Me gusta recordar mis comienzos al sumergirme en el líquido rojo y aspirar su olor dulzón y férrico.
Cuando ocurrió, yo apenas contaba con siete años. Nadie supo nunca lo que vi. Nadie relacionó nunca mi súbita mudez con aquel acontecimiento, y mucho menos con los que sucederían a partir de entonces...
Pensaban que era muy pequeña para presenciar aquello, por lo que cada año, el día de los difuntos, fecha en que se celebraba la matanza, me enviaban al bosque a buscar setas con mis primas mayores.
Aquella fría mañana ellas tenían planes más románticos, así que yo me escabullí sin dificultad hasta la linde de la granja, y detrás de unos árboles pude verlo todo.
Los hombres sacaron al cerdo de la porquera, y sujetándolo con fuerza lo colocaron en una mesa que se me antojaba altar de sacrificios. Uno de ellos hundió un cuchillo en su cuello, desangrándolo. El líquido caía a borbotones en un cubo que sujetaba mi abuela, y en el que a ratos introducía su mano para mover la sangre derramada y evitar así que cuajara por el frío.
Yo miraba, entre fascinada y asqueada, las caras encarnadas y sonrientes de mis familiares mientras aquel animal chillaba y chillaba en su agonía. Su alarido se volvió mío, y perdí la voz.
Durante un tiempo indeterminado mis sueños se tiñeron del rojo de la mano de mi abuela, y se llenaron de gritos animales. Me despertaba sobrecogida y perlada de un sudor helado en la noche e intentaba llamar a mi madre, pero de mi garganta no salía ningún sonido.
En lo más profundo de mi ser sabía qué tenía que hacer para encontrar la paz y dejar de oír a las bestias gritando.
Con la desaparición del periquito de mi tía y de la cobaya de mi vecina Marieta,
apareció mi voz. Gracias al gato del quiosquero y el perro de mi mejor amigo, Luís, conseguí descansar algunas noches.
Con el paso de los años mi técnica y fuerzas se perfeccionaron y crecieron, por lo que pude hacerme cargo de animales más grandes. Aunque pronto tuve que dejar de trabajar en el hipódromo al intensificarse la investigación sobre la desaparición de caballos.
Dulces recuerdos los de aquellos tiempos.
Ahora, cada noviembre, en el Día de los difuntos, me permito este baño —ya que nunca volví a la matanza del pueblo—, como ofrenda. Trabajar como voluntaria en ese barrio marginal me lo facilita...
...A pesar de ello, mis noches continúan llenas de gritos.
Enhorabuena...
ResponderEliminarHe puesto a buen racaudo a mis gatos y perros; Lástima que no te interesen los caracoles, que se están comiendo mis plantas y me vendría bien que desaparezcan. Un beso
ResponderEliminarHe puesto a buen racaudo a mis gatos y perros; Lástima que no te interesen los caracoles, que se están comiendo mis plantas y me vendría bien que desaparezcan. Un beso
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