Cuando era pequeña, muy pequeña,
tan pequeña que sólo estaba yo, el mundo que me rodeaba tenía un color distinto
al que tiene ahora.
Todo era brillante e intenso.
El azul del cielo en verano era
tan azul que se volvía blanco cegador si estabas cerca del mar y tenías que
entornar los ojos y llorabas y parecía que fuera de emoción pero era culpa del
sol amarillo brillante mezclado con el azul-blanco cegador.
Mamá también tenía otro color. Su
piel era oscura, no blanca como ahora, y su pelo era negro sin tinte. Sus ojos
marrones brillaban con una alegría joven. Eso no ha cambiado ahora que lo
pienso, aunque el brillo marrón guarde detrás unas canas grises por el paso de
los años. Si miras atentamente, ves el gris en sus ojos.
Los colores de cuando era
pequeña, muy pequeña, tan pequeña que sólo estaba yo, eran brillantes e
intensos, con un fondo de vida de color de rosa, que es el color de la
inocencia, al menos de la mía.
Las noches que cenaba pan con
chocolate o tostadas eran perfectas, y no escondían detrás ningún otro
significado que el de una madre buena y complaciente con su pequeña hija.
Los veranos sin veraneo no eran
nada más que por el trabajo de papá. Y los pasaba en casa de la abuela y era
feliz igualmente.
Esos veranos eran verde oscuro:
el color del suelo de la casa de la abuela, donde me pasaba el tiempo jugando.
Ahora que dicen que soy mayor el
color del mundo ha cambiado. Los colores están ahora oscurecidos por el cristal
de mis gafas de sol, las que siempre llevo para protegerme de ese sol amarillo
brillante que vuelve al azul blanco cegador y que, de alguna manera, me protege
también de toda esa pérdida.
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