viernes, 16 de mayo de 2014

El fin. El principio

Cuando una una sale con un uno, llega un momento en el que, de repente, sin venir a qué, empieza a caérsele la baba al ver a hombres paseando bebés en sus carritos, hombres con bebés en brazos, hombres columpiando a niños en el parque. A partir de ese instante, la una comienza a ver al uno como el protagonista de esas estampas, y se enternece. Todo le parece idílico: un padre con un hijo, el de ella, el de la una, en feliz armonía y sintonía familiar. En esa idea ideal, el embarazo aparece como un estado de gracia, en el que la una flota, es feliz, come por dos, engorda pero está guapa, y se le permite y excusa todo porque, al fin y al cabo, son las hormonas las que hablan y actúan por la una. No es ella misma. No es la una, es la otra.
Y toman la decisión. Y el predictor se torna doblemente rosa mucho antes de lo previsto. Qué eficacia, qué rapidez. Pues nada, en marcha. Los unos van a ser papás si todo sale bien.
Uf. Qué sueño. La una se duerme por todas partes. Le falta resuello al subir tres escalones, y se hace pipí cada dos horas aproximadamente, las mismas que aguanta sin comer, y piensa: “Si ya estoy así y ni siquiera tengo barriga, ¿cómo estaré cuando pasen unos meses?” Y no la dejan coger peso porque está embarazada, ni que retire los platos porque está embarazada, ni enterarse de malas noticias porque está embarazada, ni respirar, porque está embarazada. Y no puede comer jamón porque está embarazada, y debe lavar bien la lechuga, y no tocar a los gatos, ni la tierra, y no comer quesos blancos, que son los que le gustan…porque está embarazada. Y no tomar café, ni té ni cocacola… Y lo de comer por dos… ¿quién ha dicho eso? Dieta equilibrada. Comer lo mismo pero cada menos tiempo. Y encima diabetes. Así que a todo lo anterior añade los dulces, o mejor dicho, quítale los dulces y añade leche destanada y natillas de chocolate sin azúcar. Ay. Qué hambre pasa la una. Y la líbido, por los suelos. Ay. Qué hambre pasa el uno.
La una, que no es muy amiga de ir a revisiones médicas, tiene una cada quince días. Y, al menos, ve cómo en su interior crece algo. Algo en blanco y negro, cabezón, con las extremidades preocupantemente cortas, y con un corazón que late unas tres veces más rápido que el de la una. Y la una se emociona cuando ve esa especie de radiografía, y también se asusta, porque el niño parece excesivamente cabezón y taquicárdico, pero no se atreve a expresar sus miedos porque, según el ginecólogo, todo va estupendamente. Y se marcha a casa obsesionada con lo que ha visto, y busca en Internet las malas noticias que el ginecólogo, a todas luces un completo inepto, no ha querido comunicarle. Y no halla nada raro en Internet, y se preocupa aún más.
Y así va pasando el tiempo, entre preocupaciones, análisis de sangre y orina un mes sí y otro también, pesando la comida antes de ingerirla, comiendo donuts a escondidas, sintiendo ardores y culpabilidad, chocándose con las columnas en los aparcamientos porque su concepción del espacio ha mutado, y haciendo cada vez más pis, que eso no debe ser ni sano ni nada. Hasta que un día, de repente, siente un burbujeo totalmente nuevo en su vientre. “¿Gases? Sí, deben ser gases.”, se dice a sí misma para no hacerse ilusiones. Pero lo vuelve a sentir, sobre todo cuando está tranquila y relajada. Y una vez, y otra más. El uno le pone la mano en la barriga cada vez que la una dice sentir algo, pero él no nota nada. Es un juego entre su interior y ella. Y ella comienza a llevar mejor la dieta, y las revisiones quincenales, y el pis, y el cansancio. Y se lleva la mano al vientre, y le habla casi sin darse cuenta. En voz bajita, para que sólo su interior la oiga. Y el burbujeo crece y se vuelve patadas. Y el juego ya es buscado entre los dos. Y el uno ya lo puede notar a veces. Pataditas, caricias desde dentro con sus pequeños pies y manos, que parece que ya van tomando una longitud más normalizada. Menos mal.
El interior crece y el exterior también, la tripa ya es considerable. Aparecen los dolores de espalda y los andares de pato. Oficialmente, está embarazada. Ya le ceden el sitio en el autobús y en el metro. Ya le tocan la barriga desconocidas en la cola del súper. Y la una se pavonea y se cree la única embarazada en el mundo. Única y especial. El centro de atención. Pero no lo es y se fastidia un poco, le molesta y se entristece y llora porque nadie la entiende. Ay, las hormonas.
Y sigue pasando el tiempo. Se acerca el momento y llega la obsesión por la casa limpia y el orden, y se enfada porque nuevamente, nadie parece entenderla. Y limpia armarios subida a escaleras aún a sabiendas de que no debería hacerlo. Pero la obsesión enfermiza por la limpieza y el orden puede con la una.
Y se acuesta cansada, exhausta, incomprendida, triste, pero con la casa limpia.
Y de madrugada hace uno de sus numerosos pises y nota algo. Ya está. Ya viene. Y la maleta sin hacer. Se acuesta. Hay tiempo. No quiere despertar al uno aún. Que descanse un poco más. La barriga le duele y se pone dura dura. Ya está aquí. “Uno, despierta, ya viene”. Y corren, vuelan hacia el hospital. La una se retuerce de dolor al llegar. Ya no puede más. Inspira, espira, inspira, espira. Duele. El médico no llega y la una quiere acabar. Su interior lucha por salir. La una se rinde. Duele. Sal, sal ya. Quiere acabar. Quiere verlo.

Un llanto anuncia el fin. El principio. Y a esas nuevas lágrimas se unen las del uno y la una. Felices. 

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