jueves, 14 de marzo de 2013


Cuando era pequeña, muy pequeña, tan pequeña que sólo estaba yo, el mundo que me rodeaba tenía un color distinto al que tiene ahora.
Todo era brillante e intenso.
El azul del cielo en verano era tan azul que se volvía blanco cegador si estabas cerca del mar y tenías que entornar los ojos y llorabas y parecía que fuera de emoción pero era culpa del sol amarillo brillante mezclado con el azul-blanco cegador.
Mamá también tenía otro color. Su piel era oscura, no blanca como ahora, y su pelo era negro sin tinte. Sus ojos marrones brillaban con una alegría joven. Eso no ha cambiado ahora que lo pienso, aunque el brillo marrón guarde detrás unas canas grises por el paso de los años. Si miras atentamente, ves el gris en sus ojos.
Los colores de cuando era pequeña, muy pequeña, tan pequeña que sólo estaba yo, eran brillantes e intensos, con un fondo de vida de color de rosa, que es el color de la inocencia, al menos de la mía.
Las noches que cenaba pan con chocolate o tostadas eran perfectas, y no escondían detrás ningún otro significado que el de una madre buena y complaciente con su pequeña hija.
Los veranos sin veraneo no eran nada más que por el trabajo de papá. Y los pasaba en casa de la abuela y era feliz igualmente.
Esos veranos eran verde oscuro: el color del suelo de la casa de la abuela, donde me pasaba el tiempo jugando.
Ahora que dicen que soy mayor el color del mundo ha cambiado. Los colores están ahora oscurecidos por el cristal de mis gafas de sol, las que siempre llevo para protegerme de ese sol amarillo brillante que vuelve al azul blanco cegador y que, de alguna manera, me protege también de toda esa pérdida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Cuenta, cuenta...