Os preguntaréis qué hago desnuda en medio del bosque acompañado por estos señores tan trajeados. Y es que si alguien me hubiera dicho que Cristine y yo terminaríamos así después de un comienzo de mañana tan prometedor, apenás hubiera podido creerle.
Un domingo más, me encontré con Cristine en el Boulevard de l'Eau y nos encaminamos paseando hasta la Place de la Libertè. El sol matutino era aún suave pero auguraba una tarde de mayo calurosa. En la plaza no pudimos sentarnos en nuestro banco favorito, ese desde el que pueden verse a los paseantes a la vez que se disfruta de la fachada lateral del edificio de la Chancillería, para mi gusto la más hermosa. Eso me contrarió por poco tiempo, pues casi en el momento que nos acercamos a la fuente de las Esfinges, una pareja de señores se levantó para dejarnos su lugar. Ese galante detalle me hizo sonreír.
- Aquí estarán más frescas, señoritas -nos dijeron, mientras sentía minúsculas gotas de agua en mi cara.
El más alto llevaba una gran cesta de mimbre en la mano. Mi mirada interrogativa le bastó a su dueño para contestarme:
- Aprovecharemos este magnífico día para desayunar en el bosque.
Su extraño sombrero me pareció atrevido. Su silencioso acompañante tenía un aspecto de lo más enigmático. Miré a Cristine y ellos advirtieron mi interés por acompañarles.
- Pueden venir con nosotros si lo desean y no tienen otros planes, señoritas.
¿Otros planes? Desde que me harté de que el bestia de Bastien destrozara mi vida, la mayor ocupación de mis días era buscar un nuevo partido que me alejara definitivamente de mis padres. Cristine tenía aún algo más de tiempo, pero yo rondaba peligrosamente los 25 años sin que ningún buen hombre se acercara a mí. Y no era sólo el agobiante ambiente de mi casa lo que me hacía añorarlo, sino ser la única chica de mi edad que aún no había catado varón. Bastien lo intentó, pero su delicadeza de cactus logró provocarme tal ataque de pánico que casi acabo en el hospital.
Acompañamos, pues, a los señores hacia el bosque. Nos sentamos sobre la hierba en un lugar apartado y fresco, cerca del río. De la cesta empezamos tomando algo de pan y mucho de vino. Cuando nos dimos cuenta las dos botellas estaban vacías. Desinhibida propuse un juego infantil para distraernos; nuestras prendas serían el pago del perdedor. Empecé a dejarme perder deliberadamente y Cristine advirtió mi maniobra y comenzó también a imitarme. Las sonrisas se dibujaban en los rostros de nuestros acompañantes a medida que desaparecían nuestras ropas. Pero no podía suponer que los muy estúpidos sonreían por la alegría de ir ganando.
Cuando Cristine comprendió que estaban más interesados en la victoria que en captar nuestras indirectas, se levantó sin dar explicaciones para meterse en el río. Y yo permanecí completamente desnuda aguantando a un tipo incapaz de callarse y que parecía saber de todo. Su gorrito antes atrevido ahora me parecía absurdo y la mirada del silencioso había pasado de enigmática a mirada de rumiante. Cuando el filósofo le dio una tregua y él pudo ha-ha-ha-ha-haaaablar, casi me da a-a-a-a-aaaalgo. En ese momento me resigné, me levanté siguiendo a Cristine, tomamos una barca que permanecía en la orilla desde que llegamos y bajamos por el río. Quizás algún pescador desocupado pueda arreglar la mañana, pensé, pero sólo encontramos familias escandalizadas en la ribera por encontrarnos tan ligeras de ropa.
Por azares del destino esta historia acabó llegando a oídos de mi vecino Edouard Manet, que, divertido, quiso inmortalizar el jocoso momento. Ahora me encuentro tal y como me veis, pues ha insistido mucho en que para captar adecuadamente mis volúmenes debía posar desnuda. Y digo yo que si el resto de los volúmenes ha podido imaginarlos (pues estoy sola en su estudio, que no tiene nada de bosque), también podría haber imaginado mis formas carnales bajo la ropa.
Pero en fin, el día es cálido, se está más fresca así, me acerco a los 25 y no quería franquear esa frontera sin conocer el virtuoso pincel de monsieur Manet, del que todo el mundo habla en París.
Jesús Gelo Cotán
diciembre de 2013
Jesús Gelo Cotán
diciembre de 2013
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