Alicia
quizás esté preparada
Alicia
ha tenido que dejar su casa. Ha tenido que
elegir entre sus objetos o ella, y claro, no lo dudó, llevaba
años haciendo acopio de los objetos que sabe que necesitará cuando
todo empiece. Tanto ha acumulado que ya no cabe más en la casa:
primero acabó llenando su habitación, luego el pasillo de la planta
alta, después el cuarto de la ropa de entretiempo, el espacio libre
del descansillo de la escalera y, poco a poco, también los huecos
disponibles en la planta baja. Lo único que había respetado había
sido el dormitorio de sus padres, hasta que preguntó:
- ¿Puedo
dejar aquí esta jaula para pájaros?
Fue
demasiado para ellos.
- ¡No!
¡No! ¡Noo! -gritó su padre. - ¡¡¡¡ O ellos o tú !!!! -gritó aún más fuerte su madre.
Y
Alicia los eligió a ellos y se marchó de casa.
Desde
que Julián le augurara “Todo recomenzará. Hay que estar
preparados” había vivido para ello, y lentamente, junto a sus
pertenencias habituales habían ido apareciendo objetos de todo tipo:
Una
nevera portátil.
Una
bicicleta y doce ruedas de repuesto.
Gafas
multicolores y bufandas amarillas.
Tijeras
para podar y una azada pequeña.
Velas
perfumadas (algunas ahuyentamosquitos).
Trece
tiestos de barro, vacíos. Y semillas de todo tipo.
Dos
tirachinas.
Cuatro
pilas de libros voluminosos.
Una
flauta.
Todos
los recipientes de cristal imaginables.
Papel
y más papel. Bolígrafos de colores.
Y
así hasta casi el infinito.
En
el momento de la profecía, Alicia andaba descalza y sin brújula por
la vida. No se creía imprescindible para nadie ni para nada.
¿Estudió lo que debía, creyó lo que debía, buscó donde debía?
En su trabajo se sentía menospreciada. Su penúltima relación
amorosa aún le escocía y a la última se aferraba sin saber por
qué. ¿Serían su destino los besos y caricias de Carlota, tan
tímidos, aquella tarde? De eso tampoco estaba segura. En esas llegó
Julián, casi iluminado, y le aseguró “Todo recomenzará. Hay que
estar preparados” ¿Qué iba a hacer entonces sino prepararse?
Pero
claro, no se esperaba aquella amenaza de sus padres. La distancia
entre ellos y Alicia era cada vez mayor. Se sentía en casa como una
isla. En su cabecita de pensamientos dañinos e imparables se cuela
la duda: “¿Lo hice todo para obligarles a echarme?”. Quiere
creer que no. Quiere creer que es incomprendida y que esa nueva
causa, su definitiva causa, no alcanzan a comprenderla sus padres,
anclados a un lugar ciertamente lejano.
Así
que prepara sus cosas tragándose las lágrimas, las coloca en la
entrada de la casa, coge el listín de teléfonos y llama a una
camioneta de mudanzas. Sus padres, que la creen perdida hace ya
mucho, se despiden con un beso tibio y ven como se aleja, tal vez
para siempre, en una camioneta roja.
Alicia
no ha llamado a ninguno de sus pocos pero buenos amigos ni a su novio
ni ha dejado aviso en su triste trabajo de que no volverá. Ha cogido
sus ahorros, ha dejado su Ciudad para perderse en la Gran Ciudad y se
ha instalado lejos del centro, cerca del río, en las últimas casas.
Su
nueva casa es pequeña y no caben todos sus objetos a pesar de que
ella se ha reservado un espacio minúsculo para sí misma. Decide
vender lo menos necesario, empezando por la jaula, de tan ingrato
recuerdo. “Si los pájaros tienen que vivir cerca de mí, será en
libertad”, piensa.
En
su nueva comunidad se acerca a los otros venciendo su timidez -tiene
que compartir lo que ahora sabe-:
- Todo
recomenzará. Hay que estar preparados.
