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lunes, 18 de marzo de 2013
¿Por
qué escribo?
Quiero
creer que escribo…
·
Para
indagar, para desvelar, para intentar reconstruir el “escenario del crimen”.
Sí, siempre hay un “crimen”: hechos,
sucesos, procesos que hacen daño, que no fueron, o no son, lo que se esperaba
que fuesen o lo que deberían ser. Cosas que dan que pensar. Y que hacen aflorar
las dimensiones menos visibles de las personas. De ellos, de nosotros. Y
obligan a repasar, a reconsiderar y reelaborar los esquemas estandarizados que
tenemos sobre las presuntas características de la condición humana…
·
Para
creer que puedo comprender mejor algunas cosas, sacarlas de la opacidad, de la
fugacidad, de la aparente arbitrariedad con que se manifiestan en lo cotidiano,
y ordenarlas en conjuntos más significativos, o al menos más satisfactorios
para unas necesidades psíquicas determinadas (las mías, y las de aquellas otras
personas que puedan compartir de alguna manera mis percepciones del mundo y mi
sensibilidad).
·
Para
intentar conocerme mejor a mí mismo a través de la ficción de vicisitudes y
decisiones protagonizadas por los otros que hay en mí.
·
Para
descubrir todos los posibles significados que esconden las palabras; y la
esencia, y las dificultades, y las verdades y los engaños de la misma
escritura.
·
Para
creer que sigo siendo capaz de discurrir, de poder ir ensartando hechos, cualidades, sucesos, mutaciones,
conceptos… en interrelaciones y procesos que den cuenta de forma más o menos
convincente de la extraña y fascinante naturaleza de todo lo que me alcanza.
·
Para
intentar elaborar (quizás encontrarme con ellas por casualidad) cosas bellas
hechas por medio del manejo de las palabras y los discursos: cosas que puedan
resultar curiosas, o sorprendentes, atractivas, o misteriosas, perturbadoras o
convincentes, reveladoras, ojalá que hermosas, sugestivas, inteligentes.
¿Para
quién lo hago?
Escribo para mí y para los
desconocidos.
Por Rafael Parreño Boza
jueves, 14 de marzo de 2013
Cuando era pequeña, muy pequeña,
tan pequeña que sólo estaba yo, el mundo que me rodeaba tenía un color distinto
al que tiene ahora.
Todo era brillante e intenso.
El azul del cielo en verano era
tan azul que se volvía blanco cegador si estabas cerca del mar y tenías que
entornar los ojos y llorabas y parecía que fuera de emoción pero era culpa del
sol amarillo brillante mezclado con el azul-blanco cegador.
Mamá también tenía otro color. Su
piel era oscura, no blanca como ahora, y su pelo era negro sin tinte. Sus ojos
marrones brillaban con una alegría joven. Eso no ha cambiado ahora que lo
pienso, aunque el brillo marrón guarde detrás unas canas grises por el paso de
los años. Si miras atentamente, ves el gris en sus ojos.
Los colores de cuando era
pequeña, muy pequeña, tan pequeña que sólo estaba yo, eran brillantes e
intensos, con un fondo de vida de color de rosa, que es el color de la
inocencia, al menos de la mía.
Las noches que cenaba pan con
chocolate o tostadas eran perfectas, y no escondían detrás ningún otro
significado que el de una madre buena y complaciente con su pequeña hija.
Los veranos sin veraneo no eran
nada más que por el trabajo de papá. Y los pasaba en casa de la abuela y era
feliz igualmente.
Esos veranos eran verde oscuro:
el color del suelo de la casa de la abuela, donde me pasaba el tiempo jugando.
Ahora que dicen que soy mayor el
color del mundo ha cambiado. Los colores están ahora oscurecidos por el cristal
de mis gafas de sol, las que siempre llevo para protegerme de ese sol amarillo
brillante que vuelve al azul blanco cegador y que, de alguna manera, me protege
también de toda esa pérdida.
miércoles, 13 de marzo de 2013
La casa de mi abuela Araceli, “La arboleilla” tenía
un inmenso patio delante de la casa que sólo se veía una vez subida la pequeña
rampa de acceso.
El jardín era una preciosa composición de colores, formas y
olores que te inundaba de
alegría nada avistarlo pues el olor de jazmines, damas de noche, azucenas, albahaca, lilas, rosas y claveles, entre otros impregnaba toda la calle y aunque no lo vieras anunciaba su presencia .
Ella lo mimaba como si fuera un niño
pequeño; desde que se levantaba al alba se
dedicaba a cuidar sus cientos de macetas, quitaba las hojas secas,
trasplantaba, regaba y les hablaba – a ver si te despabilas que estás muy
enclenque, que no te puedes quejar, que te tengo en el mejor sitio…- le decía a
un tiesto de claveles, - te voy a poner más a la sombra a ver si reverdeces- esta vez se dirigía una gran maceta de helechos.
Conocía nombres, formas, variedades, preferencias de sol, sombra, agua, luz, etc. de cada una de sus cientos de flores y cuando los nietos íbamos los fines de semana nos hacía acompañarla en el recorrido completo por el jardín, explicándonos las que habían florecido ese día, las que había cambiado de sitio, las que habían llegado nuevas,- regaladas por las vecinas-, aunque lo que nos gustaba era jugar con los gatos, perros y demás habitantes del corral trasero.
