miércoles, 10 de abril de 2013

Alicia quizás esté preparada

Bueno, como la semana pasada dejé mis deberes sin hacer, aquí os los ofrezco. Es posible que haga algún cambio con esa lista de objetos (no sé si eliminarla o cambiar algo). Esta es la historia que imaginé a partir del personaje de Rosa. De su Alicia apareció esta mi Alicia:


Alicia quizás esté preparada

Alicia ha tenido que dejar su casa. Ha tenido que elegir entre sus objetos o ella, y claro, no lo dudó, llevaba años haciendo acopio de los objetos que sabe que necesitará cuando todo empiece. Tanto ha acumulado que ya no cabe más en la casa: primero acabó llenando su habitación, luego el pasillo de la planta alta, después el cuarto de la ropa de entretiempo, el espacio libre del descansillo de la escalera y, poco a poco, también los huecos disponibles en la planta baja. Lo único que había respetado había sido el dormitorio de sus padres, hasta que preguntó:
- ¿Puedo dejar aquí esta jaula para pájaros?
Fue demasiado para ellos.
- ¡No! ¡No! ¡Noo! -gritó su padre. 
- ¡¡¡¡ O ellos o tú !!!! -gritó aún más fuerte su madre.
Y Alicia los eligió a ellos y se marchó de casa.
Desde que Julián le augurara “Todo recomenzará. Hay que estar preparados” había vivido para ello, y lentamente, junto a sus pertenencias habituales habían ido apareciendo objetos de todo tipo:
Una nevera portátil.
Una bicicleta y doce ruedas de repuesto.
Gafas multicolores y bufandas amarillas.
Tijeras para podar y una azada pequeña.
Velas perfumadas (algunas ahuyentamosquitos).
Trece tiestos de barro, vacíos. Y semillas de todo tipo.
Dos tirachinas.
Cuatro pilas de libros voluminosos.
Una flauta.
Todos los recipientes de cristal imaginables.
Papel y más papel. Bolígrafos de colores.
Y así hasta casi el infinito.

En el momento de la profecía, Alicia andaba descalza y sin brújula por la vida. No se creía imprescindible para nadie ni para nada. ¿Estudió lo que debía, creyó lo que debía, buscó donde debía? En su trabajo se sentía menospreciada. Su penúltima relación amorosa aún le escocía y a la última se aferraba sin saber por qué. ¿Serían su destino los besos y caricias de Carlota, tan tímidos, aquella tarde? De eso tampoco estaba segura. En esas llegó Julián, casi iluminado, y le aseguró “Todo recomenzará. Hay que estar preparados” ¿Qué iba a hacer entonces sino prepararse?
Pero claro, no se esperaba aquella amenaza de sus padres. La distancia entre ellos y Alicia era cada vez mayor. Se sentía en casa como una isla. En su cabecita de pensamientos dañinos e imparables se cuela la duda: “¿Lo hice todo para obligarles a echarme?”. Quiere creer que no. Quiere creer que es incomprendida y que esa nueva causa, su definitiva causa, no alcanzan a comprenderla sus padres, anclados a un lugar ciertamente lejano.
Así que prepara sus cosas tragándose las lágrimas, las coloca en la entrada de la casa, coge el listín de teléfonos y llama a una camioneta de mudanzas. Sus padres, que la creen perdida hace ya mucho, se despiden con un beso tibio y ven como se aleja, tal vez para siempre, en una camioneta roja.
Alicia no ha llamado a ninguno de sus pocos pero buenos amigos ni a su novio ni ha dejado aviso en su triste trabajo de que no volverá. Ha cogido sus ahorros, ha dejado su Ciudad para perderse en la Gran Ciudad y se ha instalado lejos del centro, cerca del río, en las últimas casas.

