miércoles, 28 de mayo de 2014

Agua

¿Qué me ha despertado? El frío, sin duda.
Tanteo en la oscuridad buscando la manta que siempre tenemos sobre el sofá, para taparme. La localizo, la estiro y la echo sobre mi cuerpo helado. Si lo hago con los ojos cerrados no me despertaré del todo; con bastante probabilidad mi mente se alejará apenas un par de pasos del mundo de los sueños y podrá regresar a él sin problemas.
Me arrebujo bajo la manta y aprieto con fuerza los párpados. Ya no puedo subir a mi dormitorio, me desvelaría sin remedio.
Doy otra vuelta en estrecho sofá. El martilleante sonido del agua sobre el tejadillo me está angustiando, igual que el incesante viento.
Me siento un poco mareada, parece como si la habitación se moviese…No, no es un mareo, ¡la habitación se mueve! Debo estar soñando. Sí, eso debe ser: un sueño.
El viento aúlla a la lluvia. Uf. Será mejor que encienda la luz y me tranquilice un poco.

Un escalofrío paralizante recorre a Marisa al incorporarse: el agua ha entrado en casa. Sus pies se han sumergido en ella al levantarse del flotante sofá.
Lágrimas corren por sus mejillas hasta caer a ese lago casero y confundirse con él.
La luz no funciona. La oscuridad es densa. A tientas, chocándose con los muebles que navegan sin rumbo por el salón, busca la ventana. Sube la persiana y, cuando sus ojos se acostumbran al negro, observa los coches calle abajo, en rápida huída sin dueño. Hay caos en la calle. Ahora, totalmente despierta ya, es consciente de la situación.
El agua está trepando por sus piernas. Ya la nota en los muslos. Subir, esa es la única alternativa. Corre escaleras arriba, abre un armario y se cambia la ropa mojada por una seca. Busca prendas cálidas, y recordando súbitamente el paradero de los chubasqueros que llevaba meses sin encontrar, va a por ellos y se los pone también.
No sabe cuánto tiempo ha debido pasar desde que se despertó, cree que no ha pasado tanto como para volver a sentir el agua en sus pies. ¿Quince minutos? ¿Veinte? Calza unas botas de montaña impermeables sobre varios pares de calcetines y sube a la buhardilla, intentando dominar el miedo, el pánico que desde pequeña le impidió disfrutar en playas y piscinas.
Desde la buhardilla podrá salir a la azotea y subirse al tejado si fuera preciso, como tantas veces ha visto en las noticias acerca de catástrofes naturales.
Se sienta en un sofá y vuelve a notar la humedad. Se dirige hacia la puerta de la azotea, corriendo. Está cerrada con llave. Debió olvidar abrirla a la vuelta de su último viaje.
Se sube al escritorio, que ya empieza a navegar, y espera. Jamás pensó morir así.

Imagina las dos plantas de su casa flotando, vencidas, sumergidas, ahogadas, y llora. El agua helada sube y sube por su cuerpo, hasta que sus lágrimas ya no tienen que resbalar para confundirse con ella…

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