El recuerdo de mi abuela entre sus flores es el más afianzado en mi memoria.
Ahora el jardín sólo es un gran fila de ladrillo adosado que trato de evitar.
A Míguez
viernes, 8 de marzo de 2013
Retazos de niñez
Me acuerdo de cuando era pequeña,
muy pequeña. Tan pequeña, que sólo estaba yo.
Me acuerdo de mi primer recuerdo:
la azotea con mi abuela Juana, macedonia de frutas y aviones en el cielo.
Me acuerdo del canto de las
chicharras en verano.
Me acuerdo de lo mal que cantaba
mi abuela Dolores, y también me acuerdo de cuánto me gustaba escucharla.
Me acuerdo de cuánto me reía con
mi hermano.
Me acuerdo de la señorita Ana, la
primera que tuve.
Me acuerdo de las manchas de
césped en mi vestido, y de lo poco que importaba.
Me acuerdo de la primera vez que
vi a mi mejor amiga, con ocho años. ¡Qué mal me cayó!
Me acuerdo de cuando jugaba a las
maestras.
Me acuerdo de los truenos que me
hicieron meterme debajo de la mesa del colegio, de miedo que tenía.
Me acuerdo de los pellizcos en
los mofletes de mi tío Alfonso.
Me acuerdo de la primera vez que
comí queso.
Me acuerdo de la fascinación de
mi prima cuando la llevé a montar en ascensor por primera vez.
Me acuerdo de lo bien que
dibujaba, aunque no tan bien como mi hermano.
Me acuerdo del olor de Marbella,
donde pasé varios veranos, todos mágicos.
Me acuerdo del terror paralizante
al ver a mi hermano casi ahogarse en una piscina.
Me acuerdo de La bola de Cristal,
en una mecedora sentada a la estufa, con el pijama puesto mientras desayunaba una
tostá de manteca colorá.
Me acuerdo de los niños que se
metían conmigo.
Me acuerdo de la emoción que
sentía cada vez que veía el mar tras una montaña.
Me acuerdo del primer viaje en
tren, cuando la Estación de Córdoba aún era una estación.
Me acuerdo de mi abuelo tomando
huevos pasados por agua.
Me acuerdo de cuando dejé de ser
crédula.
Me acuerdo de los dos rombos en
la tele.
Me acuerdo del olor de los libros
de texto recién comprados.
Me acuerdo de unos Reyes sin
juguetes y unos padres tristes.
Me acuerdo del coraje que me dio
ponerle caras a los personajes de La historia Interminable cuando vi la
película. No se parecían en nada a los que yo había imaginado.
Me acuerdo de las Mayorets.
Me acuerdo de lo feliz que era
siempre, y lo infeliz que me sentía a veces.
Me acuerdo de los juegos en la
calle con los amigos de mi hermano: el zurro, el matá, el cogé, las bolas, la
lima, el trompo… Qué bien lo pasábamos.
Me acuerdo de cuando me
avergonzaba ser sevillana.
Me acuerdo de cuánto deseaba
saber hacer algo bien.
Me acuerdo de la primera vez que
escuché, de la primera vez que vi, a mis padres haciendo “cosas malas”, “cosas
de mayores”, y del tiempo que pasé sin hablarles.
Me acuerdo del juego del Ahorcado
tirada en un colchón con mi tía la pequeña.
Me acuerdo del disco de Boney M
que poníamos todas las Navidades.
Me acuerdo de cuando mi abuela me
decía que dejara ya de estudiar, que iba a perder la vista.
Me acuerdo de mis miedos, que me
impedían hacer tantas cosas que deseaba, desde jugar al fútbol a contar un
chiste.
Me acuerdo de mis ganas de
crecer.
miércoles, 6 de marzo de 2013
Las palabras son las piezas de un puzzle en una caja, los colores en una paleta, las madejas que reposan en el huso. Las palabras por sí solas sólo rellenarían diccionarios si no fueran domeñadas, conducidas, mimadas y ordenadas por los sentimientos. Son inertes si no tienen detrás sangre, vísceras y alma, son inútiles si no hay ojos, oídos y latidos que las recojan, las descifren y las vivan.
Nosotros jugamos con nuestras criaturas, como si fuéramos pequeños dioses, que a través de nuestros manejos con las inocentes partículas, intentamos eso tan difícil que se llama conexión.
! Menos mal que nos quedan los misterios!
Araceli Míguez
Nos presentamos,
Hola a tod@s, Papel en blanco es un proyecto nacido de la inquietud por escribir que cada semana nos une a Araceli, Rosa, Carmen, Jesús, Juan Carlos, Rafael, Mari Carmen, Teresa y María en Valencina de la Concepción (Sevilla).
Queremos compartir de esta manera nuestro trabajo con todos los visitantes que recalen en este rincón virtual y quieran unirse a nosotros en esta aventura que comenzamos.
Porque escribir es vivir más...¿escribes?
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