Cuando una una sale con un uno,
llega un momento en el que, de repente, sin venir a qué, empieza a caérsele la
baba al ver a hombres paseando bebés en sus carritos, hombres con bebés en
brazos, hombres columpiando a niños en el parque. A partir de ese instante, la
una comienza a ver al uno como el protagonista de esas estampas, y se
enternece. Todo le parece idílico: un padre con un hijo, el de ella, el de la
una, en feliz armonía y sintonía familiar. En esa idea ideal, el embarazo aparece
como un estado de gracia, en el que la una flota, es feliz, come por dos,
engorda pero está guapa, y se le permite y excusa todo porque, al fin y al
cabo, son las hormonas las que hablan y actúan por la una. No es ella misma. No
es la una, es la otra.
Y toman la decisión. Y el
predictor se torna doblemente rosa mucho antes de lo previsto. Qué eficacia,
qué rapidez. Pues nada, en marcha. Los unos van a ser papás si todo sale bien.
Uf. Qué sueño. La una se duerme
por todas partes. Le falta resuello al subir tres escalones, y se hace pipí
cada dos horas aproximadamente, las mismas que aguanta sin comer, y piensa: “Si
ya estoy así y ni siquiera tengo barriga, ¿cómo estaré cuando pasen unos
meses?” Y no la dejan coger peso porque está embarazada, ni que retire los
platos porque está embarazada, ni enterarse de malas noticias porque está
embarazada, ni respirar, porque está embarazada. Y no puede comer jamón porque
está embarazada, y debe lavar bien la lechuga, y no tocar a los gatos, ni la
tierra, y no comer quesos blancos, que son los que le gustan…porque está
embarazada. Y no tomar café, ni té ni cocacola… Y lo de comer por dos… ¿quién
ha dicho eso? Dieta equilibrada. Comer lo mismo pero cada menos tiempo. Y
encima diabetes. Así que a todo lo anterior añade los dulces, o mejor dicho,
quítale los dulces y añade leche destanada y natillas de chocolate sin azúcar.
Ay. Qué hambre pasa la una. Y la líbido, por los suelos. Ay. Qué hambre pasa el
uno.
La una, que no es muy amiga de ir
a revisiones médicas, tiene una cada quince días. Y, al menos, ve cómo en su
interior crece algo. Algo en blanco y negro, cabezón, con las extremidades
preocupantemente cortas, y con un corazón que late unas tres veces más rápido
que el de la una. Y la una se emociona cuando ve esa especie de radiografía, y
también se asusta, porque el niño parece excesivamente cabezón y taquicárdico,
pero no se atreve a expresar sus miedos porque, según el ginecólogo, todo va estupendamente.
Y se marcha a casa obsesionada con lo que ha visto, y busca en Internet las
malas noticias que el ginecólogo, a todas luces un completo inepto, no ha
querido comunicarle. Y no halla nada raro en Internet, y se preocupa aún más.
Y así va pasando el tiempo, entre
preocupaciones, análisis de sangre y orina un mes sí y otro también, pesando la
comida antes de ingerirla, comiendo donuts a escondidas, sintiendo ardores y
culpabilidad, chocándose con las columnas en los aparcamientos porque su
concepción del espacio ha mutado, y haciendo cada vez más pis, que eso no debe ser
ni sano ni nada. Hasta que un día, de repente, siente un burbujeo totalmente
nuevo en su vientre. “¿Gases? Sí, deben ser gases.”, se dice a sí misma para no
hacerse ilusiones. Pero lo vuelve a sentir, sobre todo cuando está tranquila y
relajada. Y una vez, y otra más. El uno le pone la mano en la barriga cada vez
que la una dice sentir algo, pero él no nota nada. Es un juego entre su
interior y ella. Y ella comienza a llevar mejor la dieta, y las revisiones
quincenales, y el pis, y el cansancio. Y se lleva la mano al vientre, y le
habla casi sin darse cuenta. En voz bajita, para que sólo su interior la oiga.
Y el burbujeo crece y se vuelve patadas. Y el juego ya es buscado entre los
dos. Y el uno ya lo puede notar a veces. Pataditas, caricias desde dentro con
sus pequeños pies y manos, que parece que ya van tomando una longitud más
normalizada. Menos mal.
El interior crece y el exterior
también, la tripa ya es considerable. Aparecen los dolores de espalda y los
andares de pato. Oficialmente, está embarazada. Ya le ceden el sitio en el
autobús y en el metro. Ya le tocan la barriga desconocidas en la cola del
súper. Y la una se pavonea y se cree la única embarazada en el mundo. Única y
especial. El centro de atención. Pero no lo es y se fastidia un poco, le molesta
y se entristece y llora porque nadie la entiende. Ay, las hormonas.
Y sigue pasando el tiempo. Se
acerca el momento y llega la obsesión por la casa limpia y el orden, y se
enfada porque nuevamente, nadie parece entenderla. Y limpia armarios subida a escaleras
aún a sabiendas de que no debería hacerlo. Pero la obsesión enfermiza por la
limpieza y el orden puede con la una.
Y se acuesta cansada, exhausta,
incomprendida, triste, pero con la casa limpia.
Y de madrugada hace uno de sus
numerosos pises y nota algo. Ya está. Ya viene. Y la maleta sin hacer. Se
acuesta. Hay tiempo. No quiere despertar al uno aún. Que descanse un poco más.
La barriga le duele y se pone dura dura. Ya está aquí. “Uno, despierta, ya
viene”. Y corren, vuelan hacia el hospital. La una se retuerce de dolor al
llegar. Ya no puede más. Inspira, espira, inspira, espira. Duele. El médico no
llega y la una quiere acabar. Su interior lucha por salir. La una se rinde.
Duele. Sal, sal ya. Quiere acabar. Quiere verlo.
Un llanto anuncia el fin. El
principio. Y a esas nuevas lágrimas se unen las del uno y la una. Felices.
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