Su nueva casa es pequeña y no caben todos sus objetos a pesar de que ella se ha reservado un espacio minúsculo para sí misma. Decide vender lo menos necesario, empezando por la jaula, de tan ingrato recuerdo. “Si los pájaros tienen que vivir cerca de mí, será en libertad”, piensa.
En su nueva comunidad se acerca a los otros venciendo su timidez -tiene que compartir lo que ahora sabe-:
- Todo recomenzará. Hay que estar preparados.
Pero los únicos que no la miran alucinados son los niños, que le piden que les cuente alguna de las historias de los gruesos libros que la ven leer en los bancos del parque.
- ¿Y vosotros, por qué no estáis en el colegio a estas horas? -pero ellos no le contestan y se limitan a sonreírle con miradas pícaras.
Y así, en el parque sucio bajo un árbol del que retiran los restos y las latas vacías antes de sentarse, han decidido encontrarse cada día para que Alicia les cuente historias, preferentemente de miedo o de mundos fantásticos. Y tan a gusto se encuentran que ella lleva algún día la bicicleta o los tiestos o las gafas multicolores y se divierten montándola o sembrando violetas o mirando el mundo con otros ojos.
Un día Manuel lleva naranjas que “trajo anoche mi padre” y otro Marina la bolsa de pan que colgaba del portal de su vecina. Los niños se asombran del apetito de Alicia y casi sin quererlo y sin para nada hablarlo, pactan un trato: a cambio de sus cuentos, de su bici y de su música, traerán algo cada día para ver comer con muchas ganas a esta chica tan flaca que tanto les gusta.
Los encuentros, desde entonces, se hacen imprescindibles. Alicia ve llenarse su vida. Los niños se sienten tratados como niños. “Ninguno de vosotros ni de vosotras merece ser rechazada. Esperad pacientemente porque todo será distinto.” Y bocas melladas y pecas rojizas le sonríen.

Lleva ya dos meses en su nueva casa y poco más de uno con sus reuniones diarias bajo el árbol. Su casero se extraña de la acumulación dentro de la casa -“Es que estoy preparándome”, argumenta-, algunos vecinos la miran con recelo y otras madres prohíben a sus hijos que vuelvan al parque:
-¡Vete mejor al río a pescar renacuajos! ¡No me gusta verte con esa loca!
Pero otros siguen asistiendo y así las semanas fluyen. Alicia piensa que, a pesar de todo, tal vez es feliz.

Una tarde regresa, como siempre, dando un gran rodeo, pasando por la casa lila y parándose a acariciar a los gatos pardos que encuentra en su camino. Es una manía que conserva de su anterior vida. Ese día va tocando la flauta. Llega a su casa y la encuentra abierta. Sorprendida pero tranquila entra. Y se la encuentra vacía, revuelta, desvalijada. “NO NOS GUSTAS” dice una nota dejada en el suelo.
Ordena lo poco que han dejado. Coloca los cajones y pone en pie las sillas. No quiere marcharse dejándolo todo en ese estado. Vuelve a tragarse las lágrimas, que se vuelven azules a pasar por sus gafas de color. Deja la casa, sale a la calle con lo puesto y camina, camina y camina, queriendo ser engullida por la Gran Ciudad.
Deambula tres días o cuatro, es difícil precisarlo. Cansada, por fin se sienta en la acera ancha, se coloca mejor la bufanda amarilla con sus livianas manos, cierra los ojos, semiocultos tras las gafas, y comienza a tocar la flauta.
Toca las piezas tristes que conoce, repetidamente, reiniciando cada vez. Intenta olvidar todo lo alegre, todas la profecías, todas la palabras. Toca y olvida. Toca y olvida.
De pronto se siente observada y algo le hace abrir los ojos. Sigue tocando mientras mira fijamente a un chico que también la mira fijamente. Termina su repertorio y vuelve al principio y el chico sigue allí. Se quita las gafas y el chico azulado tiene ahora la piel muy blanca y los ojos muy negros. Sigue tocando menos fluida, sigue tocando hasta que la música se para. En silencio, el chico antes azulado sigue allí mirándola.
Y Alicia siente que todo recomienza y piensa que esta vez quizás esté preparada.

Jesús Gelo Cotán
abril de 2013

1 comentario:

  1. Me gusta el sentido que le has dado a mi Alicia. Parece que encontró su camino. Gracias por ayudarla.

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