Como
profesional de la psiquiatría aquel caso no
le parecía
un cuadro típico de
amnesia.
Eran
lógicas las
contradicciones
en
las que incurría la paciente respecto a aquellos recuerdos
recuperados. Lo
que no era tan lógico era que pareciera estar burlándose
del pasado, fabricando
falsas vivencias,
renegando
tozudamente
hasta de
su
propio nombre. Eso
sí que
no tenía una explicación clínicamente
válida.
Hilando
informaciones en prensa sobre el accidente y con
la
ayuda
providencial de un
viejo
amigo muy
cercano al
entorno de la víctima,
decidió realizar algunas pesquisas por su cuenta.
****
El
sargento de la comandancia ha tenido que doblar su turno de guardia
esta noche. Los robos en fincas,
que
este verano
están siendo una verdadera plaga, no
dan tregua a los dispositivos de vigilancia. Las llamadas y las
denuncias son constantes y la escasez de efectivos obliga a suspender
algunos descansos. Tras uno de estos servicios, el
sargento
se dispone a volver al cuartel cuando recibe un nuevo aviso. Un
agricultor de la zona ha presenciado un accidente de tráfico, al
parecer de muy graves consecuencias. Sacude el hombro de su
compañero, profundamente dormido. En cuestión de minutos llegan al
lugar del suceso.
Meses
después, tras
interrogar al sargento, el
juez
medita
seriamente la decisión de sobreseer el caso, a pesar de
las
innumerables circunstancias
que permanecen
aun
sin aclarar.
Todo
ocurrió muy rápido: el golpe, la sangre, el dolor y el miedo,
las
sirenas de las
ambulancias
y el traslado.
La
situación, más bien dantesca, no ha
permitido una
observancia escrupulosa del protocolo de actuación. El
sargento no es capaz de recordar
el
momento
exacto
en que los
bomberos le
entregaron
las
pertenencias
de la fallecida
y
aunque esté haciendo un ejercicio de franqueza que le podría
perjudicar, responde afirmativamente
a la pregunta claramente especulativa, sobre la posibilidad
de que en la ambulancia se trocasen
algunas de las
pertenencias de
las dos mujeres.
Además,
sin reconocerse a sí mismo un sesgo corporativista, el
juez renuncia
a preguntarse si
su
colega pudo
incurrir en
alguna posible negligencia a la hora de ordenar el levantamiento del
cadáver.
Sobre
todo, en la decisión que finalmente adopta, influye
decisivamente la
voluntad de
los
familiares,
quienes, inmersos en un dolor inconcebible e inesperado,
los
unos,
e instalados en el alborozo de la
resurrección, los
otros, han coincidido en considerar todo lo ocurrido, un
enfático
error, una
enreversada burla del destino.
****
Abro
la puerta
del
armario como cada mañana y elijo
un vestido largo,
holgado de hombros y
con un talle discreto. Me
acerco
al espejo, me
lo
pruebo
sobrepuesto,
pero
no
me
gusta
mi
aspecto. Vuelvo
a guardarlo.
Tras
una nueva búsqueda opto
finalmente por una
blusa y un pantalón vaquero,
algo
más apropiado
para soportar la
áspera textura de un
pijama
de hospital o cualquier indumentaria que me
proporcionen
a fin de
hacerme
pasar por una paciente
más.
Roberto
ha
quedado en
recogerme
a las siete
en punto en el portal de casa
y no
quiero hacerle esperar. Cuando
estoy a punto de salir,
alguna inexplicable compulsión me lleva a abrir
el
cajón de la mesita de noche y a
extraer
de él aquel reloj
blanco de pulsera que
no le había visto puesto antes y
que su
madre se
empeñó en regalarme tras recibirlo
junto al resto de sus pertenencias.
Después de haberlo ignorado, por
alguna razón
desconocida,
siento la necesidad de llevarlo
puesto este día.
Por el camino apenas nos
dirigimos
unas palabras.
Al fin y al cabo, en estos días hemos repasado hasta la extenuación
el plan de actuación, coordinado
con la
persona de
contacto en el hospital, el
facultativo que
transmitió a Roberto sus sospechas.
Es natural que el
desasosiego aumente
a medida que nos vamos acercando. En la oscuridad, que todavía
inunda los márgenes de la carretera, cierro los ojos y únicamente
me esfuerzo en la imagen que
de
ella tengo más reciente, la
del sueño fundido en la vigilia de esta
larga y angustiosa noche;
la del sueño donde, curiosamente, también aparece, como un flash
centelleante, este reloj blanco de pulsera.
****
Cierra
con llave la puerta de la
consulta y
ambos
se dirigen
a toda prisa al
área de Rehabilitación.
Con
pleno dominio del terreno que pisa, conduce
a Roberto por un atajo que evita la salida al exterior. Avanzan
a través de un pasillo solitario, bajan
unas escaleras y tras abrir una puerta de seguridad acceden
directamente al lugar donde la
chica
espera nerviosa.
Roberto
se sienta junto a ella, en la silla que queda libre, con
una visión plena del espacio donde se va a producir aquel encuentro
insólito. Tal
como habían convenido, él
queda situado
de pié, en una
posición
estratégica
junto a la salida del gimnasio, simulando inspeccionar los papeles
que lleva en la mano.