Pero
los únicos que no la miran alucinados son los niños, que le piden
que les cuente alguna de las historias de los gruesos libros que la
ven leer en los bancos del parque.
- ¿Y
vosotros, por qué no estáis en el colegio a estas horas? -pero
ellos no le contestan y se limitan a sonreírle con miradas pícaras.
Y
así, en el parque sucio bajo un árbol del que retiran los restos y
las latas vacías antes de sentarse, han decidido encontrarse cada
día para que Alicia les cuente historias, preferentemente de miedo o
de mundos fantásticos. Y tan a gusto se encuentran que ella lleva
algún día la bicicleta o los tiestos o las gafas multicolores y se
divierten montándola o sembrando violetas o mirando el mundo con
otros ojos.
Un
día Manuel lleva naranjas que “trajo anoche mi padre” y otro
Marina la bolsa de pan que colgaba del portal de su vecina. Los niños
se asombran del apetito de Alicia y casi sin quererlo y sin para nada
hablarlo, pactan un trato: a cambio de sus cuentos, de su bici y de
su música, traerán algo cada día para ver comer con muchas ganas a
esta chica tan flaca que tanto les gusta.
Los
encuentros, desde entonces, se hacen imprescindibles. Alicia ve
llenarse su vida. Los niños se sienten tratados como niños.
“Ninguno de vosotros ni de vosotras merece ser rechazada. Esperad
pacientemente porque todo será distinto.” Y bocas melladas y pecas
rojizas le sonríen.
Lleva
ya dos meses en su nueva casa y poco más de uno con sus reuniones
diarias bajo el árbol. Su casero se extraña de la acumulación
dentro de la casa -“Es que estoy preparándome”, argumenta-,
algunos vecinos la miran con recelo y otras madres prohíben a sus
hijos que vuelvan al parque:
-¡Vete
mejor al río a pescar renacuajos! ¡No me gusta verte con esa loca!
Pero
otros siguen asistiendo y así las semanas fluyen. Alicia piensa que,
a pesar de todo, tal vez es feliz.
Una
tarde regresa, como siempre, dando un gran rodeo, pasando por la casa
lila y parándose a acariciar a los gatos pardos que encuentra en su
camino. Es una manía que conserva de su anterior vida. Ese día va
tocando la flauta. Llega a su casa y la encuentra abierta.
Sorprendida pero tranquila entra. Y se la encuentra vacía, revuelta,
desvalijada. “NO NOS GUSTAS” dice una nota dejada en el suelo.
Ordena
lo poco que han dejado. Coloca los cajones y pone en pie las sillas.
No quiere marcharse dejándolo todo en ese estado. Vuelve a tragarse
las lágrimas, que se vuelven azules a pasar por sus gafas de color.
Deja la casa, sale a la calle con lo puesto y camina, camina y
camina, queriendo ser engullida por la Gran Ciudad.
Deambula
tres días o cuatro, es difícil precisarlo. Cansada, por fin se
sienta en la acera ancha, se coloca mejor la bufanda amarilla con sus
livianas manos, cierra los ojos, semiocultos tras las gafas, y
comienza a tocar la flauta.
Toca
las piezas tristes que conoce, repetidamente, reiniciando cada vez.
Intenta olvidar todo lo alegre, todas la profecías, todas la
palabras. Toca y olvida. Toca y olvida.
De
pronto se siente observada y algo le hace abrir los ojos. Sigue
tocando mientras mira fijamente a un chico que también la mira
fijamente. Termina su repertorio y vuelve al principio y el chico
sigue allí. Se quita las gafas y el chico azulado tiene ahora la
piel muy blanca y los ojos muy negros. Sigue tocando menos fluida,
sigue tocando hasta que la música se para. En silencio, el chico
antes azulado sigue allí mirándola.
Y
Alicia siente que todo recomienza y piensa que esta vez quizás esté
preparada.
Jesús
Gelo Cotán
abril
de 2013
Me gusta el sentido que le has dado a mi Alicia. Parece que encontró su camino. Gracias por ayudarla.
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