La casa de mi abuela Araceli, “La arboleilla” tenía
un inmenso patio delante de la casa que sólo se veía una vez subida la pequeña
rampa de acceso.
El jardín era una preciosa composición de colores, formas y
olores que te inundaba de
alegría nada avistarlo pues el olor de jazmines, damas de noche, azucenas, albahaca, lilas, rosas y claveles, entre otros impregnaba toda la calle y aunque no lo vieras anunciaba su presencia .
Ella lo mimaba como si fuera un niño
pequeño; desde que se levantaba al alba se
dedicaba a cuidar sus cientos de macetas, quitaba las hojas secas,
trasplantaba, regaba y les hablaba – a ver si te despabilas que estás muy
enclenque, que no te puedes quejar, que te tengo en el mejor sitio…- le decía a
un tiesto de claveles, - te voy a poner más a la sombra a ver si reverdeces- esta vez se dirigía una gran maceta de helechos.
Conocía nombres, formas, variedades, preferencias de sol, sombra, agua, luz, etc. de cada una de sus cientos de flores y cuando los nietos íbamos los fines de semana nos hacía acompañarla en el recorrido completo por el jardín, explicándonos las que habían florecido ese día, las que había cambiado de sitio, las que habían llegado nuevas,- regaladas por las vecinas-, aunque lo que nos gustaba era jugar con los gatos, perros y demás habitantes del corral trasero.
El recuerdo de mi abuela entre sus flores es el más afianzado en mi memoria.
Ahora el jardín sólo es un gran fila de ladrillo adosado que trato de evitar.
A Míguez
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