****
Durante
la
larga vigilia de
esta noche pasada,
la única imagen
que de ella he podido recordar con nitidez ha sido la del
día de nuestra
primera comunión,
cuando
por primera vez percibí en ella ese natural
resplandor
que
la distinguía, a pesar de la leve redondez de su nariz, de su
frente amplia y
de
su contundente forma de niña
algo entrada en carnes, que
inadvertidamente
el tiempo ha ido perfilando, de ese cabello
rubio y desordenado
que aquel
día se
empeñaba
obstinadamente
en
mantener al
descubierto, sin
ningún tipo de velo y
sobre todo unos ojos ausentes y
una
sonrisa desdeñosa,
suspendida
en una misteriosa nube de incertidumbres.
A
pesar de su carácter autodestructivo yo fuí
siempre la sombra que la acompañó, en todas las batallas, en sus
competiciones
de naturaleza
suicida, contra
sí misma.
Yo
la acompañaba siempre sin saber la razón, si acaso presentirla. Tal
vez para que no resultara
herida, quizás
con
el único afán de
rociar alguna tibia expresión de disculpa sobre los
arañazos
infringidos
a
quienes de buena fe se acercaban a ella.
La
acompañaba siempre,
salvo cuando se
alejaba
irremediablemente bajo
la penumbra de la soledad en prolongados periodos de congoja.
Sin
embargo, no pude
acompañarla aquella
mañana
en
que me llamó para hacerme cómplice de su
extraño plan de
fuga. Traté de disuadirla de
cerrar
sin
previo aviso
las
puerta de la farmacia propiedad
de sus padres, coger
las llaves del apartamento de
la playa
y
escapar sin que
nadie nos
persiguiera,
con
el hostigamiento de las urgencias y las horas, para
calcinar ese largo
fin
de semana.
Días
después, a
la salida
del tanatorio,
aquella especie de burla que su vida simbolizaba
permanecería
insospechadamente oculta en aquella urna de zinc,
depósito de cenizas,
atenazada
entre
las manos
de su madre.
****
En
este momento en que se abren de par en par las puertas del gimnasio,
se dejan oír las animadas estridencias de una voz femenina, aparece
un paciente en una silla de ruedas y tras él, arrastrándola, una
enfermera, enjuta y parlanchina. A éstos les siguen otras dos
personas, probablemente dos pacientes externos por sus ropas de calle
que intercambian y rivalizan cordialmente por sus respectivas
dolencias. Tras un breve lapso de tiempo, sale otro enfermero
transportando una camilla vacía e inmediatamente después, los
gestos disimulados de nuestro cómplice llaman la atención de ambos
sobre dos personas que en este momento traspasan el umbral del
gimnasio. Las palmas de la mano de una mujer madura sirven de base,
de sustento, del codo de otra mujer, más joven y que presiona lo
suficiente como para facilitarse cada avance, cada uno de los pocos
pasos necesarios hasta llegar al punto donde se encuentran con la
enfermera, que apresuradamente vuelve con la silla de ruedas para
recogerla después de haber dejado al paciente anterior.
La
mujer mayor masajea sus hombros con infinita ternura, mientras habla
con el doctor y sus dedos a veces rozan los escasos centímetros de
su rostro libres de heridas. Compruebo enseguida que no necesito
hacer grandes esfuerzos por ocultarme, no solo porque un parche en el
ojo izquierdo limite su campo de visión hacia el lado donde me
encuentro, sino también porque tras una poco trabajada respuesta al
saludo del doctor, su mirada permanece ausente, apuntando hacia una
gigantesca cristalera tras la que puede verse un sombrío patio
interior. Llevada por esta supuesta ventaja, tengo la osadía de
levantarme y acercarme a ella, situándome en una posición más
frontal. Luego me acerco más y me atrevo a observarla sin miedo a
ser descubierta.
Tiene
el pelo recogido, cubierto con tocado, aunque en el nacimiento de la
frente descubro señales de alguna quemadura leve que ya estará
comenzando a desdibujarse. Una aparatosa hinchazón le tiñe los
labios de un morado cada vez más tenue y esparcido. Diversas heridas
dibujan en su cara una especie de enjambre multicolor. Cuando ya más
confiada termino por bajar la guardia, el azul océano de su único
ojo al descubierto se dirige súbitamente a mi y me quedo paralizada.
Imprudentemente estoy renunciando a defender mi anonimato.
Pero
ese gesto tan sólo trasluce una mirada indiferente, una sonrisa
desdeñosa, que fuerza el dolor en la expresión de su rostro.
Inducida probablemente por una molestia ocasional, extiende el
brazo, dirigiendo el puño hacia el techo, abriendo y cerrando la
palma de la mano, estirando cada uno de sus dedos, manifestando la
tensión, exhibiendo el poderío de un antebrazo robusto. Este gesto
no sólo me devuelve ciertos recuerdos, ciertos episodios de luchas
desiguales e imprescindibles, libradas en el pasado, sino que me
obliga ahora, instintivamente, a bajar la vista hacia el reloj que
tengo atado a la muñeca, estrecha y frágil.
Levanto
de nuevo la cabeza y esa duda ya disipada me transporta sin embargo
dentro de una nube de cenizas, aquellas que volaron un día por un
paisaje desacostumbrado, esparcidas por unas manos ignorantes de una
resurrección futura. Y me compadezo, hasta la lágrima, de esas
manos marchitas que no sospechan estar acariciando el rostro ajeno e
impostor de una completa desconocida.
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