me dejó irme, y casi sin
cerrar la puerta comenzó a golpear violentamente a María.
Yo no hice nada... Yo no fui, se lo juro.
— Señora Domínguez, le recuerdo que está usted bajo
juramento. No diga nada de lo que después pueda arrepentirse. Si usted no fue
¿cómo es que el monopatín del hijo de la señora Teresa Rodríguez contiene tanto
sus huellas dactilares como las de sus zapatos?
— Un par de semanas antes habíamos tenido nuestra reunión
semanal en casa de Teresa. Su hijo nos mostró su monopatín y estuvimos haciendo
un poco el tonto encima del juguete.
— Es bastante casualidad que la última vez que vieron a la
fallecida fuese, precisamente, en la casa del dueño del arma homicida.
— Bueno, tampoco es tanta casualidad. No es raro trasladar
el taller a la casa de alguno de nosotros de vez en cuando.
— Si nadie sabía de sus planes de cambio de día del taller
¿por qué apareció por allí el señor Alarcón?
— Le avisó Araceli.
— ¿Se refiere usted a Araceli Míguez Salas?
— Sí.
— ¿Con qué propósito avisaría la Señora Míguez al señor
Alarcón?
— Pretendía que nos descubriese.
— ¿Que les descubriese? Usted afirma ser víctima de las
argucias del señor Gelo, no su cómplice ¿No le parece una contradicción ese
.que nos descubriese.?
— Es una forma de hablar.
— Comprendo. ¿Cómo pudo poner sobre aviso la Señora Míguez
al señor Alarcón si nadie estaba al corriente de sus planes?
— Araceli había leído los correos antes de que yo pudiera
borrarlos.
— ¿Por qué tenía usted acceso a los correos de sus
compañeros?
— Porque administro el blog del grupo. Ellos mismos me
cedieron sus contraseñas al comienzo del taller para que colgase sus escritos.
Los muy ilusos nunca cambiaron sus claves.
— Señora Domínguez, cuéntenos cómo consiguieron el
monopatín.
— Jesús estaba haciendo un curso en Sevilla por aquella
fecha. El hijo de Teresa patina por allí cerca. No fue difícil.
— Antes dijo no conocer las verdaderas intenciones del
señor Gelo... Muy curioso que supiera ese detalle...
— ¡Está bien! ¡Lo confieso! Lo planeamos juntos. ¿Usted
cree que es fácil mantener este nivel de vida con un simple sueldo de maestra?
Yo necesito liquidez para ir a conciertos, comprar libros, vinos con D.O....
Sí, lo hicimos. La matamos. Pero la culpa no es mía, ni de Jesús. No, señor
juez, la culpa la tienen los recortes de nuestros gobiernos. ¡Ellos son los culpables!
Y dicho esto, se desmayó sobre su silla.
El jurado, tras mucho deliberar, la encontró inocente,
pues claramente era una víctima de este sistema.
El taller de escritura se disolvió. Sus miembros nunca
volvieron a verse, a excepción de Jesús y Rosa que, con la cuantiosa
indemnización que el Estado tuvo que pagarles por haberlos llevado hasta esa
desesperada situación, fundaron una escuela de escritores de gran prestigio: Libros
con vino.